Los invito a transportarnos a la inocente etapa de nuestra infancia, a los recuerdos de nuestra maestra inmaculada, a la pureza de la realidad intramuros de la escuela… y especialmente a su más sutil lado oscuro fácilmente ilustrable a partir de otras imágenes y otros discursos que circulaban (y siguen circulando) en el espacio áulico y que conviven con las enunciadas anteriormente.


La maestra enojada señala a sus alumnos: “no hables como indio”, “no grites que no estás en la cancha”, “comportate como una señorita”. Teniendo en cuenta el tema de este número de Andén, vale hacernos las siguientes preguntas: ¿cuál es la cultura que se admite en la escuela? ¿Qué otras culturas y discursos quedan por fuera? ¿Cuáles son los mecanismos por los cuales la escuela (re) configura y anula lo otro? En última instancia, pensar lo otro de la escuela es intentar reflexionar sobre lo popular y sobre las culturas invisibilizadas y normativizadas por la cultura ilustrada hegemónica. Intentaré interpelar a la realidad escolar a partir de las resonancias que las matrices de pensamiento kuschianas tuvieron en mi práctica docente y en mi experiencia como alumna.

Un modo de “ser” en la escuela: el afán por ser alguien (normal)

Históricamente, la institución escolar asumió – con inspiraciones foráneas – el proceso de homogeneización de una realidad colectiva constituyendo una educación común para “todos”. Protagonista de una propuesta en apariencia universalista, la escuela expresó el conjunto de valores, creencias y principios en los que se fundó el nuevo orden social dominante. De este modo, esta realidad homogeneizadora que presenta la institución escolar prescinde de los diversos e invisibles rostros del Otro: el huérfano, el pobre, el inmigrante, el adolescente, el indígena, el villero.

Lo otro no es considerado únicamente como lo diferente sino también como lo desigual bajo la representación del no-ser, la nada o lo absurdo; en fin, la “barbarie de lo popular”. Como resultado, en la escuela no entran en juego otras culturas y, de manifestarse, requieren ser sujetas a una serie de mecanismos alternativos de incorporación a un modelo único de sujeto, de conocimiento y de humanidad que coincide con la visión occidental, moderna y europea.

La norma borra, de esta forma, una identidad que le es propia a cada sujeto para “ser” como los demás. Esta norma es avalada por un saber científico que estratégicamente estableció formas de nominación asignando patrones de normalidad y diferencia que influyen en la configuración de una subjetividad escolar “normal”. Una serie de disciplinas como la psicología, la medicina y la pedagogía generaron categorías y tecnicismos clasificatorios mediante mediciones de la inteligencia, la medicalización y la definición de grados de educabilidad (una maestra apunta: “este alumno es ADD, este TGH y este otro es Retrasado”). En consecuencia, lo que el sujeto no era antes lo pasa a ser en la escuela en su calidad de alumno.

Un modo de “conocer” en la escuela: el miedo a “pensar”

En el ámbito escolar, el binomio razón-emoción es fundamental para entender la imposición de la razón como único camino válido de acercamiento y conocimiento de los objetos y la invisibilización de un plano de emocionalidad que, al fin y al cabo, efectiviza la posibilidad de vivir. Es así que se configuró el aprendizaje como un proceso unidimensional centralmente cognitivo, poniendo el cuerpo al servicio de la mente. Así, se asocia linealmente lo emocional con lo irracional y lo subjetivo. Por lo tanto, interpelando al supuesto emanado de la lógica de la razón según el cual “soy más culto cuánto menos me dejo llevar por lo natural, por lo emocional”: ¿de qué sirve ganar una vida racional y pulcra – la civilización conjurando a la barbarie de lo popular – si la propia vida pierde su fuente de sentido?

