Para hacer un viaje en el tiempo no es necesaria una gran máquina, solo basta con abrir la puerta de cualquier aula de escuela media y tratar de ver allí los impactos diversos con los que la tecnología talla (o deja de hacerlo) en nuestra vida cotidiana.

 

Los invito a dar una vuelta al pasado. En la era de las tecnologías, de las pantallas cada vez más delgadas, de los celulares que nos hablan, yo les propongo volver unos años atrás, quizás unos años antes de la aparición del primer televisor, de ese cubo grande de madera con pantalla chiquita, esos años en los que con suerte había un teléfono por casa. Difícil de imaginar para alguien que nació después del 2000, para quien el celular es un órgano más de su cuerpo y el wifi, el aire necesario para no caer en la histeria y la locura. Viajemos hacia aquellos tiempos cuando para saber el significado de una palabra había que ir a un diccionario (de papel) y para buscar información de Historia y Biología había que cruzar los dedos para encontrar la revista Anteojito que traía el especial sobre Belgrano, Sarmiento o los insectos.

No parece ser una propuesta muy tentadora, no creo que existan muchas personas con el deseo de resignar todas las bondades de las tecnologías actuales que no dejan de sorprendernos minuto a minuto. Igualmente los invito a que agarren mi mano y vengan conmigo, para ello, no es necesario el auto del Doctor Brown. Lo único que hace falta es pararse en la puerta de un aula de algún colegio medio y animarse a cruzarla. Yo, como guía, los llevo a una de mis aulas de un colegio privado que está en la Provincia de Buenos Aires.

Muy bien, ahora demos el paso, crucemos la puerta. Bienvenidos, señores, hicimos un viaje al pasado. Dentro de estas cuatro paredes no van a encontrarse con tecnología alguna, salvo un pizarrón y algunas hojas. No van a encontrar celulares, mucho menos van a respirar wifi, y ni se les ocurra pensar que pueden encontrarse con un televisor, ni de los más antiguos. Sería una locura. Y, ante la menor intención del alumno de mostrar apenas la computadora-celular que guarda en su mochila, ante la muestra de futuro y de tecnología, existe la orden de sancionar. En este espacio, lo más importante es el pizarrón, las tizas, las lapiceras y los papeles. Se entiende que mientras más abultada de papeles esté la carpeta, el alumno más aprende.

Este viaje es el que realizo todas las mañanas al ingresar en cada una de las aulas en las que trabajo dando clases de literatura. Generalmente se cree, no sé por qué motivo, que la tecnología interrumpe el aprendizaje, molesta. Como si los nuevos artefactos incomodaran al docente en lugar de llevarlo a pensar cómo aprovechar esa novedad. Resulta más sencillo dejar lo nuevo de lado y acusarlo de distraer al alumno. Por supuesto que resulta una distracción, si el acceso a la tecnología en el aula se hace en forma ilegal, como mirar a escondidas hacia abajo del banco para ver si hay alguna novedad en la pantalla del celular. Pero cómo hacer, de ese uso efímero del futuro, algo cotidiano y comenzar a vivir en las aulas el presente que vivimos en la sociedad.

Intento plantearme el desafío de pensar cómo llevar el futuro al presente-pasado que vivo en mis aulas y sueño, a veces, con un televisor con conexión a Internet para mostrarles que la literatura sale de las páginas de los libros, que esas letras se transforman en otra forma de arte y que se conectan con el mundo que ellos viven cotidianamente. Cada vez que entro al aula, observo que ese viaje al pasado que realizan los alumnos los desconecta de su mundo, los aplasta contra sus bancos y los hace echar raíces.

Es un cuestionamiento que me realizo seguido: ¿Cómo incorporar la tecnología en mis aulas? ¿Cómo realizo el salto temporal de llevar el presente al pasado, si cada vez que pido que usen un celular para buscar una palabra o una imagen me encuentro con miradas desorientadas que piensan que la “autoridad” les está pidiendo que infrinjan la ley? La respuesta que mayormente me encuentro es: “Profe, ¿podemos usar el celular?”. Lo dicen sumamente sorprendidos y con algún miedo de que les guillotinen la mano, esa mano que se pondría en contacto con el futuro ante el grito de “Acá no se usa el celular”.

Miles fueron las estrategias que se probaron para anular el funcionamiento de la tecnología en el aula, por ejemplo, colocar lockers o usar un aparato que bloquee las ondas de wifi, como el de los alrededores de la Casa Rosada. Pero la estrategia más fácil que se adoptó, al menos en las aulas donde yo me ubico, fue la siguiente: los docentes se vuelven locos controlando sin parar si hay algún contacto del alumno con ese aparato maldito, y si eso sucede, deben sacárselo y quitárselo hasta el final de la clase, con suerte. Esta estrategia, obviamente, no funciona.

Parece que cunde el pánico entre los docentes cuando se habla de incorporar la tecnología a la educación, como si fuese un sacrilegio. Ya lo dijo Emilia Ferreiro en una conferencia abierta en la Universidad Nacional de Rosario: “Podemos seguir coexistiendo con la superficie papel y las pantallas”. No va a desaparecer el pizarrón por usar una computadora. En general, la televisión, al igual que la computadora, es tratada como demonio que no hace más que perjudicar la mente de los jóvenes estudiantes, que roba horas que le podrían dedicar a la lectura.

La intención de estos pensamientos no es solo caer en la crítica hacia la práctica docente que realizo cotidianamente, sino que es una invitación, otra invitación, a pensar cómo llevar el presente al presente de las aulas. Son muchos los estudiantes que no cuentan con la computadora brindada por el gobierno nacional, entonces: ¿Cómo hago para renovar la materia, para actualizar el aula y reconectar la relación del alumno con su actualidad, con su presente lleno de pantallas e imágenes?

Entonces, que tal si comenzamos a gastar la energía en encontrar una convivencia en el aula entre el pasado y el presente; si pensamos estrategias de incorporación de tecnología en todos los colegios, formas de usar un celular pedagógicamente, de innovar y finalmente cambiar la forma en que las clases se dictan desde hace más de cien años. ¿Qué tal si hacemos que esas plantas que tenemos delante de nosotros en cada aula, que de vez en cuando llamamos “alumnos”, se movilicen, que muevan su tierra y sean ellos productores de su educación? Miles de preguntas quedan en mi cabeza para que, en esa aula que recorrimos, ingrese la tecnología y nos podamos liberar de la tiranía del papel y la tiza. Terminemos este recorrido y volvamos al presente en el que vivimos, seguramente les resulta mucho más interesante■

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