La elaboración y reproducción de argumentos estigmatizadores no es algo propio de determinados grupos etarios o de sociedades y épocas concretas, es una construcción cultural de todas las sociedades, un fenómeno universal, intrínseco a todas las personas. Dondequiera que existan relaciones humanas hay identidades, hay un yo que se posiciona frente a un otro, otro que se nos asemeja, con el que me relaciono, como una suerte de espejo que nos devuelve la mirada y que a la vez se nos diferencia/distancia. Otros con los que me relaciono y me agrupo (NOSOTROS), donde se funden las semejanzas, lo característico que se realza por la diferencia y la contraposición con aquellos que no las poseen (OTROS).  Sólo lo diferente puede ser objeto de una concepción estereotipada, y por lo tanto, no hay estereotipos sin un grupo social de referencia.

En muchos casos, con mayor o menor radicalización, se produce la construcción de un estigma como medio de contraposición de la existencia de un grupo ajeno al considerado como verdadero; por lo tanto, debe hacer referencia a elementos diferentes de ese grupo objeto de estigma que lo hacen profundamente distinto, desacreditándolo.

Así, nuestra historia da testimonio de este fenómeno que nos caracteriza como seres humanos, desde unitarios vs. federales, peronistas vs. radicales, river vs. boca… Nuestra vida entera esta imbricada por esta relación de semejanza-pertenencia y comparación-diferencia. Y, por supuesto, no podemos dejar de lado la construcción de estereotipos  (el gordo, el villero, etc.), los prejuicios (gordo: sucio; villero: chorro, vago, etc.) y finalmente, la discriminación (mejor no juntarse con tal, me cambio de vereda porque tiene pinta de chorro y me va a afanar, etc.).

La clave para entender los estereotipos reside en que constituyen un conjunto de creencias acerca de los atributos asignados al grupo y estos funcionan como expresión y racionalización de un prejuicio, instalándose de generación en generación en la memoria colectiva, retroalimentándose. Los individuos somos etiquetados y etiquetamos cotidianamente en todos los ámbitos de nuestra vida, y más aún cuando se pertenece a grupos minoritarios. Y estas categorías suelen ser lugares estancos, muy difíciles de desmembrar.

En el caso de los prejuicios están más relacionados con el plano afectivo, implican una evaluación con una carga peyorativa, desacreditadora. Pensemos, por ejemplo, en la incidencia que tuvo el voto femenino en nuestro país. Antes se consideraba a las mujeres incapaces de votar. Más aún en las viejas libretas de casamiento se podían leer los “deberes domésticos” intrínsecamente femeninos, incapaces frente a la ley, representadas por el marido, sin voto y sobre todo SIN VOZ.

Y la cosa empeora cuando pasamos al plano de la acción, o sea, de la discriminación, cuando aplicamos un trato diferencial a las personas en virtud de su pertenencia a determinada categoría.

Y esto nos lleva al tema de esta nota. Cuando por ejemplo, imploramos por leyes más rigurosas que restrinjan el ingreso al país de los indeseables vecinos limítrofes, cuando dudamos en contratar personal doméstico peruano (“todos los peruanos son chorros”), cuando no queremos que nuestros hijos jueguen con bolivianos en la plaza o en la escuela (“son todos sucios”), como cuando no nos gusta comprar al chino de la esquina, porque si bien vende barato, tienen la osadía de hablar en otro idioma (“andá a saber qué dicen… no me dan confianza”). En relación a la inmigración, la Argentina tuvo muchos momentos de amor (“ciertos respetables inmigrantes”) y momentos de odio (“por esos indeseables negritos”). Repasemos un poco la historia.

Fabricando Argentina. De las buenas inmigraciones.

El proceso conocido como de “conformación del Estado Nación”, impulsado por la generación del 80 allá por el siglo XIX, se propuso entre sus metas el “fabricar” –por más molesto que suene el término- el SER Argentino. Y así como en muchos otros ámbitos el ser no es indisociable al “deber y no deber ser”. Luego de las campañas de exterminio e invisibilización de los pueblos originarios, devino no sólo en esta construcción ficcional de aquello que debíamos ser sino que también impulsó una necesidad de “enriquecer” a estas tierras con sangre que redundara en beneficios civilizatorios. Superada la indiada por el criollo, el criollo mismo desvalorizó su postura en el pedestal de ideales en búsqueda de fuentes europeas.

En Argentina no había mucha población que mereciese ser beneficiaria de tal categoría, así que la inmigración fue la respuesta a la necesidad de cultura, buenos ejemplos y población. La población era escasa y, como la riqueza, estaba mal distribuida.

