En “El viejo y el mar”, Ernest Hemingway trazó las fronteras de un hombre para después violarlas. Santiago es un pescador pobre cuyo territorio no se halla en la cartografía cubana de la década del cincuenta. Su país esta delimitado por un impreciso pueblo de pescadores y por el vasto mar. Es el mapa de los que sufren en la Cuba pre-revolucionaria.

Después de 84 días sin sacar una buena pieza, el viejo traspasa la frontera. Frontera de arena, agua y sal, pero también de lo posible. Se interna en el mar más allá de lo aconsejable para trazar un camino allí, donde no hay nada. Abandona la paz de lo conocido para recuperar la esperanza.

Necesita quebrar la mala racha y recuperar el reconocimiento de sus pares. La pesca constituye su identidad y, si no pesca, no es. Para ser, su cuerpo debe escapar a la sujeción del territorio, a los límites precisos.

“Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”, dice el viejo en voz alta mientras funda una nueva cartografía hecha de estrellas, brisas y lunas. Los tiburones lo empujan al abismo de la desventura. Le disputan su presa. Un pez espada descomunal que le costó dos días pescar, en una lucha despiadada que lo hermana a la naturaleza y a su víctima.

El viejo, al límite de sus fuerzas y acechado por la muerte, violó la frontera como un acto de fe. Y fue recompensado. En aquella zona, que los mapas medievales describían con dragones y bestias paridas por el demonio, Santiago supo que para tener esperanza hay que “pasarse de la raya”.

Toda cartografía expresa relaciones de poder, delimita lo posible y obtura la imaginación. Instituye realidades. Por eso el viejo, que necesitaba pescar para ser, desafió la cartografía y su linaje de certezas y regularidades. Se atrevió a internarse en la angustia de lo incierto. Aborreció líneas rectas y punteadas, ondulaciones pavorosas.

El texto de Hemingway cumple sesenta años. Fue publicado, por primera vez, en 1952 por la revista norteamericana Life. Le valió a su autor el premio Pulitzer. Sin embargo, lo más importante no lo marca el calendario.

Son sus páginas las que aún hoy nos interpelan: ¿somos capaces de cuestionar lo establecido para poder ser?, ¿declaramos provisorio al límite y definitivamente inútil toda cartografía para soñar con nuevos horizontes?, ¿nos animamos a construir nuestro propio mapa, aún al precio de regresar a la playa con nuestra bandera hecha jirones?

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