Si hay un lugar laberíntico en el cual reunirse a conversar temas complejos ese lugar es Parque Chas. En el centro mismo de esa extraña circularidad urbana nos atiende Virginia Cano, Doctora en filosofía de la Universidad de Buenos Aires, docente, militante de género y alguien capaz de orientar la reflexión sobre la normalidad hacia los problemas que subyacen a las formas instituidas en que se piensa el género, la sexualidad y su anclaje social.

 

ANDÉN: ¿Qué es la normalidad?, ¿es un concepto descriptivo o prescriptivo?, ¿qué relación puede trazarse entre la estigmatización y la normalidad?

VIRGINIA CANO: La normalidad juega claramente con un intento de descripción; pero en general lo que se oculta tras las pautas de lo que se entiende por un cuerpo, un ser humano, una mujer, un varón normal son justamente condiciones prescriptitas, es decir que, detrás de la supuesta descripción lo que encontramos son operaciones de normalización. ¿A qué nos referimos con esto? Pienso en Foucault, Butler, Preciado, en lo que desarrolla Foucault en “los anormales” es que los criterios de normalidad, las pautas de inteligibilidad, lo que me permite “leer” a una persona y leerla como más o menos normal, más o menos varón, más o menos mujer, lo que porta es una potencia coactiva y una potencia prescriptiva. So pretexto de la supuesta institución de criterios de normalidad lo que se monta es la explicitación de una operación de poder. Se normaliza, se instituyen criterios a partir de los cuales yo puedo dirigir, coaccionar, incluso reprimir comportamientos, actitudes, presentaciones, estilos corporales.

ANDÉN: ¿De qué hablamos cuando hablamos de normalidad?

V.G: Depende. La normalidad es un cruce entre, por ej. El discurso médico, psiquiátrico. Puedo hablar de normalidad en un cuerpo, en los comportamientos, etc. El DSM que es el manual de diagnóstico de los trastornos mentales y psiquiátricos contiene una tipología de qué comportamientos se consideran normales y cuáles no. Es decir que proponen un criterio de diagnóstico A partir del cual yo puedo evaluar una serie de trastornos a partir de los comportamientos especificados en términos de normales o anormales. Sabemos que, en general, cuando se caratula un comportamiento como “anormal” lo que se diagnostica es, por ejemplo, una perversión, incluso un trastorno mental; es decir que porta un criterio de tipificación de las conductas que revierte sobre el sujeto que manifiesta esas conductas. Me parece que el criterio de normalidad o anormalidad surge de la comunicada médica aunque sea un criterio comúnmente extendido. Uno puede escuchar a la vecina diciendo “eso que haces vos no es normal, es perverso, es enfermo, es antinatural”. Hay una serie de asociaciones que hacen que ese vocabulario, muy distintivo de las ciencias médicas, de la psicopatología sexual se extienda al vocabulario del uso común cargando esa pauta estigmatizante, cargando esa pauta de comprensión/ tipificación de los individuos y también de censurar determinados comportamientos, determinadas presentaciones de género. Lo interesante es como el lenguaje común hace acopio de una herramienta tan cara y tan útil al dispositivo médico.   Incluso nosotros evaluamos nuestros comportamientos en términos de normalidad/anormalidad como si esto fuera a decir mucho, como si tuviera un valor radical.

ANDÉN:  ¿Qué relación juega la ciencia en esto?

V.G: Determinante. Si uno observa este manual de diagnóstico, se ve muy bien la potencia de la comunidad médica y también las disputas que se juegan al interior de esta. Si se ve qué ocurre a lo largo de las modificaciones del DSM lo que se observa es que determinados comportamientos que se consideraban como anormales y perversos en una versión posterior de ese mismo manual dejan de ser considerados como tales, es decir que sólo con observar la historia de uno de estos manuales lo que se observa es que estos criterios son históricos, varían, que se instituyen al interior de estas comunidades que exceden las mismas, como por ejemplo las disputas de la diversidad sexual. En su momento fue la extracción de la homosexualidad como una perversión, lo sigue siendo la consideración de la transexualidad y la transgeneridad como trastornos del comportamiento. Lo que se observa es que la comunidad médica debe consensuar esos criterios, que no siempre hay acuerdo y que esos acuerdos varían históricamente. Y tienen que estar sujetos a revisión. El grave problema de olvidar las disputas en esos procesos de tipificación / normalización es naturalizarlos. Y si naturalizas perdés, en el sentido de que podrías perder de vista el carácter interesado, históricamente construido, productivo de esas tipificaciones y olvidando lo más importante que es la posibilidad de discutirlo, de negociar.

