La pobreza y la desigualdad social generalmente son atribuidas a una disminución de una amplia gama de posibilidades en los niños, adolescentes y jóvenes. Entonces, la pregunta es: ¿la pobreza y la desigualdad social son realmente consecuencia de una disminución de posibilidades o la disminución de posibilidades es consecuencia de la desigualdad? La respuesta se asemeja bastante al enigma sobre qué fue primero, si el huevo o la gallina, ya que pensar en un factor nos hace remitirnos inmediatamente al otro. La respuesta es ambas. Son factores que continuamente se retroalimentan.

La pobreza incluye diversos puntos de impacto, a nivel social, por ejemplo, factores como la segregación, la falta de estimulación, la dificultad para acceder a la educación; y a nivel físico y psicológico, como los déficits en la alimentación, en la actividad física, el descanso y la contención afectiva, entre muchos factores más. Encasillar estos factores en un nivel socioeconómico particular es reduccionista ya que son factores que no solo se relacionan con el nivel de ingresos de una familia, sino con aspectos mucho más complejos; no obstante difícilmente se pueda negar que probablemente alguno o varios de ellos se presenten en familias y niños en situación de pobreza.

Si nos ponemos a pensar sobre cómo influye específicamente esto en el desarrollo físico y mental de cada niño, podemos encontrar múltiples investigaciones que arrojan algo más de luz sobre el origen social y/o biológico de las desigualdades.

Podemos decir que todos estos factores generan un nivel, de moderado a alto, de estrés en quienes están expuestos a estos, o, poniéndonos más técnicos, distrés (referido a un tipo de estrés negativo que tiende a generar consecuencias negativas para la salud). Pues bien, este tipo de estrés, al que en general se lo asocia con el mundo adulto, es mucho más complejo en sus consecuencias cuando quien lo sufre es un niño.

Detallemos un poco más. El protagonista estrella del estrés es el cortisol, una hormona que genera el cuerpo desde la glándula suprarrenal,  frente a situaciones estresantes para el individuo. En cantidades adecuadas, el estrés, junto con la segregación de cortisol, es beneficioso para la especie en tanto permite responder rápido y de manera eficiente en situaciones de peligro. Pero aquí no hablamos de ese buen uso que nuestro cuerpo le da a este mecanismo para defenderse del ambiente. El exceso de cortisol en edades tempranas genera dificultades en el desarrollo de áreas cerebrales fundamentales para funciones importantísimas para la vida del niño.

El área principalmente afectada por este “exceso de estrés” es (entre otras) el lóbulo frontal. Esta área del cerebro (específicamente su parte más anterior llamada corteza prefrontal) es la encargada de regular la mayor parte de las funciones de nuestro cerebro tales como: la planificación y control de procesos cognitivamente complejos, la orientación y monitoreo de la conducta, la regulación de las emociones, y aspectos que, como muchos autores describen, nos hacen específicamente humanos.

Pues bien, varios estudios comprobaron que toda esta respuesta biológica a un medio recurrentemente adverso genera una disminución en la materia gris de dicha área. Estudios, como el de la Universidad de Wisconsin en 2011, brindan sustento científico a dichas afirmaciones. Esta investigación comparó el desarrollo cerebral de niños de cinco meses a cuatro años, provenientes de distintas situaciones económicas y sociales. Utilizaron técnicas de resonancia magnética para evaluar a lo largo del tiempo cómo se iba desarrollando el cerebro de esos niños.

Si bien los resultados de las evaluaciones durante los primeros meses de vida arrojaban datos similares para toda la muestra, las evaluaciones posteriores encontraron una disminución significativa en la materia gris de las áreas parietales y frontales de los niños provenientes de familias con bajos recursos.

Podríamos nombrar infinidad de consecuencias que esto puede acarrear en el desarrollo de la personalidad y del aprendizaje de un sujeto, como dificultades en el desempeño escolar, tanto desde los aspectos cognitivos como los aspectos sociales, dificultades en la planificación de actividades, en la regulación de la conducta, en el manejo y monitoreo de las emociones, en la manipulación de aprendizajes previos, entre muchísimas otras. Es decir, la pobreza no solo genera exclusión, sino que es en sí misma fuente de la disminución de recursos de ese individuo para enfrentarse a la sociedad y al futuro.

Para explicarlo en ejemplos simples, cotidianos: a un niño en esas condiciones seguramente le será complicado hacer el seguimiento de la maestra durante las clases, se sentirá cansado, tal vez desanimado, irritable, impulsivo lo que podría a su vez hacerle más difícil entenderse con sus compañeros, sumado a la frustración que cualquier ser humano sentiría al tener que lidiar cada día con desafíos que se vuelven tan cuesta arriba.

El área prefrontal también se encarga de la planificación, con lo cual podemos ya imaginarnos que será también más trabajoso establecer metas a plazos más prolongados que la satisfacción inmediata frente a un objetivo. Es decir, pequeños grandes inconvenientes que vuelven el día a día algo normal, pero agotador. Imaginemos sumarle, a esto, un ambiente, poniendo ya en juego la sociedad, donde los referentes cercanos tal vez no comprendan estas dificultades, no esperen, no se adapten, no entiendan las necesidades que una persona puede tener en esas circunstancias. Ahí todo se vuelve más complicado, es tan amplio el abanico de factores que influyen, la cultura, la familia, la escuela, que sería difícil nombrarlos todos, así como sería mucho más difícil pensar en por dónde deberíamos empezar para que de alguna manera ese problema se pueda revertir.

Ahora bien, mirando el vaso medio lleno y poniendo un gramo de optimismo a esta situación, es importante destacar que nuestro cerebro no solo puede ser afectado por factores ambientales, sino que, también, tiene la capacidad de desarrollarse y optimizarse.

Hay un factor muy importante que también se pone en juego en toda esta cuestión, una capacidad valiosísima a la que llamamos “resiliencia”. Se entiende por “resiliencia” a la capacidad psicológica de las personas para sobreponerse a episodios de dolor emocional o a grandes contratiempos. Académicamente, se define la resiliencia psíquica como el «resultado de múltiples procesos mentales que contrarrestan las situaciones nocivas”. Para mayor claridad: una persona resiliente es aquella que logra salir enriquecida de una situación difícil que le tocó vivir. Sería algo así como lo que no te mata te hace más fuerte, por explicarlo de una manera poco científica.

Entonces, y acá viene la parte esperanzadora, un ambiente que fomente y soporte esta capacidad resiliente, que dé herramientas para aprender a hacerse fuerte, será la gallina o el huevo de la solución. Porque la dimensión del problema es inversamente proporcional a la dimensión de nuestra capacidad de salir adelante, de aprender, capacidad que, por suerte, nos viene con la infraestructura que traemos desde el vamos. Es decir, más o menos afectado por el cortisol y otras yerbas (no viene mal la analogía ya que la propensión a las adicciones también se incrementa con los factores desfavorables que leyeron antes), nuestro cerebro tiene la maravillosa capacidad de aprender, de generar nuevas maneras de funcionar y de superarse a sí mismo.

En resumen, si logramos concientizarnos sobre la importancia que tiene generar situaciones de contención, de educación, de inclusión y de estimulación, muchos de estos factores afectados pueden ser revertidos.

Y sí, con la esperanza sola no alcanza, pero saber que existe la posibilidad de cambiar es el primer paso para generar ese cambio

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