Este trabajo propone muy modestamente una sucinta apreciación sobre la enseñanza y el estudio de la filosofía en la actualidad, a partir de mi recorrido como alumna y compañera, así como también de las experiencias recogidas en el rol de practicante y de observadora de clases en varias instituciones escolares de Buenos Aires.

El método de enseñanza privilegiado en la escuela consiste todavía, casi exclusivamente, en la puesta en marcha de lecciones magistrales, en las que el docente emprende un monólogo largo y enciclopédico, y los estudiantes, en el mejor de los casos, sólo toman apuntes de la información que éste ofrece. El sistema de las clases teóricas, y eventualmente de muchas prácticas, de las universidades, profundiza, de hecho, el mismo esquema. A su vez, los contenidos efectivamente privilegiados en los programas de distintas instituciones son básicamente conceptuales y suponen un recorrido, predominantemente cronológico, de determinados autores, y no, por ejemplo, un análisis de problemas filosóficos. De esta manera, es frecuente que resulte eclipsada la importancia del surgimiento y del derrumbamiento de ideas, impulsados por los filósofos, sobre la base histórica, económica y social que acompañan dichos movimientos, así como, consecuentemente, las conexiones con otros campos de estudio. Se deja a un lado, en breve, el poder de la universalidad de la filosofía, entendido como aquel movimiento que permitiría superar las particularidades específicas de cada materia, y de darles un sentido profundo, conmovedor, rico, y, por sobre todo, crítico; en definitiva, una actividad capaz de encontrar vínculos allí donde antes no había siquiera un interrogante, donde se suponía, por lo petrificado, un cementerio. La filosofía bajo este punto de vista tendría, quizás, el poder de resquebrajar las tumbas en las que se supone enterrado un problema y de despertar antiguas cuestiones sólo aparentemente muertas.

En las universidades, especialmente, prima aquel enfoque particular aplicado a dicha materia, en el que la minuciosidad por el detalle resulta una obsesión a inculcar en los alumnos y en el quehacer filosófico mismo. En general, todo vínculo con el contexto histórico y con otras problemáticas se ve relegado a favor de un estudio atento y pormenorizado de una obra u autor. No creo, sin embargo, que se estudie historia de la filosofía, o de las ideas, más bien resulta una cronología de éstas. Esto es, una suerte de secuencia, a veces temporal, de ciertos conceptos sin hilo conductor alguno que explicara su razón de ser. De repente, la filosofía se ve reducida a una lupa, la cual, manteniéndola a una prudente distancia, permite sólo vislumbrar con precisión lo que se enfoca, negándole atención alguna a lo que la rodea. Y si esta misma herramienta se aleja unos centímetros de la cuestión, no sólo la imagen se distorsiona, sino también quien carga la lupa. La filosofía pasaría a ser un compendio cronológico de particularidades, y por eso ya tendría poco para mostrarnos.

Creo que gran parte de la deserción que tal carrera genera en los estudios superiores — además de a los importantes y urgentes problemas estructurales — y de la generalizada apatía que suele suscitar, incluso en la escuela media, se debe a que se enseña filosofía como un arqueólogo estudiaría un fósil disecado. Ella se reduce a una sinopsis, más o menos articulada, de problemas y argumentaciones de filósofos, jamás sentidos como propios y, por lo tanto, nunca verdaderamente incorporados. Requiere un gran esfuerzo entender vivamente la necesidad del problema que un autor planteó; es preciso de algún modo ponerse en el lugar del otro, dejar esa morada segura y cómoda a la que estamos habituados para vivir la impelente necesidad de plantearse por qué esa inquietud y no más bien otra. De algún modo, se requiere, como en la actuación, incorporar sus dudas y especulaciones hasta hacerlas propias, hasta sentirlas ricas incluso actualizadas a la sociedad contemporánea.

Las inquietudes, en definitiva, nos son ajenas, los filósofos no tienen nada para decirnos y el estudio de la filosofía deviene mera receta de cocina, en la que se presenta, en el mejor de los casos, el problema, su desarrollo escalonado en rigurosos pasos y su conclusión. Y después, al horno treinta minutos. Los docentes resultan ser así meros narradores externos de una trama que no conmueve ni interesa, y los alumnos devienen doblemente ajenos a esa historia por ser simplemente lectores, espectadores distanciados de una obra que nadie sabe por qué empezó y menos aún por qué no termina pronto, si los demás ya se están levantando de sus butacas. Así, la filosofía, paradójica y trágicamente, se transforma en fobia al saber.

La misma tensión entre particularidad y universalidad advierto, con sus matices, en la diferencia entre investigador y docente en filosofía. Mientras el primero, en general, tiende a dedicar su trabajo a una cuestión puntual, acotando su búsqueda a un campo problemático reducido, el segundo, en cambio, se caracteriza por estudiar la filosofía en su conjunto, pudiendo incorporar, y así enriquecer, el planteo de un problema con la mirada de otras personas, corrientes, enfoques e incluso de otras disciplinas. El profesor, entonces, aspira a una universalidad en la materia, y en los problemas, que trascienda el recorte usualmente propuesto por el investigador. De hecho, es bastante común que éste último se — lo — reconozca como un especialista en un único autor, lo cual, quizá, atentaría contra el sentido mismo de filosofía. De este modo, podría ocurrir que el investigador devenga un erudito en un pensador e ignorante de todos los restantes, así como de sus problemas. La docencia, por su parte, nos permitiría liberarnos de esa herencia moderna, frenar ese expandido toyotismo gnoseológico, librarnos de esa subespecialización estrecha a la cual la sociedad actual nos induce indiscriminadamente casi por inercia, como si fuera el modo de ser competentes y reconocidos en el propio trabajo. Se corre el riesgo de anular la mirada global que da sentido al problema particular que se está tratando, de quedarse encerrado en una frase, quizá muy interesante, reveladora y rica, la cual, sin embargo, no expresa nada si no se la pone en relación con el contexto. Se corre el riesgo, en suma, de hacer de la filosofía una lupa de la vasta realidad.

Por otra parte, la docencia implica una relación constante con muchos y diversos textos, así como una dimensión humana a nutrir con los interlocutores, que son los alumnos. El trabajo de investigador tal como se da mayoritariamente en la actualidad parecería básicamente un estudio solitario y con grandes pretensiones de originalidad, cuando lo cierto, en cambio, es que el conocimiento es un proceso colectivo que se fomenta a través del diálogo y de las relaciones sociales. Los filósofos mismos nos sugieren dicha afirmación, al mostrar tener como motor personal de su quehacer preguntas y respuestas impulsadas por otros individuos, pertenecientes frecuentemente a otras épocas, los cuales, a su vez, intentaron lo suyo a la luz de las inquietudes sentidas, a veces meramente esbozadas y otras ni quisiera escritas, de otros pensadores, quizá siquiera reconocidos como tales. El investigador tal como hoy se lo entiende aparece desconectado de esa red social inalámbrica del conocimiento que guía, pero no ata, y que posibilita la llamada del otro. Sin embargo, afirmo que es una falsa dicotomía la disyuntiva entre elegir ser investigador o docente, puesto que ambas pueden complementarse y retroalimentarse.

En definitiva, se trata de revitalizar la filosofía como práctica consciente, de colocarla en el centro mismo de la vida. Ella ha sido separada de su sentido y de su devenir. Creo que la tarea a cumplir consiste en la realización misma de la filosofía, y para ello resulta imprescindible volverla humana, histórica, posible y real. 


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