Giuseppe Patella, en su artículo “Estética y ética en la edad del multiculturalismo”, diferencia entre dos tipos de culturas, una con C mayúscula (una Cultura), y otras culturas menores. En este segundo ámbito se encuentran las formas culturales de masas, algo que parece ser poco serio y banal. El interés filosófico en estos productos es muy bajo, toda vez que su recepción es pasiva, al igual que su valoración, y que rebajan el nivel crítico. Patella se muestra de acuerdo en ciertos resguardos, y opina que el arte de masas no debe ser respetado solo por el hecho de ser masivo. Entonces se pregunta cuál es la relación entre estética (Cultura) y los estudios culturales (cultura). De hecho los estudios culturales critican radicalmente a la estética, por su desinterés a lo masivo, lo político, lo social y lo económico, buscando un punto de vista del sistema de vida entero. De allí que los estudios culturales busquen «politizar la estética». En este sentido, como bien opina Slavoj Zizek, urge repensar la estética desde las bases «culturales». La propuesta que se vislumbra desde los estudios culturales, consistiría entonces en romper la autonomía y el aislamiento de la estética, hacer que esta se mida donde se ven los pingos: la política, la ética, la sociedad.

El arte no será ni la belleza ni la novedad, el arte será la eficacia y la perturbación. La obra de arte lograda será aquella que dentro del medio donde se mueve el artista tenga un impacto equivalente, en cierto modo, a la de un atentado terrorista en un país que se libera. León Ferrari, El arte de los significados, en Prosa Política

 Hacia un ismo multi-cultural

Para Patella hay dos caminos posibles. En primer lugar, los estudios culturales replantean la cuestión del valor. En este sentido las obras de arte confrontan con el mercado del arte, abriendo la relación estética-economía, donde el valor oscila entre criterios simbólicos y criterios de utilidad. Pero, por el otro lado, y no por segundo menos importante, Patella plantea la cuestión del poder y la posición. En ese sentido, sostiene que “los estudios culturales se proponen superar no sólo las prácticas tradicionales entre las grandes áreas del conocimiento, sino también y sobre todo la clásica dicotomía entre saber y poder, entre cultura y sociedad (…) es decir, plantearse el problema del quién, del dónde y del cómo” (Patella: 98), y esto es justamente el «lugar de la cultura». No existe algo así como un saber neutral y objetivo, no existen teorías ni conocimientos puros, “sino prácticas culturales producidas por subjetividades sociales determinadas, definidas por el lenguaje y signadas por la diferencia misma (económica, étnica, sexual…) que la constituye, resulta esencial dirigir la atención sobre los llamados «lugares de la cultura» (Bhabha: 1994)” (Ibídem). El ámbito artístico no escapa a esta determinación. Debemos preguntarnos, entonces, cómo es producido el arte, por quién, por qué motivo, si lo que queremos es salir de la «pedantería estética».

Estos pensamientos elaborados desde los estudios culturales poseen la gran ventaja de plantarse con los pies en la tierra, sin zapatos, sin excusas. Sin embargo, muchas veces, presente su interés político, carecen del sustento filosófico necesario, lo cual es absolutamente comprensible si lo que se entiende por filosofía es la abstracción de la realidad, cuando la realidad nos muele a palos. Puede haber consenso en que la estética está vinculada al poder y a la configuración de la realidad, pero ¿en qué se fundan estas aseveraciones?

  El espectador esmáscipayo

Hace cuarenta años, la ciencia crítica nos hacía reír de los imbéciles que tomaban las imágenes por realidades y se dejaban seducir así por sus mensajes ocultos. Entretanto, los “imbéciles” fueron instruidos en el arte de reconocer la realidad detrás de la apariencia y los mensajes ocultos en las imágenes. Y ahora, desde luego, la ciencia crítica reciclada nos hace sonreír ante esos imbéciles que todavía creen que hay mensajes ocultos en las imágenes y una realidad distinta de la apariencia. La máquina puede funcionar así hasta el final de los tiempos, capitalizando la impotencia y la crítica que devela la impotencia de los imbéciles”.  Rancière: 51

En su libro El espectador emancipado Jacques Rancière estudia la relación entre la obra de arte  y los espectadores, desde un espectador que asume una posición crítica. En un primer momento, Rancière recurre al arte teatral para desarrollar su tesis, ya que es en esta manifestación donde encuentra “la idea romántica de una revolución estética” (Rancière: 13), El teatro “es una asamblea en la que la gente del pueblo toma conciencia de su situación y discute sus intereses”, agrega siguiendo a Brecht y Piscator; es el «ritual purificador» siguiendo a Artaud, donde la comunidad toma posición de sus energías, “el ‘buen’ teatro es el que busca utilizar su realidad separada para suprimirla” (Rancière: 14). Así es que pondrá el acento entre la mirada y la pasividad del espectador, entre la mediación y el simulacro, entre la posesión de sí mismo y la alienación. En ese orden, la emancipación se asocia al cuestionamiento de la oposición entre mirar y actuar. Así como el alumno, el espectador también actúa, compara, interpreta, liga, compone y rehace. Un espectador no debe ver aquello que el director quiere hacer ver. Sólo fuera de esta lógica embrutecedora puede hablarse de emancipación. Por ello la “emancipación” es el “borramiento de la frontera entre aquellos que actúan y aquellos que miran, entre individuos y miembros de un cuerpo colectivo” (Rancière: 25), entre intelectuales y obreros.