De allí la diferenciación que Kusch establece entre dos conceptos: el “conocer” ligado al saber de la ciencia moderna que se jacta de su carácter ahistórico, neutral y universal (retomado como modelo en la escuela conduciendo a una ruptura de los saberes y la experiencia previa de los alumnos, de las fuerzas contaminantes de la cultura de masas frente a la cultura ilustrada); y el “pensar” que implica asumir la geocultura del pensamiento, la inscripción de los saberes en una determinada cultura – de la cual emana y a la cual remite – que domicilia al hombre dándole un margen de seguridad interna y siendo fuente de producción de sentido sobre el mundo. En consecuencia, mientras que el conocer es un pensamiento que está siempre saliendo (y perdiendo su margen de arraigo en un sujeto y en una cultura): hacia el ser, hacia Europa, hacia la ciencia; el “pensar” alude a lo que está entrando y reconociendo su suelo, su contexto de producción: hacia América profunda, hacia la doxa, hacia lo humano.

En última instancia, la potencialidad del “pensar” es la apertura a todo lo humano. Sin embargo, esta apuesta conduce a resignar (en parte) las certezas, lo denotable, lo aprehensible, el sujeto de la ciencia que instrumentaliza a los objetos y a la naturaleza para ingresar en el camino menos certero de lo simbólico, de lo emocional, de lo popular y de lo humano.

Un modo de “actuar” en la escuela: entre la legitimación de un único modo de hacer y la muerte de la alteridad.

La escuela se monta sobre una concepción de desarrollo según la cual no sólo va a desplegar lo no desarrollado (léase los alumnos), sino que también posee una direccionalidad específica que anula otras formas o las define como subalternas. Educar para civilizar implica la reducción del otro a lo mismo (a la cultura hegemónica) y para ello es preciso matar la alteridad. Con este fin, la escuela se vale de diversos dispositivos tales como la mecanización del tiempo, la distribución del espacio, la configuración de roles asimétricos, la constitución de una realidad colectiva, la regulación del habla y las formas de pensar. Es así que la racionalidad occidental única – que se estipula como un punto de llegada – legitima el hacer, hace a un solo modo de operar y ante todo a un cómo hacer.

En este sentido, la figura del maestro – gracias a su saber y pertenencia a un mundo adulto y por qué no europeizante – asume una posición civilizatoria entendiendo la enseñanza como un hecho normativo que viene a completar, moldear y purificar al alumno (indefenso e ignorante) borrando el hedor de lo popular. ¿Será entonces que el educador debe empezar por aprender el mundo del educando? ¿En qué sentido la escuela habilita la búsqueda, la interrogación, la problematización?

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La gramática escolar se cerró en los muros de una certeza única a costa de negar lo popular, lo otro, lo imponderable y lo contingente. Sin embargo, hoy el sentido moderno de la escuela está estallado y nos muestra a las claras su operatoria. La escuela ocultó el hedor de América, pero lo puso bajo la alfombra avisándose por los costados.

Frente a la conjuración de la barbarie por parte de la civilización, la invitación a todos los docentes reside en “ensayar” la interculturalidad en nuestras prácticas cotidianas. Lo central es no pretender que el otro piense como yo, es pensar una totalidad que parta y contemple las diferencias en un diálogo de culturas, dado que aquello que como buenos modernos persistimos en olvidar es el sentido inapropiable de la alteridad y el entrecruzamiento entre el sí mismo y el otro en una co-existencia.

Esto no significa, sin embargo, pensar en la mera tolerancia – característica del multiculturalismo neoliberal – que muestra una falsa inclusión al celebrar las diferencias bajo el mote de la “diversidad cultural” sin indagar las desigualdades que dichas diferencias culturales conllevan y que es necesario revertir. La interculturalidad no es sólo una cuestión de simple declamación discursiva de la diferencia sino también la posibilidad de construir una traducción desde lugares y voces que gocen de la misma capacidad de enunciación y de escucha.

La propuesta de Kusch reside en crear el mundo de vuelta sin renunciar a mi paisaje ni negando el del otro, ya que tanto tu paisaje como el mío son intentos de encontrar sentido a la vida, vida que sea habitable. Porque en el fondo no estoy yo, estamos nosotros: un nosotros del cual surja el “pensar”, un nosotros que no se reduzca a ninguna de sus partes constitutivas

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