Desde hace más de una década, en América Latina se abrió una brecha intelectual respecto a la ideología dominante del neoliberalismo. Vieron la luz nuevos aportes desde distintos puntos del subcontinente, mientras algunos pensadores latinoamericanos radicados en Europa y Estados Unidos producían en sintonía con sus pares de la región. Una de esas nuevas contribuciones la constituyó, sin lugar a dudas, el programa Modernidad/Colonialidad/Descolonialidad (de aquí en adelante: descolonialidad).

Dentro de esta propuesta, la originalidad y la novedad se constituyen como elementos que no niegan los aportes más importantes del pensamiento crítico latinoamericano, sino, al contrario, intentan recuperarlo y actualizarlo. En tal sentido, la preocupación principal que atraviesa a todos los pensadores y da una cierta unidad a la red, lo constituye el problema del eurocentrismo, ya sea a nivel económico-político o cultural-epistémico. Por ello, tanto la teoría de la dependencia, como la filosofía de la liberación o el pensamiento nacional, todos ellos con sus particularidades, constituyen fuentes en donde abrevar para encontrar respuestas a los interrogantes y problemas de América Latina.

En primer lugar, de la teoría de la dependencia los descoloniales reinscribieron la temprana crítica al desarrollismo y al propio concepto de “desarrollo”, realizada durante la década de los ’60. En momentos en donde las potencias hegemónicas imponían una idea universal y unívoca de lo que significaba ser un país “desarrollado”, e instaban a la aplicación de diferentes recetas pre-establecidas para lograr ese estadio perfecto, los dependentistas reabrieron las nociones de “centro-periferia” y “dependencia” que algunos pensadores nacionales ya habían acuñado unos años antes, para describir las desigualdades del sistema mundial. De este modo, observaron que desde el centro se negaba la validez de cualquier programa económico alternativo atento a las peculiaridades regionales (es decir, la posibilidad de crear una noción vernácula de “desarrollo”, de recorrido y destino propios). En caso de haberlo, se lo consideraba una consecuencia del “atraso”. Mientras tanto, los países centrales propiciaban mecanismos de dependencia que mantenían a los periféricos en situación de subordinación, o sencillamente perpetuaban su dominación colonial, tal como sucedió hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX para el continente africano, y hasta nuestros días en el caso de las Islas Malvinas y del Atlántico Sur. .

En segundo lugar, esta crítica a la idea de desarrollo en un sentido económico, posibilitó que también a nivel cultural se cuestionara la validez de los “universales” impuestos y la visión unilineal del tiempo. Aquí surge, entonces, una “filosofía de la liberación” latinoamericana, en la cual también se inspirarán los descoloniales. La idea de países “avanzados” por un lado y “atrasados” por el otro, justificaba la postulación imperial de un “tiempo único”, en donde el presente era Europa y Estados Unidos, y América Latina apenas el pasado. De acuerdo a la filosofía de la liberación, la dominación ejercida desde el centro, la dependencia, ya no estaba configurada solamente en los términos de un mecanismo económico, sino también en el ámbito del conocimiento, del saber y del ser. Por lo cual, la tareas en pos de la liberación debían ir más allá de las inicialmente planteadas por los economistas.

Aquí también caben, entonces, los aportes del pensamiento nacional, atento a la necesidad de desagregar las falsas dicotomías del paradigma de pensamiento eurocéntrico, cuya tradición más preclara se encontraba en la disposición sarmientina del problema de la civilización y la barbarie. De manera que el rescate de las tradiciones populares y locales de resistencia a los proyectos oligárquicos fue uno de los trabajos más importantes de los pensadores de tradición nacional. La lógica de “civilización” (Europa) versus “barbarie” (América Latina) encerraba entonces una operación de desvalorización de la historia y el pensamiento propios, y conducía inevitablemente a la necesidad de seguir los mandatos imperiales de las potencias centrales. Ante esta lógica reduccionista, el problema de América Latina podía pensarse de otro modo sosteniendo que la alternativa era entre lo nacional y lo colonial.

