Un sindicato, podríamos decir sin equivocarnos mucho, es un ámbito donde confluyen los trabajadores en pos del resguardo de sus puestos o de mejoras en ellos. Sin embargo, haciendo algo de etimología de bajo vuelo, el sindicato era el orador que en la Atenas antigua defendía una ley. Con el tiempo y el uso, bajo ese término pasó a designarse al periodo de tiempo que dura el empleo del síndico, que es quien se ocupa de defender los derechos del público. Y como sabemos, cualquiera que alce la voz en las tribunas en pos de los derechos de aquellos que no los tienen es el actor ideal para componer una escena donde el individuo y la comunidad sean los puntos de fuga hacia donde se dirija la mirada.

Argentina mon amour

Juan josé Saer, en su primera novela Responso, narra el derrumbe de un personaje que añora sus épocas de líder sindical. La revolución libertadora, que a sangre y fuego reprimió al sindicalismo peronista de base, es el telón de fondo, el momento histórico donde este hombre derruido por el alcohol y el juego se desploma sobre sus miserias y esperanzas. No son un dato menor las formas en las que se refiere a sus épocas de gloria, ya que deberíamos notar que el sindicalista es en sí mismo un hombre resultado de su ego. Aquel que se considera capaz de representar a… de hablar en nombre de… De algún modo se sabe poseedor de un poder que no todos poseen. Una voz que cautive; una oratoria que seduzca; la capacidad de ser un líder habla de un Yo potente, que se coloca a la cabeza del cuerpo de la masa y le da un rostro, una voz y un objetivo claro. Aquel hombre, el personaje de Saer, no importa su nombre (que es el de todos los sindicalistas de aquella época), no resuelve el duelo por aquel don perdido, por esa posición de ensueño que le ha sido arrebatada por los vientos de la historia. Y lo tapa con aquello que se tapa lo no resuelto: con alcohol, con compulsión y con abandono.

Y ya que hablamos de alcohol, podemos mencionar un clásico de la lucha de los trabajadores argentinos que todo estudiante secundario ha sido obligado a ver: La Patagonia rebelde (Hector Olivera, 1974). Promediando la película los estibadores de principios de siglo festejan un pequeño triunfo con un asado y vino, y el personaje de Pepe Soriano, curtido anarquista europeo, censura la ingesta de alcohol “porque embrutece al hombre”, sin generar mayores adhesiones. Ese tipo de sindicalista, de luchador social, es un espécimen extinto. Con la caída de los modelos de referencia social, aquel tipo de hombre que era el personaje de Soriano, o el de Federico Lupi -el mítico Facón Grande- desapareció. Al igual que los políticos, que los referentes religiosos, el sindicalista ya no es un parámetro de conducta moral. Aquel incorruptible hombre que no vendía sus ideales y que de algún modo educaba y adoctrinaba en pos de una sociedad mejor se trocó en un simple gestor, en un administrador más o menos hábil de un gremio.

Un ejemplo nacional más, en ese orden, es Un lugar en el mundo (Adolfo Aristarain, 1992). Otra vez Federico Lupi, actor signado a interpretarse a sí mismo y a representar (acaso por su edad) personajes de esa edad del mundo ya finalizada, como representante de una cooperativa de (otra vez) estibadores, padece las consecuencias de ser quien hable en pos de los que salen perdiendo. El matiz, a diferencia de la película anterior, se da en el marco de una argentina en la que el tiempo ha transcurrido pero en la que casi nada ha cambiado. Las injusticias sociales, más notorias en el interior que en las urbes, vuelven a ser el leiv motiv disparador de una historia de juventud marcada por el contexto histórico. Nótese un detalle del cual se habla poco en general, el impacto en la memoria que la actividad sindical deja en los hijos de los luchadores sociales. La imagen del padre ausente, acaso distante, deja una huella con la que los jóvenes deben lidiar el resto de sus vidas pues, para bien o para mal, la figura paterna los sobrevuela, tanto desde el reproche como desde la admiración. Pesada carga ha de ser no sentirse a la altura de ese tótem que indica la ley moral que debe seguirse o cuestionarse.  Otra muestra de esto puede ser el cuento La guerra civil no ha terminado, incluido en el libro Historias de política ficción del español Manuel Vázquez Montalbán, donde el crimen de un viejo militante comunista no sólo desnuda las miserias y rencores partidarios sino que también deja traslucir el desamor sentido por sus hijos, luego de tantos años de abandono. Porque, al escuchar la llamada del mundo, en ocasiones se desoyen otras voces; porque, al perseverar en la búsqueda de un derecho, a veces se vulneran otros, tan o más necesarios que el de los trabajadores.

¡Qué difícil es reproducirse!

Ressources humaines (Laurent cantet 1999) va en este mismo sentido. Un joven universitario, hijo de obreros, ingresa a trabajar en la misma fábrica que su padre como integrante del sector de recursos humanos. Allí, con el fin de hacer carrera, propone reformas administrativas que acaban con su padre en la calle, de allí todos los lugares comunes de este tipo de relatos. Lo importante es el muestrario de tipologías binarias en pugna: las formas tradicionales de administrar una empresa y las nuevas, los viejos sindicalistas y los nuevos, el pasado y el presente, padre e hijo, culpa y gratitud, bronca y afecto. La misma ambivalencia en la que siempre se han movido los sindicatos y las patronales, necesitándose y desafiándose como forma de un vínculo que a veces estalla en violencia, como esos matrimonios patológicos que luego de golpearse acaban en la cama mintiéndose que será la última vez. Por esa razón el conflicto descrito en la película es fructífero cinematográficamente hablando: porque las  oposiciones son los suficientemente claras como para sentar posiciones, algo que no siempre, sobran los ejemplos,  ocurre en las relaciones sindicales y patronales.

Esa frontera difusa

Y esto nos lleva a la imagen que de algún modo inspiró esta nota: Lunch a top a Skyscraper de 1932 (almuerzo en el rascacielos) de Charles C. Ebbets. Por alguna razón, una de las más famosas imágenes de la historia de la fotografía oculta sin artificios un horror que aun hoy sigue ocurriendo con pasmosa frecuencia: la inseguridad laboral. Ignoramos si alguna voz sindical se levantó contra lo que desnuda esta foto. Hombres sin ninguna medida de seguridad a cientos de metros del suelo. No eran unos actores posando, eran trabajadores reales de carne y hueso sin los adecuados controles que hoy exigimos y que pocos cumplen, y pocos líderes sindicales se preocupan por hacer cumplir. 33 mineros chilenos, a 700 metros bajo tierra, esperando ser rescatados nos lo recuerdan, pero sin la sonrisa de aquellos obreros neoyorquinos de los años 30.

Porque la fotografía, esta en particular, sola, sin añadidos ni comentarios explicativos, nos deja pensar lo que sea. Petrifica un instante para que la mente, en su caprichosa manía de sucesión, le imponga un antes y un después.  ¿Dónde fueron a parar estos hombres? ¿Cuántos de ellos sobrevivieron a la foto o padecieron, luego de ella, algún accidente de trabajo a esas alturas? No puede ser sabido, lo que sí se puede, es aventurar que en el mundo de aquel entonces y en el de hoy, un buen sindicalista, un digno representante gremial, hubiese impedido estas condiciones laborales. Hubiese dedicado su trabajo a proteger a hombres, mujeres y niños de los abusos que históricamente han recibido los más pobres al ganarse su pan, no como otros que esperan la foto  junto al poder, arreando micros escolares donde debería haber niños viajando a la escuela y no trabajadores■

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