A Sergio le gustaba nadar todas las tardes. Estaba terminando el colegio secundario y le preocupaba su figura. Era muy flaco y pensaba que la natación lo ayudaría a ensanchar su espalda. Fantaseaba con que esto probablemente favorecería el vínculo con las mujeres, ya que en esa época era en lo único que pensaba.

 Este relato comienza en una tarde, como cualquier otra, aunque Sergio nunca imaginó que iba a ser la única. Se encontraba en un momento de cambios. Había decidido continuar estudiando y quería tener una vida medianamente gratificante junto a una chica. Deseaba también con el tiempo tener hijos.

 El problema era que, por empezar, no sabía exactamente qué estudiar. Tenía una extraordinaria facilidad con las matemáticas, pero todavía no decidía en qué disciplina podría aplicar tal virtud.

Aquella tarde, Sergio se encontraba rumiando en sus pensamientos cuando comenzó a caminar el trayecto desde el club hacia su casa. Iba por Avenida La Plata, cuando en la esquina de Avenida Garay le ocurrió lo que él denominaría “el hecho”.

Unos metros antes de cruzar intercambió su mirada con la de un señor muy mayor que se encontraba como si no se dirigiese a ningún sitio, estático e inmóvil. Le llamó la atención lo mal vestido que estaba. Llevaba puesto un traje azul que parecía sucio. Poseía un aspecto descuidado, tenía la barba crecida, poco pelo y el cuello de su camisa blanca estaba amarillento. Sergio, sin detenerse, sintió una vivencia muy extraña al mirar aquellos ojos. Pensó si se trataría de algún conocido que no podía recordar, de algún vecino o comerciante de la zona. Al alejarse sintió que la extrañeza de su vivencia aumentaba. No podía dejar de pensar en ese hombre, hasta que tuvo una revelación. Sergio era un chico inteligente y quizás resulte delirante la conclusión a la que arribó, pero con convicción comprendió que aquel sujeto era él mismo.

Lo comprendió súbitamente. No podía encontrar una lógica racional al hecho. La idea apareció acompañada por una fuerte sensación de convencimiento. Volvió sobre sus pasos y corrió hasta aquella esquina para reefectuar el encuentro. Sin embargo, el anciano se había marchado.

La gran mayoría de nosotros tenemos vidas tolerables e intentamos llevarlas de un modo propio y particular. Pero no es fácil vivir con un hecho como el que le tocó vivir a Sergio. La presencia de sí mismo aquella tarde resultó atormentadora para él y rápidamente se transformó en una obsesión.

Durante el transcurso de un mes pasó todas las tardes a la misma hora por aquél lugar; incluso probó en diversos horarios pero siempre sin éxito. Su recuerdo le resultaba intolerable. ¿Cómo era posible que haya pasado tal acontecimiento?

Aprovechó su facilidad para las matemáticas y decidió estudiarlas en profundidad, siguiendo la fuerte intuición de que eso le llevaría a algo particular en relación con su recuerdo. Rápidamente se recibió con honores, aunque le trajo aparejado el descuido de antiguos proyectos, como el de las mujeres.

La vivencia de “el hecho” era parte de él, tal como un germen, no encontraba forma de pensar en otra cosa. Lo único que tranquilizaba su espíritu era la posibilidad de intentar su comprensión. Pensó en un desfase temporal o en algún tipo de paso a otra dimensión. Pero las teorías eran rápidamente descartadas ya que no lo convencían. Hasta que tuvo la revelación: inventar la máquina del tiempo.

Supo que era una empresa imposible. Recordó la frase de Einstein referida a que tal máquina no se inventaría nunca ya que si hubiese sido así, ya habría registro de una visita temporal a algún momento de la historia.  Pero “el hecho” lo empujó a intentarlo.

El departamento que alquilaba sobre avenida Córdoba rápidamente se transformó en un sitio dedicado a tal investigación. El sueldo de docente universitario le alcanzaba para vivir precariamente dedicado exclusivamente a su búsqueda. Definitivamente no le interesaba su trabajo como profesor, ni ninguna otra cosa más que efectuar la máquina del tiempo, ya que supo que sería el único medio de poder revivir aquél encuentro.

De esta forma, lógicamente, el tiempo pasó.

Un día cualquiera, en una charla de café con un colega, dio con la clave. Así es generalmente como suele pasar en las grandes fórmulas. Un sujeto se pasa la vida pensando en enormes complejidades, hasta que en un detalle, en una observación distraída de la vida cotidiana, se da con la solución.

Volvió a su casa excitado y terminó el mayor invento jamás realizado por un ser vivo. Arrastrado por la obsesión de su recuerdo, no pensó en el éxito de compartir lo que había hecho, sino sólo en poder regresar allí, a aquella tarde.

La máquina temporal era muy simple en su forma. Sergio dijo en voz alta el lugar y el tiempo exacto que quería visitar y así estuvo nuevamente en Avenida La Plata y Garay. Había olvidado que era una tarde de sol.

 Miró a su alrededor y reconoció el lugar tal como lo recordaba todos los días. Observó hacia adelante y se detuvo atónito.

Vio venir caminando con soltura a un joven. Era vigoroso, esbelto y con un rostro fresco lleno de entusiasmo y deseos. Era él. Como aquella tarde, el joven cruzó su mirada y siguió su trayecto. Así Sergio se observó a sí mismo. Tenía la barba crecida, un traje color azul que usaba desde hacía varios años, tenía poco pelo y, tal como lo recordaba, el cuello de su camisa estaba amarillento.

Una lágrima se deslizó por su mejilla. Detuvo un taxi y le indicó al chofer la esquina en donde creía recordar se encontraba un antiguo cine. Mientras se alejaba vio por la ventanilla trasera a su yo joven corriendo desesperado hacia aquella esquina, una vez más, como hace ya tanto tiempo. Lloró desconsoladamente al ver el perturbado rostro del joven y comprender que la historia se iba a repetir infinitamente■

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