La colonialidad hunde sus raíces en nuestro sentido común, y desde allí germina, lenta, hasta ofrecer los amargos frutos que luego, la mayoría de las veces, recogen los grandes medios de comunicación para alimentar nuestro insaciable apetito de realidad. Las operaciones mediante las cuales, sobre todo los informativos, producen y reproducen las condiciones y los condicionamientos propicios a las más variadas y sutiles formas de dominación y justifican las muchas maneras de la desigualdad son numerosas. Aquí nos detendremos, sucintamente, en una de ellas.

Sobre-visualización

 Una de las tendencias crecientes en el modo en que se construye la noticia en nuestros días es, sin dudas, el predominio creciente de la imagen en vivo. Esta operación, a su vez, suele ser complementada con intervenciones de testimonios directos de los protagonistas. Los avances técnicos, la interminable cantidad de horas que la televisión dedica a in-formarnos y la tremenda eficacia que la imagen tiene en nuestra cultura permiten entender el porqué de este in crescendo.

 Muy ingenuamente apreciados estos recursos pueden dar lugar a la creencia, también ingenua, de que nos hallamos frente a un modo neutral de comunicar la realidad. Tal ilusión mayúscula, se sostiene en dos pequeñas ilusiones: primero, que nadie nos está diciendo qué es lo que pasa, puesto que todos lo podemos ver con nuestros propios ojos; segundo, que si alguien habla es un involucrado en el hecho mismo, y en ese sentido sigue siendo parte, seguramente parcial, pero interior al hecho mismo.

 En este simple procedimiento es posible relevar un aspecto esencial en la construcción del “hecho periodístico”: este siempre tiende a cerrarse sobre sí, generando un simulado “adentro” desde el cual luego se establecen, si es que se lo hace, las contingentes conexiones con su “afuera”.

 Debido a ello, en general, lo que se recogen son pareceres sobre “el hecho”; pero pocas veces se intenta entender la relación entre esa parte y el todo, ni se problematizan los términos y las categorías con que se aborda el problema. Todo se reduce a la sobre-visualización del conflicto, a su exposición desenfrenada. Patética.

 

El sinsentido común ganó, una vez más, la escena; y nos condujo a los silogismos más absurdos. – ¿Qué querés con esos negros? No quieren trabajar, son unos piolas: ocupan los predios, hacen un poco de quilombo y les dan una casa. Así, cualquiera… –  Miralos ahí tirados, ¿por qué no se vuelven a su país?… si tenemos argentinos en la calle, ¿qué le vamos a dar casa a esos bolitas?… A que en su país no hacen eso, los negros estos. Frases como estas son comunes; y duele reconocer que son, ciertamente, mayoritarias. Poco importa que el bolita sea salteño o jujeño, o maorí

Entendemos que esta fue la operación dominante en la cobertura televisiva de los hechos desarrollados en Villa Soldati con motivo de la toma del Parque Indomericano. Partiendo de un efecto que, periodísticamente, se torna en causa – las tomas del predio – y al construirlo exaltando los aspectos violentos e irracionales de este – los enfrentamientos, las muertes, etc. – el hecho queda ya condicionado de manera inexorable. El “adentro” del mismo ya ha sido sutilmente delimitado, y es sobre eso que deberemos, luego, pronunciarnos. Esa es la semilla. Sólo hace falta regarla un poco; la tierra es fértil, dará sus frutos.

 Desde entonces, todo lo que se diga: o bien habrá de reforzar el efecto abrumador de aquella primera impresión, y en ese sentido ahondará y profundizará sus repercusiones, o bien deberá lidiar con el contra-argumento terminal del testimonio visual, ya que es algo que todos pudimos ver con nuestros ojos.

 Creemos que el accionar político de Mauricio Macri fue paradigmático en aquel primer sentido; de lo segundo, creemos, lo fue la parte mayoritaria del arco oficialista y, también, algunos otros sectores progresistas de la escena política.

