El oficialismo dictó un decreto audaz y conservador. Tomó una medida que achica la brecha entre los trabajadores formales e informales pero que genera interrogantes en el mediano y largo plazo. Las posibles superaciones a una medida necesaria.

El gobierno implementó una medida audaz y conservadora. Audaz por la forma y el momento; conservadora por el alcance. En un país que tiene índices muy altos de informalidad laboral –casi el 40% de la masa de asalariados– y una tasa de desempleo estancada era, también, una medida necesaria. Expliquemos por qué es conservadora: al ser un decreto y no una ley dictada por el Congreso, no puede ser definida como una política de Estado firme; además, tendría que establecerse de dónde provendrían los fondos (si, como ahora, del ANSES o de algún organismo descentralizado creado para tal fin) y cómo se garantizaría la sustentabilidad posterior. El oficialismo evitó los riesgos; de haber aceptado un debate legislativo, tendría que haber realizado concesiones para lograr la aprobación. Por ejemplo, en el financiamiento: se hubiera puesto en cuestión el regresivo sistema tributario argentino; el gobierno tendría que haber revisado las exenciones impositivas a la renta financiera y al juego, las bajas rentas a la minería y a la pesca y los regímenes de promoción que nunca se modificaron a pesar de la salida de la crisis de 2001. No quiso. Prefirió el anuncio y el decreto sin discusión parlamentaria –que hubiera sido necesaria y útil para ver si la capacidad de construcción de un consenso básico en un tema sensible es sólo enunciativa–.

Para acceder al subsidio estatal es necesario cumplir con una serie de requisitos, ligados principalmente a la salud y la educación; tienen que presentarse los papeles correspondientes para cobrar la segunda parte de la asignación. Esto implica tres cosas: 1) que para acceder a la asignación se tiene que cumplir con una serie de trámites burocráticos engorrosos, cosa que no ocurre con los empleados formales; 2) que se tiene que ser desocupado, empleada doméstica o desocupado que cobre por debajo del salario vital y móvil –y esto puede generar una subdeclaración de ingresos–; los monotributistas y las empleadas domésticas formalizadas no acceden, por el momento, a una asignación por hijo y no están contemplados en el decreto;3) que el Estado, tarde o temprano, va a tener que replantear el actual presupuesto en salud y educación, ya que si el plan funciona –esto es, si baja la deserción escolar y aumenta la atención médica estatal– la cobertura se extendería a sectores excluidos y se debería contar con mayores insumos y con personal capacitado para trabajar. Como señala José Natanson, “no tiene sentido (…) si la escuela o los hospitales no pueden ocuparse adecuadamente de ellos, si la política social no se articula con la política educativa o de salud”. No solucionar esta cuestión podría crear un indeseable cuello de botella. El riesgo es que a mediano plazo se estanque el gasto social, sobre todo en períodos de recesión. También tengamos en cuenta que la inflación (ya sea por aumento de la demanda o porque las cadenas de valor oligopólicas –capacitadas para formar precios– deciden maximizar sus ganancias) puede licuar los ingresos de los sectores beneficiados por la medida; es necesario recordar la experiencia de los planes Jefes y Jefas de Hogar, que se mantuvieron congelados mientras los precios aumentaron año a año.

El decreto gubernamental, que extiende la cobertura de los sectores más vulnerables y amplía la protección social mediante el subsidio, achica la brecha entre los trabajadores formales y los informales: antes de la aplicación de la medida, “la mitad de los niños del 30% más pobre de la población no recibe [nota: el artículo es anterior al anuncio] ninguna asignación estatal –escribe Maximiliano Montenegro en base a un estudio de Ernesto Kritz–. En cambio, sólo el 3% de los hijos de las familias de mayores ingresos (el 10% más alto de la distribución) se encuentra desprovisto de un beneficio estatal. En este segmento casi todos los hijos están alcanzados por asignaciones familiares y, fundamentalmente, por la deducción de carga de familia en el impuesto a las Ganancias ($ 5.000 por año por hijo)”. El Estado consolidaba esta brecha mediante el gasto social, sosteniendo una política redistributiva regresiva en beneficio de los sectores formalizados. El cambio implementado por el gobierno constituye una ampliación del universo de beneficiados, pero el interrogante está abierto; ningún gobierno (sea kirchnerista o de otro sector político) puede retroceder en la medida sin pagar un costo político alto. Faltaría determinar cómo se establecería como una política de Estado, dado que las distintas fuerzas habían planteado –con diferencias que se pueden saldar en el Parlamento– la necesidad de un subsidio a la niñez.

