Uno podría creer que el verdadero problema consiste en que los pueblos no han leído a Nietzsche; es decir, que todavía no se han informado de que Dios ha muerto. Pues no estar al día con el Obituario de La Humanidad puede traer estos severos desajustes. Podría también creer, en este sentido, que por no haber leído a Hegel no han logrado comprender que la religión es cosa del pasado, una manifestación otrora necesaria pero, desde ya hace rato, más que insuficiente… Pues, es de esperar que si lo supieran, si los pueblos estuviesen al tanto de cómo es realmente la cosa, habrían dejado a un lado, por anacrónicas, muchas de sus enajenantes creencias, muchas de sus alienantes prácticas.

Yo quiero rezar a fondo un Hijo Nuestro…Silvio Rodríguez

Por otra parte, si resultara que ya lo saben, y el problema no fuese estrictamente intelectual, nos restaría creer que se trata de un pueblo adicto… al opio claro; y que es por una cuestión de voluntad, de una débil voluntad, digamos, que sigue haciendo eso que hace.

En cualquier caso, por ignorante o por adicto, la conclusión de losbienintencionados es muy correcta, algorítmica: el pueblo necesita ayuda. Entonces: o le enseñamos a leer o lo curamos, pero algo hacemos. O las dos cosas…

Ahora bien, lectores, no vayan a creer -a pesar del tono algo sarcástico que habrán podido advertir en los párrafos previos- que nos resulta del todo erróneo este tipo de explicaciones, absolutamente negativas, en torno al fenómeno religioso. En realidad -a pesar de considerarlo muy parcial, ya que en estos términos no se podría dar cuenta de fenómenos religiosos libertarios tan disímiles como la revolución haitiana[1] o la teología de la liberación- admitimos que permite dar cuenta de otros igualmente importantes.

Nuestra discrepancia fundamental viene por otro lado; y tiene que ver con el punto de partida mismo, con la mismísima intención de quien quiere “explicar” las “creencias” del pueblo. Es por eso que creemos oportuno remitirnos más adelante a algunas ideas del pensador argentino Rodolfo Kusch, quien tanto interés ha mostrado en “comprender”, y no tanto explicar, las creencias populares.

Por supuesto, un abordaje del fenómeno religioso como el de Kusch -si se quiere en clave culturalista- debería ponerse a resguardo de ciertas críticas esperables que podrían realizarle, fundamentalmente, losbienintencionados: por un lado, la de velar los conflictos de clase que hacen, sin lugar a dudas, a dicha cuestión; por otro, el de naturalizar ciertas concepciones alienantes propias del pueblo.

Pero no tenemos tiempo ni espacio para eso. Y tampoco, confesamos, demasiado interés. Concederemos, por tanto, que al criticarnos nuestros hipotéticos críticos tienen, desde ya, toda la Razón.

Ahora bien, concedido este punto, preguntaremos: ¿qué se hace una vez que se tiene toda la Razón? y ¿desde cuál Razón es que estamos hablando?Pues, por más científico que resulte un discurso, por más alejada que se pretenda de la religión una determinada práctica intelectual, nunca podrá terminar de cortar el grueso lazo que lo une a ella en, cuanto menos, un aspecto: la creencia en la verdad.

Claro que la versión eurocéntrica de La Historia de la Humanidad -que desde un tiempo venimos criticando, de forma constante, en esta sección- insiste en presentar el fenómeno moderno como algo que se funda, justamente, en la negación radical del oscurantismo medieval. Esta versión, como hemos insistido en otros artículos, tiene claras pretensiones autopoiéticas: según ella, La Nueva y luminosa Europa re-nace de las oscuras ruinas de La Vieja Europa re-actualizando las potencialidades emancipatorias de lo griego. Y por eso su héroe prototípico será Descartes quien, ubicado en el centro del mundo, pone en duda toda una tradición; y luego, con riguroso y racional método, sienta las bases de una nueva forma de habitar el mundo, una que se ancla ya no en la creencia sino en la certeza. Hecho con el cual, como nos enseñan los manuales, se abriría un período notable en La Historia de la Humanidad.

Digamos además que la certeza moderna, dicho rápidamente, es la certeza del Hombre Nuevo en su capacidad de dominio sobre sí mismo, mediante la razón; y, desde sí, sobre todo aquello que lo rodea, por la técnica.

Sin embargo, tal como nos enseñara Enrique Dussel, esa certeza teórica (ego cogito) se apoyará en otra práctica (ego conquiro), del mismo modo que la modernidad esconde su envés, la colonialidad. Pues en América, mucho antes, ese Hombre Nuevo habría de desplegar su violenta voluntad en dos momentos: primero, matando los Dioses del Otro, en nombre de la Verdad, con el Dios propio -estrategia de la Evangelización-; luego, matando a ese mismo Dios. Siempre en nombre de la Verdad, para abrirles las puertas a la Razón. Estrategia del Progreso.

Así, como reviviendo aceleradamente La Historia del Viejo mundo en el Nuevo, y con eso avejentándola de pronto, legándole cansancios, batallas, promesas… Así, como apurando el ingreso de América en La Historia…

Pero, claro, esa es Una Historia, la de los que tienen toda la Razón, y la que, por tanto, mejor se puede explicar. Los pueblos, en cambio, se saben otra, una más difícil de comprender, una en donde todo lo “muerto” y “pasado” de aquellos manuales goza, sin embargo, de asombrosa “vitalidad”, de una notable “vigencia”. Una en donde la resistencia de los pueblos oprimidos adopta muchos rostros y uno, quizá el principal, es el rostro de los dioses. Una en donde no se trata simplemente de Ser alguien, inclusive contra el mundo, sino de, ante todo, aprender a Estar en él, con él[2]. No de amoldarse a la lógica Universal de un sistema capitalizante y occidentalizante que se expande y se impone, sino de combatir, en tanto comunidad, por la super-vivencia de las Singularidades. En suma, no de des-ligarse para caber en los moldecitos individuales que nos propone el hoy, sino de re-ligarse para romperlos, dándole otra forma al mañana.

Y en esa Historia Otra, Kusch lo sabía, los pueblos siempre enseñan. Sobre todo, esos pueblos intratables que quedan justo justo en donde se termina la civilización. Pueblos, cuándo no, paganos, que parecen sin embargo habitar mundos plenos, donde cada montaña dice, porque es un abuelo (achilla); donde cada lluvia cuenta, porque es bendición; y donde hasta el silencio y los otros pueden caber.

Y no se crea que esto es, al menos no tan sólo, simple romanticismo: compréndanse la constitución de Ecuador y sus derechos primordiales a la Pachamama; el Estado plurinacional boliviano que renace hace unos años, en la mismísima ancestral Tihuanaco; compréndase el zapatismo, experiencia imposible sin las ancestrales comunidades campesinas en las cuales se sostiene y desarrolla… pero también compréndanse los innumerables movimientos territoriales que minan nuestra tierra americana, los cuales, antes que nada, se hunden en el espacio del barrio, se depositan junto a las comunidades en la tierra y aprenden a estar allí, trabajando día a día, para florecer junto a los pueblos en la increíble certeza de construir los necesarios puentes desde la religión del Padre, la de ayer, a la del Hijo, a nuestra religión de mañana

 


[1] Nos referimos a la importancia del vudú como condición determinante de la primera revolución antiesclavista de la historia en Haití (1791- 1804). A quien se interese en este aspecto, le señalamos que nuestro compañero Juan Martínez Peria ha escrito mucho y bien al respecto.

[2] Las ideas de, y contraposición entre, ser y estar son desarrolladas por Kusch en América Profunda, gran libro que data de 1962.

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