 El disenso adquiere una importancia considerable. Allí no hay organización de lo sensible, ni realidad oculta en las apariencias, ni formato de representación lineal, ni imposición de la interpretación. Así es que para Rancière “Reconfigurar el paisaje de lo perceptible y de lo pensable es modificar el territorio de lo posible y la distribución de las capacidades y las incapacidades (…) En eso consiste un proceso de subjetivación política: en la acción de capacidades no contadas que vienen a escindir la unidad de lo dado y la evidencia de lo visible para diseñar una nueva topografía de lo posible” (Rancière: 51-2). La emancipación no estará asociada a la comprensión del sujetamiento (ya que esto es un mero tomar conciencia teórico de cierto modo de ordenamiento de la realidad), sino a la colectivización del disenso (lo que implica, con y más allá de toda teoría, una acción concreta).

 Pero el disenso no debe entenderse como el conflicto de ideas, sino como el conflicto de «diversos regímenes de sensorialidad». Allí es que el arte llama a las puertas de la política. Allí, en el disenso, en el corazón de la política. A esta altura ya vale preguntarse qué es la política para Rancière, quien siempre bien predispuesto, responde: “La política es la actividad que configura los marcos sensibles en el seno de los cuales se definen objetos comunes. Ella rompe la evidencia sensible del orden ‘natural’ que destina a los individuos y los grupos al comando o la obediencia, a la vida pública o la vida privada, asignándolos desde el principio a tal o cual tipo de espacio o de tiempo, a tal manera de ser, de ver, de decir. Esta lógica de los cuerpos en su lugar es una distribución de lo común y de lo privado, que es también una distribución de lo visible y lo invisible, de la palabra y del ruido, es lo que he propuesto llamar con el término ‘policía’” (Rancière: 62). La política será entonces la práctica de ruptura con el orden policial que anticipa las relaciones de poder en la realidad, a través del rediseño de las cosas comunes por medio de la enunciación colectiva. La política es ruptura, al igual que el arte. No alcanza con tomar conciencia de los dispositivos de dominación, de lo que se trata es de generar espacios por fuera de ellos. Arte y política se encuentran y sostienen entre sí en aquella operación de reconfiguración de nuestra realidad más próxima, de nuestras formas sensoriales más naturalizadas.

Los actos de subjetivización política –según Rancière- redefinen lo que es visible, lo que se puede decir y quién puede hacerlo. Por ello es comprensible que al hablar de la política del arte lo entienda como la combinación de tres lógicas heterogéneas: la forma de la experiencia estética, el trabajo ficcional y las estrategias metapolíticas. Si en el primer caso se habla de las “formas de estructuración de la experiencia sensible propias de un régimen del arte” (Rancière: 66), donde las obras pierden toda finalidad, los espacios se neutralizan y las temporalidades se vuelven heterogéneas; es el segundo y tercer momento donde se produce el quiebre. La ficción, por su parte, es aquel elemento que, al igual que la acción política, “socavan lo real, lo fracturan y lo multiplican de un modo polémico” (Rancière: 77). Así, tanto el arte como la política son modos de producir ficciones, que generan nuevos modos de lo posible, de lo visible, de lo decible, de lo sensible. Contra el ‘sentido común’ forman polémica, reelaboran tanto nuestras percepciones como nuestros afectos. Abren, en definitiva, nuevas formas de subjetivización política.

 El problema no es la oposición entre realidad y apariencia, sino la construcción de otras realidades, de nuevas formas de sentido común, otros dispositivos espacio-temporales, otras cosas, otras significaciones, otras formas, y aunque Rancière no lo enumere, lo sugestiona: se trata de construir nuevos mundos. Aquí reside la importancia de la ficción, “que no consiste en contar historias sino en establecer nuevas relaciones entre las palabras y las formas visibles, la palabra y la escritura, un aquí y un allá, un entonces y un ahora” (Rancière: 102). En definitiva, son las ficciones que no se dirigen a influir determinadamente, que no anticipan sus efectos ni los imponen, aquellos ámbitos donde se crean nuevas experiencias de lo sensible, junto a nuevos tipos de subjetividad política.

 Realidades y ficsiones

El pensador peruano José Carlos Mariátegui, encuentra la relación entre realidad y ficción en un sentido bastante cercano al de Rancière. Mariátegui ve en la literatura de Pirandello un borramiento mágico de los confines entre la realidad y la ficción, donde muchas veces la ficción es más real que la realidad misma, pero donde no hay posibilidad de poner una antes y otra después: realidad y ficción se modifican recíprocamente: «El arte se nutre de la vida y la vida del arte» (Mariátegui: 53).