ANDÉN: ¿Por qué se entiende que las categorías «homosexual», «heterosexual», «hombre» o «mujer», «transexual» o «travesti» son indicaciones restrictivas?

V.G: Toda pauta identitaria es relativa a un contexto y no agota lo que uno es. Yo me puedo definir en el contexto de esta entrevista como una mujer, lesbiana, académica y eso revela tres aspectos de quien yo soy. Eso no agota de ninguna manera lo que yo soy. Son aspectos descriptivos o que suponen alguna identificación de mi parte que permiten dar cuenta de algunos rasgos de aquello que soy pero no acaban con todo lo que puedo llegar a ser y lo que he sido. Y cuando uno ilumina algún aspecto también oscurece otros. Y ese el riesgo de atreverse a dar algún tipo de identificación, dar cuenta de uno mismo supone también ese ejercicio de injusticia para con uno mismo. Ahora bien ¿Por qué nos narramos y en ese sentido dejamos un montón de aspectos por fuera de esa narración? Porque la narración es estratégica, depende de dónde uno se está presentando, dónde está interviniendo, en relación a qué contexto o a quién el tipo de identificación que puedo hacer. Esa es la autoidentificación que es la menos violenta porque al menos es elegida por el propio sujeto. Ese mismo ejercicio de violencia de la narración y de injusticia respecto de nuestras pautas identitarias también la ejercen los otros cuando nos señalan y describen: “allá va esa mujer lesbiana”, “allá va ese varón gay” o “ese varón burgués”. Ese ejercicio de narración con el otro también supone sesgar la mirada. Ahora, por otro lado, no podríamos narrar si no hiciéramos eso. Es imposible dar cuenta acabada de lo que nosotros somos.  

ANDÉN: ¿En qué sentido se dice que vivimos en una sociedad ‘falocéntrica’?

V.G: Ese es un término que desarrolla Derrida que refiere a una estructura que tiene como centro, como principio el falo y todas las representaciones asociadas a lo mismo. Yo me voy a animar a hacer una traducción un poco burda del tratamiento derridiano y diría que el falocentrismo tiene que ver con lo que en la vida diaria llamaríamos una cultura machista, patriarcal, que tiene grandes aspectos misóginos y que pone como valor referencial en el centro al falo y a una serie de constelaciones semánticas que remiten a los rasgos masculinos. La centralidad se estructura a partir de la prioridad de lo masculino. Lo vemos muy bien en las batallas en contra de la violencia de género en los medios. Si te pones a ver las publicidades de limpieza que son los reductos más misóginos de la publicidad lo que aparece todo el tiempo es la voz del conocimiento ligada a lo masculino, a ese varón que es un saber que oscila entre la masculinidad y la universalidad como si no tuviera género pero la voz siempre es la voz del varón y la mujer que limpia, atiende a la casa, hace las tareas más marginales, de la vida cotidiana y doméstica. Esa epíteto grandilocuente que es el falocentrismo se encuentra en, por ejemplo, una propaganda. La centralidad que reviste una subjetividad privilegiada que es la subjetividad de los varones heterosexuales blancos no es la misma que la de un varón pobre o pobre e inmigrante donde ese individuo ya no está en el centro de ese falocentrismo.

ANDÉN: ¿Cuáles serían para los hombres algunos costos del falocentrismo?