Inspirándose en esas importantes vertientes del pensamiento latinoamericano, la descolonialidad propone prestar atención a ciertos conceptos que permitan analizar los problemas más acuciantes de la actualidad y las probables vías para resolverlos. En este sentido, un primer aspecto importante es la formulación del concepto de “colonialidad” como la contracara de la pretendida “modernidad” de los países centrales. Así, se intenta dar cuenta de la existencia, aún hoy, de una matriz de poder mundial que funciona con parámetros coloniales, aún en pleno siglo XXI, y que atraviesa diferentes ámbitos de existencia social, a nivel económico, político, cultural, etc. La noción de “colonialidad” excede conceptualmente la idea de colonialismo, ya que pretende captar no solamente el fenómeno de control y dominación política directos de las colonias por parte de las potencias europeas, sino la existencia de una estructura que perpetúa la situación de dominación una vez que la relación colonial formal ha desaparecido. Por otra parte, la idea de “diferencia colonial” remite, al mismo tiempo, a los mecanismos epistémicos que, sobre la base de criterios colonizadores, racistas, clasistas y de género, tienden a clasificar peyorativamente a los diferentes países, poblaciones, culturas. La diferencia colonial resulta el lugar concreto en donde la colonialidad opera, en donde aplica, en donde deja sus efectos: la interiorización de un imaginario eurocentrado, en donde algunos valen más y otros menos y en donde la violencia de los civilizadores está justificada por la culpabilidad del bárbaro.

Lo cierto es que buena parte del pensamiento político de la descolonialidad ha estado y está en diálogo con otras filosofías críticas de la modernidad. Nos referimos, específicamente, a muchos de los pensadores posmodernos occidentales, y algunos de los llamados “poscoloniales”. En este sentido, los riesgos de asumir buena parte de las críticas posmodernas como propias estriban en la posibilidad de una nueva importación de matrices culturales colonizadoras, aceptando una moda intelectual o simplemente un arsenal teórico que en el mejor de los casos fue pensado para otras realidades y desde otros lugares epistemológicos. Así, haciendo demasiado énfasis en una idea global y difusa de “colonialidad” existe siempre el peligro de pensar en un imperio mundial que no reside en ningún lado, es imaginario. O sea, de no prestar suficiente atención al “lugar de enunciación”, es decir, al lugar concreto desde el que se elabora el pensamiento, que no debe pasar por neutral y universal, en tanto posee objetivos, medios y fines particulares, y que, en otras palabras, tiene sus condiciones específicas de producción.

Un ejemplo concreto puede proponerse en torno al concepto de “estado-nación”, ya absolutamente deslegitimado desde las filosofías posmodernas, caracterizado como proyecto elitista y artificial de la burguesía occidental. Sin embargo, ¿qué pasa cuando pensamos en la América Latina? ¿Debe esta región descartar sin más la categoría de estado-nación para pensar en un proyecto de liberación sólo porque esta ha sido un producto de la modernidad? El romanticismo pasa por ser un mal del ideario nacionalista, pero, claro, siempre siguiendo los cánones del pensamiento europeo. En cambio, si reubicamos nuestro propio lugar de producción de conocimiento en el centro de nuestro pensamiento, explicitando el particular locus enuntiationis sudamericano desde el cual estamos elaborando un análisis, podremos reconocer que los estados-nacionales, con ser un artefacto de la modernidad occidental no dejan de ser susceptibles de reapropiación e instrumentalización en pos de un proyecto de liberación latinoamericano.