Según Mariátegui, el realismo no ha servido sino para comprender que la realidad solo puede encontrarse por los caminos de la fantasía. La ficción está destinada a demostrarnos lo real, y de poco sirve cuando no nos acerca a ello. De hecho, «los filósofos se valen de conceptos falsos para arribar a la verdad. Los literatos usan la ficción con el mismo objeto» (Mariátegui: 94). En el artículo La realidad y la ficción, de su libro Literatura y estética, concluye: “Es esa exasperación del individuo y del subjetivismo que constituye uno de los síntomas de la crisis de la civilización occidental. La raíz de su mal no hay que buscarla en su exceso de ficciones, sino en la falta de una gran ficción que pueda ser su mito y su estrella» (Mariátegui: 95). Como bien lo demuestra José Carlos Mariátegui, en la misma línea que Rancière, pero mucho más acá, es la creación de nuevas ficciones, de disensos y realidades paralelas lo que permite el arte, lo que busca la política.

  Sin magia para vivir, sin arte para dominar

 El mundo que habitamos está científicamente comprobado. Vivimos tranquilos en tanto y en cuanto la realidad sea lógica, medible, cuantificable y, especialmente, inalterable. La ciencia nos dice que la realidad es dura, y por lo blando de nuestras cabezas le creemos. Las cosas se demuestran indubitablemente, y si luego se demostró que aquello indubitable no era más que literatura, no será la realidad la culpable sino nuestros malos cálculos, que ajustados y realizados con más precisión, nos darán una fotografía exacta de la realidad. En definitiva “¿qué es la ciencia? –se pregunta el pensador argentino Rodolfo Kusch, quien además de preguntar, responde- No es más que el invento de los débiles que siempre necesitan una dura realidad ante sí, llena de fórmulas matemáticas y deberes impuestos, sólo porque tienen miedo de que un árbol los salude alguna mañana cuando van al trabajo. Un árbol que dialoga sería la puerta abierta al espanto y nosotros queremos estar tranquilos, y dialogar con nuestros prójimos y con nadie más. Evidentemente no creemos en la magia, no sólo porque tengamos una firme convicción de la dureza de la realidad, sino ante todo porque necesitamos llevarnos bien con 6 millones de prójimos encerrados en la ciudad de Buenos Aires. Y para ello es preciso poner en vereda a los árboles con su lenguaje monstruoso y creer en la dura, inflexible y lógica realidad”. Y entonces hay ciencias para nuestros sueldos, para nuestros impuestos, para nuestra política, para nuestros impulsos, para nuestras emociones, y para todos los demás órdenes.

Al dejar de lado la ciencia, Kusch roza el idealismo: “A veces tengo que ver la realidad para creer en ella, otras veces tengo que creer en la realidad para verla. Por una parte quiero ver milagros para cambiar mi fe, y, por la otra, quiero cambiar mi fe para ver milagros”. Si nuestra creencia es la ciencia, no saldremos jamás de la dominación de la realidad, donde la política de la opresión determina e impone el mundo que habitamos. Si creemos en el arte, nuestra política no podrá sino modificar la realidad, crear nuevos mundos, alzar en ideas nuestra liberación.

Solo desde «el lugar de la cultura» es posible pensar en un cambio, solo desde la ficción podremos filtrar las murallas que contienen esa otra ficción, la realidad científica, neutral y objetiva; solo a partir del arte, del disenso, se puede practicar una política de la diferencia, que escape al  patrón moderno, capitalista, colonial y eurocentrado, y con él a todo tipo de esencialismo brutal, a todo temor al devenir; que cambie el mundo que percibimos, habitamos y padecemos.

 Y entonces qué

El punto de fuga al concepto de policía con el que trabaja Rancière, donde el orden de lo sensible está determinado, se subsume a la intervención de la política y el arte (en cuanto representan la posibilidad de disenso y la creación de nuevos patrones sensoriales). Estos quiebres, como puede esperarse, no se encuentran ni cerca de constituirse como esencialismos, sino que se abren a la pura posibilidad, sin preanuncios. Así sucede que la ruptura del orden de lo sensible puede permitir cualquier aparición, sin que haya un determinismo que fuerce, o una eticidad que empuje la primordialidad de unos sobre la opresión de otros. Si bien es cierto, por un lado, que estas conceptos rompen con el ideal europeo, no deja de ser cierto, por el otro lado, que hacen a su reconfiguración. En aquellas tierras donde la vida está resuelta, uno puede permitirse ciertos lujos. En otras, cuyo vivir bien es prescindible para que los primeros puedan vivir cada vez mejor, se nos presenta una paradoja: convenimos en la falta de esencias, en la indeterminación y el disenso; pero a la vez, es opinión sostenida de esta columna, que en estas otras tierras urge pensar en negros e indios. Las herramientas son las mismas: arte y política. Las ficciones, diferentes■

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