En la Ciudad de Buenos Aires, a principios del siglo XX, se construyó la primera línea de trenes subterráneos movidos por electricidad. Esta declaración describe sucintamente la Ciudad que teníamos como capital de la Argentina, inscripta en el modelo de desarrollo que impuso la generación de los ochenta: Buenos Aires debía ser la París de Sudamérica y, en función de esto, se gestionaba y se construía.

Este subterráneo, que la mayor parte de nosotros conocimos muy bien y que era visitado especialmente por compatriotas del interior del país, fue el primero de Sudamérica, y todas las estaciones entre Plaza de Mayo y Primera Junta fueron construidas desde el 14 de diciembre de 1911 hasta la inauguración de la línea completa, dos años después, el 1 de diciembre de 1913.

Nosotros conocimos los coches de La Brugeoise, mítica fábrica belga de trenes subterráneos, tranvías y trenes: son aquellos de asientos de madera y tulipas en el techo para la iluminación, que en un principio contaban con asas de cuero para sostenerse y que mantuvieron hasta el final gran parte de la broncería con que se adornaba los interiores. La belleza, en la época de la construcción de estos coches, no se consideraba incompatible con la funcionalidad. Esa belleza del diseño y del peso simbólico relacionado al desarrollo se pone de manifiesto en el despliegue estético exhibido en las estaciones: no se ahorraron mayólicas importadas ni murales cerámicos de autor ni diseño de mobiliario (relojes, carteleras, bancos y otros accesorios), para cumplir con la decoración temática de cada una de ellas y con el código de colores ya utilizado en Inglaterra, que permitía al usuario reconocer la estación por su aspecto y color, aun sin saber leer. Este código de colores fue extendido luego a toda la red subterránea, diferenciando cada una de las líneas con un color característico. Si alguna vez se tiene la oportunidad de viajar a lugares cuyos alfabetos resulten incomprensibles, supongamos Shanghai, siguiendo este código de colores aprendido en Buenos Aires, podríamos utilizar la red subterránea solo sabiendo qué líneas necesitamos, qué color tienen y cuántas estaciones debemos recorrer con cada una.

La línea A, según el Ingeniero Zerbo (mantenimiento en la empresa Metrovías), no solo es la que sufrió menos averías en su historia, sino también menos accidentes, y sus coches son los más antiguos del mundo con funcionamiento activo, prestando servicio todos los días. Estos coches fueron retirados del servicio con el pretexto de la “modernización” –y los invito a comparar lo hecho a principios del siglo xx en nombre de lo moderno, con esta idea contemporánea que se relaciona más con lo descartable, con lo que no perdura: lo nuevo reemplaza y elimina lo anterior–, así reemplazaron los viejos coches, las Brujas como los llamaban sus conductores, lo que dio lugar a protestas, reclamos, a amparos judiciales, agitación de decretos y leyes, aunque no lograron impedir el retiro de estos nobles objetos y su reemplazo por el plástico reluciente.

Vamos a dejar de lado cuestiones legales y técnicas, vamos a dejar de lado todo aquello que se dijo, que se puede volver a decir, y que además puede consultarse a través de documentos, de presentaciones escritas y de la web, donde es posible encontrar respuesta a casi todas las cosas. Cuando las últimas formaciones hicieron su viaje final, fueron despedidas por los porteños, por esta gente que dicen dura a veces agresiva, y fueron despedidas con lágrimas. Hubo quien escribió en una ventanilla, hubo quienes dejaron cartas, como misivas de amor. Otros llevaron a sus chicos, para que vieran por última vez el túnel que se abría por delante del ventanal, como lo habían visto ellos mismos de niños. Se vistieron con ropa de época, agitaron pañuelos en las estaciones, cantaron, se abrazaron, lloraron, gritaron: “Las Brujas no se van”. Pero se fueron, y la sensación fue de robo.

¿Por qué pasó esto? Una explicación simplista adjudicaría la despedida a un grupo de nostálgicos que pretendían poner piedras en el camino del progreso, pero en realidad es más complejo. Cuando se vive en una ciudad, hay un entramado de sentidos y significados que se construyen a lo largo de generaciones, y que recreamos, reproducimos y reconstruimos con nuestras vidas. Cuando esta construcción colectiva se ve interrumpida abruptamente, sin tener en cuenta los tiempos culturales o el valor adjudicado por los sujetos a aquello que se pretende modificar, se vive y se percibe como un hecho de violencia, como una imposición autoritaria.

Dice Virilio[1]: “Aquello que se destruye no es solo el objeto sino la imagen del sujeto”, de ahí la percepción de la violencia, ya que se trata del borrado de nuestra propia historia. Una nueva mirada acerca del patrimonio es esta que tiene que ver con la construcción colectiva permanente, el patrimonio en uso, contrapuesta a la idea del museo, donde se preservan piezas recortadas de su contexto vivo, en la presunción de su segura extinción, también debido al progreso. Esto plantea una nueva definición de progreso y desarrollo, sobre la que se basa la Unesco: se trata de la calidad de vida, y de la memoria colectiva, que es el lugar sobre el que se construyen las identidades. García Canclini (1999) nos dice, hablando de lo significativo que es algo para una comunidad (objeto, ritual, conductas), que es imprescindible la apropiación colectiva de dicho bien cultural, ya que el significado es el aportado desde ese lugar.

Más allá del dato histórico del primer subte de Sudamérica o de las ventajas ecológicas o de la idea de grandeza sobre la que este medio de transporte se instaló en Buenos Aires; mas allá de la discusión basada en lo técnico o lo económico, se trata de un conflicto en el plano simbólico: hay algo que teníamos, y nos lo quitaron. Y si interrogamos a otros sobre esa pérdida, no nos van a responder con detalles de tiempo de recorrido, ruido, movimiento de vagones y ese tipo de cosas. Las respuestas que vamos a recibir tienen que ver con esta apropiación del bien: el recuerdo del primer viaje, un abuelo o abuela, idas al cine, una novia o un novio con quien abrazarse en los asientos de madera, amores y desamores, días de trayectos a Plaza de Mayo, jornadas en que las estaciones fueron refugios, mucho tiempo en la vida de todos, entramados dando significado al subte mas allá de su sentido evidente como medio de transporte.

Es por este motivo que se comprende la defensa de los coches de la línea A: a través de ella podemos acceder a los secretos mecanismos que hicieron que los porteños agitaran pañuelos y lloraran, no tanto como duelo por el tren en sí. Se lloró la pérdida del pasamanos que había tocado la abuela, el paisaje bello y amable, la niñez y los amores vividos en ese espacio, días y noches de subte: la pérdida de lo propio■


[1] Virilio, Paul, (2011) Ciudad Pánico, Buenos Aires, Capital Intelectual, p. 54.

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