Como habíamos dicho al principio, la implementación es conservadora por las limitaciones que impone la aplicación de la medida. Expliquemos. La CTA, que fue uno de los impulsores de la medida, elaboró un documento en el que se explican críticas luminosas –y que pueden ser superadoras–, útiles para el análisis. Según este informe, “al dejar afuera a los trabajadores informales –escribe Alejando Bercovich– que cobran más que el salario mínimo (de $ 1.500 desde enero de 2010) se los discrimina frente a los empleados en blanco, a quienes el sistema otorga beneficios si cobran menos de $ 4.800. En la práctica, eso obligará a los candidatos a subdeclarar sus ingresos”. Es decir, reduce la brecha entre los asalariados pero la solución no es general. Otro punto complejo es el financiamiento: el superávit del ANSES se genera, principalmente, porque la mayoría de los jubilados cobra el haber mínimo y en algún momento se va a transformar en un problema que el gobierno tendrá que afrontar; el caso Badaro –cuyo fallo sienta un precedente– plantea la cuestión de la mala liquidación de haberes tras la devaluación; además, la integración de jubilados al sistema de reparto –beneficiados por la moratoria previsional, una medida redistributiva que integró a trabajadores informales–  plantea la sustentabilidad del ANSES como ente financiador de la asignación. Si el superávit se acorta se puede generar un problema económico que deberá ser atendido con urgencia.

Otro aspecto marcado por el documento generó un cimbronazo político con uno de los aliados al oficialismo, Luis D’Elía, que criticó la restricción impuesta: “el artículo 9 del decreto de Cristina –tomo la cita del artículo de Bercovich– deja afuera a los beneficiarios de cualquier otro plan social, sea éste dirigido a la niñez o a otra finalidad. Por eso, si un beneficiario del plan Jefas y Jefes tiene menores a cargo, deberá optar por uno de los dos planes”. Por último, también señala que “el sistema actual de asignaciones familiares cubre sólo al 31% de los menores, el Plan Familias al 15,5% y las pensiones no contributivas para madres de 7 o más hijos a otro 11,8 por ciento. Quedan 5.685.564 menores sin cobertura, de los cuales el plan sólo subsidia a poco más de tres millones”. Para esta cuestión, tendría que universalizarse el plan, para que el ingreso sea el mismo en todos los sectores sociales y que se eliminen las exenciones impositivas de las que gozan los trabajadores que tienen altos ingresos.

El problema de la focalización no es clientelismo (en las próximas páginas se van a encontrar perspectivas críticas al respecto), sino que la distribución del ingreso por medio del gasto público continúa siendo regresiva. Para lograr la universalización es necesaria una reforma fiscal progresiva, en la que el eje de recaudación no sea el consumo, sino la ganancia (sobre todo la de los sectores que tienen capacidad contributiva, como el sector financiero); donde se eliminen las exenciones impositivas. La reforma fiscal progresiva, además de lograr una mayor justicia redistributiva, haría contar al Estado con una masa de recursos monetarios permanentes (un fondo anti-cíclico, para capear las crisis); en los países donde la estructura tributaria es regresiva se depende en demasía del consumo, generando un círculo vicioso: la crisis genera recesión, la recesión produce una parálisis del consumo, la parálisis del consumo hace caer la recaudación y la caída de la recaudación hace que el Estado cuente con menores recursos para realizar una política social mediante el gasto público.

La Argentina tiene mucha de estas características. De esta manera, la conclusión es evidente: es necesario que se universalice el ingreso a la niñez, pero se deben cumplir dos condiciones: una estructura tributaria progresiva y una mayor acción del Estado en las políticas sociales (en educación y en salud). Si no cualquier medida a futuro se verá, inexorablemente, estancada por un cuello de botella■

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