En Mayo del 2007 yo tenía 22 años, estaba en cuarto año de la carrera de derecho en la UBA y transitaba mi primera experiencia militante en la facultad. En ese contexto me entero que buscaban gente en la “Fiscalía de Juicio en causas de DDHH”.

Debo admitir que en ese entonces no tenía muy claro cuál había sido el proceso para que funcionase una fiscalía tan especializada, avocada únicamente a intervenir en los juicios por crímenes de lesa humanidad ocurridos durante la última dictadura. Para entenderlo tuve que hacer un poco de historia: 1985, juicio a la Junta Militar, las imágenes que todos vimos, el fiscal diciendo: “Sres. Jueces: Nunca más”, la condena a Videla, Massera y Agosti y la Cámara Federal ordenando investigar a todos los mandos inferiores que participaron en la represión. Se inician causas en todo el país, se llama a indagatoria a militares, policías, penitenciarios y a muchos, incluso, se les ordena la prisión preventiva. Reacción: levantamientos militares, tanques en las calles, amenaza latente de un nuevo Golpe, los radicales ceden y sacan las leyes de impunidad. Se acabaron las investigaciones y los juicios por los crímenes de la dictadura: ahora los detenidos quedan libres y todos los expedientes (menos las causas por robo de bebés) se cierran y se van al archivo judicial. Estamos en 1987.

2005. La corte suprema declara inconstitucionales las leyes de obediencia debida y punto final, los jueces se ven obligados a reactivar las causas y ponerse a investigar. Muchos de los responsables murieron mientras que otros han envejecido al punto de parecer inocentes ancianos. Pero no hay que confundirse porque estos hombres, lejos de mostrar arrepentimiento, en sus defensas reivindican sus acciones. En este panorama, se avanza lentamente y empiezan a elevarse a juicio los primeros casos.

2007. Entro en la fiscalía. Me explican que nuestro trabajo es demostrar los secuestros, el cautiverio en centros clandestinos de detención y las torturas que sufrieron miles de personas durante los años 1976-1983. Hay que buscar, 30 años después de que ocurrieron los hechos, a los pocos sobrevivientes, a los padres y hermanos de las víctimas, a los vecinos que presenciaron los operativos. Pero ¿cómo se prueba un secuestro ocurrido en el año 1977? ¿Cómo se buscan testigos después de tantos años? Si en los centros clandestinos de detención los secuestrados estaban siempre tabicados y encapuchados sin poder ver a sus torturadores, ¿de qué manera íbamos a identificar a los responsables?

Lo primero que uno aprende es que incluso durante los “años de plomo” y aquellos donde reinó la impunidad, los organismos de DDHH dieron una obstinada y constante lucha por resolver esos interrogantes y llevar a la justicia a los responsables de la represión. En algunos casos el trabajo de reconstrucción fue más importante que el realizado por el poder judicial.

Nuestro trabajo tampoco podría ser posible sin los testimonios de los sobrevivientes, aquellos que luego de sufrir el secuestro, el cautiverio y las torturas, lograron salir de los centros de detención. Su relato es fundamental para conocer cómo operó la represión pero sobre todo porque son los únicos que pueden dar cuenta de los últimos días de los desaparecidos. A pesar de las terribles condiciones de detención, el “tabicamiento”, el terror imperante, la prohibición de hablar que pesaba sobre los prisioneros, ellos resistieron preguntándose sus nombres, apodos, contándose sus historias y en algunos casos subiéndose las capuchas para poder verse los rostros.

El relato de los familiares de las víctimas, en ocasiones testigos de los operativos donde secuestraron a sus seres queridos, permite tomar verdadera dimensión del irreparable daño que se le hizo a estas familias. Y como si la desaparición de un hijo o un hermano no fuera suficiente dolor, algunas todavía luchan por encontrar a sus nietos, a sus sobrinos, a sus hermanos, nacidos en maternidades clandestinas durante el cautiverio de sus madres y apropiados por familias de militares.

En los juicios también se puede escuchar el testimonio de vecinos, encargados de edificios, compañeros de trabajo o del colegio secundario. Estos relatos demuestran cómo la Dictadura secuestraba, ante la mirada impotente de la sociedad, a hombres y mujeres en sus casas, en las fábricas, las escuelas, hospitales o en la vía pública. Era frecuente incluso que luego de la detención, personal militar se dirigiera a los domicilios de las víctimas y robaran todos sus bienes personales, los cuales eran cargados en camiones del ejército bajo el eufemismo de “botín de guerra”.

Por otro lado, debe mencionarse el trabajo realizado por el Equipo Argentino de Antropología Forense, que ha logrado encontrar e identificar los cuerpos de muchos desaparecidos, asesinados y enterrados como NN en cementerios municipales. Esta identificación abre la vía legal para imputar a los responsables, no sólo de las privaciones ilegales de la libertad o las torturas que sufrieron los detenidos sino también su homicidio.

La crueldad de los victimarios fue tal que al desaparecer los cuerpos de los secuestrados, privaron a sus familias de los rituales funerarios, tan necesarios en nuestra cultura para poder atravesar los duelos. Las identificaciones, entonces, anulan la voluntad dictatorial de borrar las huellas de esos hombres, devolviendo los cuerpos a las familias luego de años de búsqueda e incertidumbre.

Es importante resaltar que todas las audiencias de los juicios están siendo filmadas, lo que permitirá en el futuro contar con un registro documental de un enorme valor histórico. Más allá del sentido reparatorio que los juicios tienen para con las víctimas, su realización es una experiencia única en el mundo, en tanto que permite la construcción de una memoria colectiva que enseñará a las futuras generaciones lo que ocurrió en la Argentina durante nuestros años más oscuros■

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