V.G: El costo es el costo de la idealización. Esta idea de que hay un modo privilegiado de ser varón que deja afuera a infinidad de amigos, por lo pronto, de gente querida, de gente conocida que por suerte no dan la talla de estos ideales constrictivos de qué es ser un varón. La violencia simbólica en este sentido y la inmensidad en términos de la potencia, de los derechos y las posibilidades de acción es realmente más radical para con las mujeres porque nos toca la peor parte del trato; pero en lo que concierne a los sujetos varones también son constrictivos. Los ideales en torno a la virilidad, respecto a lo qué debe hacer un hombre y qué no. El clásico ideal de varón, marido, heterosexual, proveedor, con una sexualidad exuberante, me parece que hay un montón de varones que no tienen ganas de vivir acorde esos principios de normalidad y virilidad ideal. Incluso en el par binario de la cultura falocentrista el dimorfismo sexual funciona en ese antagonismo, en esa lógica dual y jerarquizante. Hay muchos varones que no quieren ocupar ese lugar de supremacía, e incluso, de opresores. Hay muchos varones que habitan su género de otro modo, que viven su sexualidad de otro modo. Las pautas cuando son inequitativas son violentas para con todos los sujetos no solo para aquellos que se llevan la peor parte.

ANDÉN: Vivimos en una época en la cual el ideal de cuerpo modela hasta la sangre. Al respecto, es ilustradora la frase de Nietzche: “cuánto dolor y cuánta sangre hay detrás de todas las cosas bellas y buenas”. ¿En que sentido esta época toma el ideal del cuerpo y lo modela hasta la sangre?

V.G: Asumo que esa frase no ha tenido un sentido negativo en el contexto que aparece pero pienso que en nuestra actualidad sí cobra una significación negativa y es que en nuestros intentos de encarnar esos ideales que son por definición inaccesibles en tanto ideales hay un costo al nivel del cuerpo que es sumamente radical. Hay una serie de trastornos alimenticios muy difundidos que tienen que ver con los costos al nivel del cuerpo y de la sangre de este intento siempre fallido y frustrante en algún sentido de encarnar los ideales estéticos de masculinidad y femineidad. Me parece que en general todas estas pautas que son ideales tienen una concreción sumamente acabada en la materialidad de nuestros cuerpos. Incluso en sus fallas tienen esa encarnación costosa que hace que muchas veces sean dolorosas e incluso nocivas para nuestra salud; y habría que discutir igual qué es saludable, qué no. Tampoco habría que idealizar la idea de salud. Independientemente de la deuda en torno a discutir qué es saludable para cada cuerpo lo que si vemos es un costo físico y unas secuelas que, muchas veces en esos intentos tan radicales en algunos casos de encarnar justamente ideales, cobran costo y cobran vidas.

ANDÉN: Existen prácticas islámicas y orientales que son consideradas, desde una cultura occidental, como fuertemente estigmatizadoras y opresoras de los derechos y libertades de las mujeres y las minorías. Desde cierto modelo de subjetividad moderno-occidental, estas prácticas aparecen como la naturalización de diferencias sociales ¿Perviven en occidente estas practicas naturalizadas de estigmatización?

V.G: Por supuesto. De todos modos me parece que con la disputa occidente/oriente lo que se produce es una extranjerización de la otredad. Un depositar esa otredad disciplinante, estigmatizante, normalizante, violenta, misógina en una cultura supuestamente otra imposibilitando la reflexión crítica respecto de los propios mecanismos de normalización y estigmatización al interior de nuestra comunidad. Eso no quiere decir que uno no pueda evaluar determinados comportamientos como deseables o no. Pero en general funciona como una especie de narcótico respecto de nuestra propia reflexión. Es muy fácil demonizar el comportamiento de los otros y realizar un proceso de desnaturalización con lo que no está naturalizado porque no es nuestra cultura; en vez de tomarse el trabajo de ser autocríticos con nuestras propias prácticas. ¿Qué comportamientos son los naturalizados al interior de nuestra comunidad? Es muy fácil decir que la ablación de clítoris en las comunidades africanas es misógina, violenta y estigmatizante para con las mujeres pero bastante más difícil es, justamente, ir y prender la tele y verlo a Tinelli cortarle la pollerita a la chica en su programa. Esa es una práctica absolutamente naturalizada y absolutamente estigmatizante respecto del cuerpo de las mujeres. El ejercicio tiene que ver con repensar nuestras prácticas, qué comportamientos, qué parámetros, qué ideales morales se encuentran en nuestras comunidades que resultan justamente naturalizados y sin embargo tienen una eficacia disciplinante para con los sujetos a los que se refiere. Deberíamos estar preocupados en pensar nuestras propias cegueras, nuestras propias prescripciones, coacciones y limitaciones

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