Esto, a su vez, mantiene una estrecha relación con otro problema: el escepticismo radical respecto al concepto de “pueblo”, cuya formulación más evidente ha sido la de que los subalternos no podían realmente “hablar”, y por lo tanto, desarrollar un proyecto político autónomo respecto a las clases dominantes. Distinción analítica de claros atractivos, pero que como Medusa, reduce a una humanidad de piedra a todo proceso emancipador habido sobre territorio americano. Al denunciar el carácter monista de la definición moderna de “nación” y de “pueblo”, algunos intelectuales del Tercer Mundo se apresuraron a tirar el niño junto con la ropa sucia, sin pensar en la capacidad constructiva e inclusiva con que esa categoría fue utilizada en diferentes momentos de la historia. Ciertamente, esto no sirve como panegírico de un uso elitista de la idea de “nación” o “pueblo”. Por el contrario, exige un contraste histórico entre las categorías analíticas y su capacidad para comprender movimientos emancipadores tales como el de la negada revolución de los negros haitianos (la primera independencia latinoamericana), la revolución de Tupac Amaru y Tupac Catari en el Alto Perú a fines del siglo XVIII (cuyos estertores pudo incluso apreciar Castelli en su campaña altoperuana de la independencia), el ideario americano de San Martín y Bolívar, e incluso, más adelante, los movimientos de los pueblos del Interior de las Provincias Unidas del Río de la Plata que se encontraban detrás de los diferentes caudillos. La negación de una determinada idea de “pueblo”, “sectores populares” o incluso el tamiz popular de la idea de “nación”, bajo la cual pueden coexistir realidades heterogéneas, estuvo signada por la paralela sospecha y negación de toda operación de carácter “identitario” que ofreciera una posibilidad de ampliar el rango de lo “nacional”, actitudes típicas del estado de la cultura europea del siglo XX. Sin embargo, la reinvención de identidades menores, en donde la propuesta política de liberación estuviera atomizada y reducida al conflicto por el mero reconocimiento (en la desigualdad) estuvo a la orden del día durante el período de auge neoliberal en América Latina. El problema, entonces, radica en la posibilidad de terminar reproduciendo los lugares comunes de un pensamiento new-age, avalando en realidad una política extremadamente conservadora, que niegue la necesaria y factible capacidad de articulación y reunión de numerosas demandas provenientes del heterogéneo campo de los sectores populares en un proyecto mancomunado.

En todos estos aspectos, y en muchos más, la descolonialidad puede llegar a encomendar su perspectiva sobre la cuestión nacional a otras corrientes de pensamiento contemporáneo, descuidando -por otra parte importante- su pronunciación respecto a la geopolítica del conocimiento. Pensando desde un país del tercer mundo, de la periferia, sometido al colonialismo, como Argentina, ¿puede ser justo o legítimo para el proyecto de liberación un reclamo enmarcado en la problemática tradicional del estado-nacional? ¿Puede el problema de la colonialidad, inherente también a la historia del estado argentino, borrar el hecho colonial de usurpación? ¿O acaso es lo mismo cualquier estado, centro o periferia, desarrollados o atrasados, civilizados y bárbaros? ¿En la demanda por la restitución de un determinado territorio, cuyo retorno al estado significaría la posibilidad de un aumento de los recursos disponibles, y por tanto, del bienestar la población, no se encuentra ya en marcha la posibilidad de una confluencia política que siente las bases para un proyecto de inclusión de todos y todas? ¿En la posibilidad de considerar la presencia inglesa en el Atlántico Sur una amenaza para toda la región Sudamericana no está operando ya una articulación de proyectos de los diferentes países de esa región, que desafía los preconceptos eurocéntricos de los países centrales respecto a los periféricos? Minando nuestra confianza en que así es, estamos, de otra parte, también negando la confianza en la posibilidad del “estado”, en la posibilidad del “pueblo”, y en la posibilidad de los proyectos políticos como los de Bolivia, Ecuador, Venezuela, e incluso de una “Patria Grande”, sin dudas todos ellos construidos sobre esas categorías, como piso, seguramente, pero nunca como techo■

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