En 1869 se concretó el primer censo nacional. Los argentinos eran por entonces 1.836.490, de los cuales el 71% era analfabeto. Según el censo, el 5% eran indígenas y el 8% europeos. El 75% de las familias vivía en la pobreza y los profesionales sólo representaban el 1% de la población. Sarmiento fomentó la llegada al país de inmigrantes ingleses y de la Europa del Norte y desalentó la de los de la Europa del Sur. Pensaba que la llegada de sajones fomentaría en el país el desarrollo industrial y la cultura. En realidad, los sajones preferían emigrar hacia los EE.UU. donde había puestos de trabajo en las industrias. La Argentina de entonces era un país rural que sólo podía convocar, lógicamente, a campesinos sin tierras.

El tiempo fue pasando y la población fue criando sus propias generaciones, y fuimos adoptando costumbres, palabras, hábitos. Siempre se destacó a las oleadas provenientes de Europa como gente que vino a “hacer la América” y cuya mayor cualidad era su afán de trabajo y progreso, de que sus hijos estudiaran. Qué tiempos aquellos, diría Doña Rosa…En cambio ahora…Y sí, recibimos lo peor de lo peor…

Chinos, bolitas y paraguas. Efectos no deseados.

Desde la época del proceso, el país tuvo oleadas de migraciones internas y externas. El caos económico, la pérdida de los derechos sociales y la crisis política produjeron la formación de los primeros asentamientos o “villas”. Pero este periodo de dictaduras y políticas económicas desastrosas fue un fenómeno latinoamericano. Y a partir de los 80, los países limítrofes, los hermanos que conformaban la Latinoamérica que los padres libertadores soñaron, comenzaron a expulsar una oleada cada vez más creciente de población desempleada y socialmente vulnerable.

En las últimas décadas, el país recibió, y recibe hasta en la actualidad, inmigrantes de países limítrofes o provenientes del Asia, África y Centroamérica.

Obviamente que la mirada puesta en los países del primer mundo sigue estando enfocada a aquellos ideales que parecieran haber moldeado el SER Argentino, dotándonos de aquellas características deseadas. Y la llegada de estos “ahora no tan hermanos” no fue tan bien recibida.

La segregación de la población de países limítrofes se nutre día a día en las escuelas con los problemas de integración y discriminación que sufren los hijos de estos migrantes, en la calle, con las fuerzas de seguridad, en los cantitos de la tribuna, en el desprecio incentivado por la mayoría de los medios de prensa que refuerzan ideas preconcebidas y estancas de una versión de “la cultura” desdeñando costumbres y hábitos culturales propios de nuestra Latinoamérica. Los bolitas limpian, venden verdura, cosen jeans en talleres clandestinos por monedas que se venden en los chopins por 10 veces su valor. Y también ocupan nuestros cupos en las escuelas, teniendo que competir nuestros hijos con “ellos” por un lugar, en los hospitales públicos, en donde las voces de muchos se alzan indignadas cuando el Estado Argentino brinda atención y recursos a gente sucia, que a penas habla y que no es de acá, y que “no pagan impuestos”, y “andá a saber para qué vinieron”.

¿Por qué cuesta tanto retomar las ideas que hace tiempo conformaron los más altos ideales de nuestros libertadores? ¿Qué hace a un inmigrante mejor o peor?

Pero nos quitan el trabajo…y “NOSOTROS” somos distintos… ¿Qué dirán en Europa de los argentinos que corrieron en oleada en el 2001? ¿Será por eso que sus salarios son inferiores y la mayoría se destinan al área de servicios? ¿Qué hubiera sido de la mayoría de nosotros si nuestros abuelos que salieron corriendo del horror y el hambre de la guerra no hubieran podido entrar? ¿Estarían mejor si se hubieran quedado? ¿Hubiera sido mejor si nos hubieran colonizado los ingleses? ¿Es que acaso el destino de las colonias sajonas fue mucho mejor? ¿Qué nos hace mejores que ellos?

Las migraciones son fenómenos mundiales, procesos históricos complejos. Hoy en día aquellos países que enviaron a sus hijos se encuentran reforzando las leyes de prohibición de inmigración contra países tercermundistas. Los excluidos de ayer son los que excluyen hoy. Sería bueno que reflexionáramos un poco en el año del Bicentenario los ideales de los padres de la Patria, sacudiendo un poco el polvo de nuestra memoria, que aquellos a quienes hoy desacreditamos en muchos momentos nos acompañaron de igual a igual en la construcción de la historia■

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