 El sin-sentido común

En relación a estas dos maneras de posicionarse frente al hecho, es fácil comprobar que el discurso del jefe de gobierno porteño encuentra asidero en aquello que al comienzo del artículo referíamos como la colonialidad de nuestro sentido común: apelar a la invasión de los otros, racializar el sentido y la solución de los problemas, exaltar las virtudes cívicas de la paz y el orden en contra de los peligros siempre acechantes de una barbarie indómita, etc. son estratagemas que cuentan con siglos de historia, de triste historia debemos agregar, a su favor. Se trata, a las claras, de un discurso que reproduce un conjunto sistemáticamente ordenado de lugares comunes y da rienda suelta a los más bajos y fáciles instintos.[1]

En sintonía (táctica y estratégica) con este discurso, muchos medios pueden servirse de la inercia de la opinión pública consagrando y exaltando determinadas imágenes; en cierto modo, no necesitan decir nada. Todo fluye: un par de títulos y ya. Sucede, pues, que la historia de este sin-sentido común en donde abonan no es nueva, sino antigua. Y cruel.

Podemos fechar su nacimiento en 1492, con el surgimiento del actual sistema moderno/colonial (Mignolo); podemos registrar los primeros pasos de la bestia en el siglo XVI, con la configuración del actual patrón de poder, la colonialidad (Quijano).

Desde entonces, y hasta hoy, la expropiación de las tierras, la extracción de riquezas, la instrumentalización genocida de indios, negros, mestizos y tantos otros oprimidos de Nuestra América, siempre sustentada en la clasificación racial de las poblaciones, fue extendiendo el modo de producción capitalista, globalizando sus miserias.

Y aunque a veces no podamos, o no queramos, verlo: raza y capital, son aún los ejes del todavía reinante sistema de dominación y explotación planetario; pues han trascendido las relaciones formales de la colonia o la semi-colonia, y se han introducido en nuestros hábitos más primarios, los perceptivos inclusive, por lo cual terminan siendo matriz generadora de subjetividades, de sentido.

 Villa Soldati lo hizo patente: tanto por las causas del “hecho”, como por sus tristes repercusiones lo pusieron otra vez en primera plana.

El sinsentido común ganó, una vez más, la escena; y nos condujo a los silogismos más absurdos.

 –  ¿Qué querés con esos negros? No quieren trabajar, son unos piolas: ocupan los predios, hacen un poco de quilombo y les dan una casa. Así, cualquiera…

–  Miralos ahí tirados, ¿por qué no se vuelven a su país?… si tenemos argentinos en la calle, ¿qué le vamos a dar casa a esos bolitas?… A que en su país no hacen eso, los negros estos.

 Frases como estas son comunes; y duele reconocer que son, ciertamente, mayoritarias. Y poco parece importar que, en verdad, todos aquellos que las pronuncian sepan muy bien que no pondrían su propio cuerpo en ese predio donde muchos de los “piolas” pierden la vida por ganar un techo. Poco importa que el bolita sea salteño o jujeño, o maorí. La imagen y el imaginario en donde se siembra mandan. En las clases altas, seguramente; pero no sólo en ellas, que es lo peor. Es que la imagen dice más que mil palabras, sí; pero peor que millones de ellas también; porque no dice justamente, porque deja que sigamos siendo dichos por la colonialidad que nos atraviesa, que nos constituye.

 Sobre este terreno se monta buena parte de las operaciones mediáticas que consumimos día a día. La sobre-visualización desde la cual se construyen ciertos hechos, por retomar nuestro caso, ahonda y dispara algunas de las características más lamentables de dicho sin-sentido común.

 Naturalmente, identificar condiciones y operaciones opresivas es una tarea que ha de complementarse con la imaginación y realización de condiciones y operaciones alternativas, descolonizadoras. Por eso, y sin creer que sea una solución de por sí, cabe resaltar que la nueva Ley de Medios promete un horizonte fértil para librar estas batallas. Así, mientras en este año electoral muchos seguimos intentando generar las condiciones para su necesaria reglamentación, aquí hemos intentado reflexionar en torno a algunos de los tantos modos en que los medios producen y reproducen esa colonialidad que todos, en mayor o menor medida, somos. Y debemos dejar de ser■

 


 [1] Ir a contracorriente, en cambio, es una apuesta menos grata, más ardua y que suele recaer en severas contradicciones, sobre todo cuando quienes la encarnan son agentes estatales y deben garantizar el orden. No obstante, en este caso el gobierno dobló la apuesta, y decidió, una vez más, no reprimir. Sostener esta decisión en el tiempo implica un desafío notable que podrá permitirnos medir la fuerza y la coherencia de la convicción ética y política que la sustenta.

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