Eran las nueve de la mañana y nuestro vagón atendió el teléfono. Escuché que el señor de al lado le decía a su mujer o su madre o su hija: “Estoy bien, quedate tranquila, ¿qué pasó?”. Atiné a mandarle un mensaje de texto tranquilizador a mi mamá. Aunque en twitter y en la televisión se hablaba de un choque más o menos grave, todos estábamos bien y en algún punto “nunca pasa nada”. Llegamos a la estación Once, caotizada.

 Parecía una víbora ciega incrustada contra un árbol, una mole azul amontonada al final del andén; alrededor mucha gente en el suelo. El Same (en verdad, no sé si era el Same) y la policía trataban de calmar, de dar una mano, de no entrar en pánico, de dispersar; un helicóptero sobrevolaba la zona y enseguida cortaron la calle. Hacía un par de meses que no iba para el centro porque había cambiado de trabajo en diciembre, justo antes de empezar las vacaciones, pero ese veintidós de febrero se me ocurrió ir a retirar las entradas para el recital de Foo Fighters (ahora pienso que tocaron el día de la tormenta que sacó a volar árboles y seres humanos por la ciudad, un hilo invisible entre las catástrofes). Seguí camino a la estación del subte B, le resté importancia; que un tren descarrilara era algo común. No habían evacuado el primer vagón.

*

Empecé a viajar en el Sarmiento cuando tenía trece o catorce años. Ir a Capital sin compañía de adultos era algo nuevo, y con mi grupo de amigos estábamos fanatizados con un juego de cartas, todavía medianamente en auge. Lo de siempre: para jugar bien, para cruzarse con “los mejores”, había que ir a competir al centro, un principio que irracionalmente se aplica a otros planos. Nuestro mundo personal, el territorio conocido, se ampliaba según los lugares a los que fuéramos capaces de llegar por nuestra cuenta. La fusión de las distancias en una medida de tiempo, diatriba filosófica que rige la vida cotidiana, fue condición, posibilidad para la existencia y la imaginación. Si bien desde chiquito solía ir en colectivo a la casa de mi abuela en Flores y luego en subte hasta Plaza de Mayo para tirarles comida a las palomas, desde ahora la Capital ya no sería el lugar de paseo infantil, sino un espacio factible para pisar, experimentar, tenerle miedo. Los nombres de calles mutarían cercanos y las estaciones de tren intermedias hasta Once, adquirirían matices de barrios reales, faunas específicas subiendo al tren, distancia regresiva.

Con el paso de los años, la dirección del viaje fue cambiando y empezamos a expandir nuestra cabeza hacia el lado de Padua: de Moreno a Once. Aprenderse el recorrido de un tren de memoria es una autoseducción imperceptible, como indicar dónde está el baño de la casa de un amigo cuando aparece gente nueva en el grupo. Es un poema cartográfico que trato de repetir sin errores cuando se me presenta la oportunidad. Conocimiento exacto o apropiación ordenada del suelo. Llanamente el poder tranquilizador de la pertenencia.

La estación de tren refuerza el nombre de cualquier barrio, lo ordena como único cartel de bienvenida y trama su despliegue. Aunque no nací ahí, soy de Ramos Mejía, otro nombre propio que sujeta: apellido, barrio, profesión. Epíteto que se suma cuando me presento en algún lugar que queda lejos. La delimitación del territorio es identidad (claro) y el tren logra encadenar esas identidades: las expande y se convierte en la motivación que enhebra ─como decían los formalistas rusos─[1] la distancia, las fronteras. Poder desplazarse por el espacio, encarnarlo configuran el imaginario. Un acorde raro deja de serlo cuando se aprende a tocar.

Pero el imaginario no es solo experiencia, tampoco la identidad, el placer rebosante de decir “yo”. La experiencia va más allá del propio cuerpo. En Los siete locos, Remo Erdosain, héroe trágico nacional, se toma el Sarmiento (el tren del oeste, como lo llamará Fabián Casas en poemas y cuentos[2]) y baja en Ramos Mejía para visitar el taller galvanoplástico de los Espila. Es imposible no sentir algo extraño ─una mezcla de desazón y orgullo, una ruina invisible porque ni tu barrio se salvó del pesimismo─ al leer por primera vez estas líneas. Desde que este país empezó a no existir, la literatura fue una de las formas más potentes de imaginar, fijar y comprender el territorio. Fuera en la obra de Echeverría y su desierto salvaje y despoblado hasta la Ciudad de Buenos Aires orillera prostibularia inmigrante obrero tanguera de la literatura de principios del siglo xx. Anclada en el Centro, Palermo y el sur de Boedo, la urbe empezó a expandir sus ojos a través de los trenes. O, mejor dicho, Roberto Arlt la ayudó a decirse en esos viajes por todos los ramales: al norte en El amor brujo (1932), al oeste y al sur en Los siete locos (1929) y Los Lanzallamas (1931), también al sur en El Juguete Rabioso (1926). El territorio es la mirada del cronista que narra, le da existencia, lo inventa y la posibilidad de acceder a ese espacio fue el sistema ferroviario, la maquinaria inglesa que trajo la modernización de los exterminadores de indios. Nunca pisé Temperley y, gracias al Roca y a la narración de Arlt, imagino que allí alguna vez se gestó una revolución sin ningún principio ético fuera del “quemar todo y empezar de nuevo” (Los siete locos y Los lanzallamas). Erdosain le sacó provecho a las vías y Juan Diego Incardona decidió hacerlo vivir para siempre en El campito (2009), donde el personaje de Arlt revivirá a la vera del Riachuelo en Villa Celina a cargo de una plantación de flores metalizadas. Un nuevo hogar para el héroe del conurbanizador literario.

*

En las horas posteriores a que el Sarmiento se incrustara contra un andén y dejara un saldo de 50 muertos, muchas familias partidas, ningún preso, bastante paranoia y aún más frases inolvidables de los funcionarios más despreciables del kirchnerismo, el celular no paró de sonar. El primer llamado fue de Leo Gabilondo, un poeta que debería mudarse al oeste, y lo noté bastante preocupado: ─¿Loco, estás bien?, por lo del choque de trenes, pensé que podías estar ahí. –Estoy bien, creo que no es grave, no parece que se haya muerto nadie. Más allá del principio de negación que acá no importa, ¿cuál es la forma en que vinculamos catástrofe con el miedo por los seres queridos? ¿La relación entre espacio y sujeto? Aunque no vivo en Once sino a unos doce kilómetros (según la numeración de Av. Rivadavia), el tren convierte su alcance en un lugar posible. Oeste del conurbano y Capital se superponen por las vías y la identificación sujeto-barrio-tren-choque se vuelve difícil de omitir (admito que por este mismo procedimiento lógico me dolieron algunos no llamados). Como escribió Florencia Alcaraz en esos días, el Sarmiento es una parte muy íntima de todos los que habitamos el oeste. Agrego que es un viaje hacia el exterior, para recorrer y superar distancias y también un viaje de introspección, un libro silencioso por la mañana.

En el texto más citado en la historia de los artículos con pretensiones “Lo siniestro” (1906), Freud se refería al horror latente (lo extraño, si montamos un paralelo con la escritura poética) que en algún momento se revela: la emergencia fantasmal de la grieta. Desde el choque de Once, el Sarmiento no volvió a ser el mismo. El horror constitutivo oculto –el riesgo de accidente, los suicidas, los arrollados en los cruces mal señalizados─ se volvió potencialidad evidente, rasgo principal: estás yendo a trabajar, abrís el libro y leés un poema hermoso sobre chicos que ponen monedas en las vías; cuando estás a punto de bajar, el tren sigue de largo y te morís.

Hace varias décadas, antes de que Incardona lo reviviera, un Erdosain agobiado tomó la decisión de pegarse un tiro arriba del tren, lo descubrieron horas más tarde. La literatura no solo delimita espacios: casi siempre tiene razón y deja espectros sueltos, los sugiere. Lo siniestro se hace presente y densifica el aire para siempre, como una lapicera que explota en el bolsillo o una lesión crónica. Muchas personas ya no quieren viajar en el Sarmiento porque lo creen sinónimo de muerte. Otras tantas viajan porque no les queda otra, pero el microcosmos dejó de sentirse como un lugar seguro, como una panza embarazada baleada en un asalto. Se trata de la corrosión del imaginario, del riesgo mimetizado con esos lugares posibles que le dan forma y alcance al mundo. Volver a casa, habitarla, empieza a ser un poco más difícil. Ya estaba escrito ■

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[1] Los formalistas rusos fueron un grupo de intelectuales y artistas nucleados alrededor de la Sociedad para el Estudio de la Lengua Poética (OPOJAZ), en plena revolución y guerra civil. Su influencia para toda la teoría literaria de los siglos xx y xxi es incuantificable y continúa hasta hoy. Si bien centraron su trabajo en el análisis de la poesía en su carácter más formal, sonoro, también acuñaron conceptos que resultan fundamentales tanto para el procedimiento de construcción poética (extrañamiento) como para el análisis de una obra a partir de su contexto histórico (las series).

[2] Casas, Fabián; Boedo. Buenos Aires: Eloisa Cartonera, 2010; Los lemmings y otros. Buenos Aires: Santiago Arcos, 2007.

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