La primera vez que fui a “Café Lavandería” fue junto a un famoso economista mexicano que reside en Japón, de quien por razones políticas voy a preservar su identidad. Nos infiltramos por esas callejuelas angostas, pero luminosas del barrio de Shinjuku Ni-chome; pasamos una engrasada casa de ramen, un túnel repleto de paraguas abandonados, caminamos varias cuadras más ante el desinterés propio de las capitales primermundistas como Tokio, hasta que, en una esquina en donde había un bar de lesbianas y un minúsculo puesto de onigiri, llegamos a destino. En la entrada, una estrella roja y las palabras: «Música y anti-capitalismo». Cuando entramos, una banda estaba tocando ese tema de porque yo en el amor soy un idiooota…, en un semiperfecto español.

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En la pared del café había todo tipo de parafernalia izquierdista. Un cuadro parodiaba la imagen de La Última Cena, pero reemplazados los apóstoles por el Che Guevara, Emiliano Zapata y Rosa de Luxemburgo. Al lado se desplegaba un póster en memoria a los cuarenta y tres normalistas desaparecidos en Ayotzinapa en 2014; también, banderas antifascistas, de la CNT y con la A circulada propia del anarquismo. Debajo de la barra, se extendían una serie de autógrafos de bandas como Che Sudaka y Amparanoia, además de otras de intelectuales y camaradas, como el mismísimo Noam Chomsky. Una biblioteca ocupaba toda el ala izquierda (¿casualidad?) del bar; contenía libros de Galeano, Bakunin, Mariátegui, entre tantos otros. Dos gatos se paseaban por todo el lugar, como lo habrían hecho Marx y Engels al participar del gremio de trabajadores de Manchester durante su viaje de 1842.

El dueño del bar, el señor Fujimoto, me ofreció inmediatamente una Quilmes y me empezó a hablar de su predilección por las argentinidades; sabía quién fue Néstor Kirchner, los jugadores de la selección de los últimos mundiales y confesaba apreciar la cumbia villera. Su esposa, igualmente encantadora, me preguntó a qué me dedicaba; “literatura”, le respondí, aunque supe que esa respuesta era vergonzosamente inespecífica para el marco del materialismo histórico. Enseguida se le iluminaron los ojos, resultó ser una fanática de la literatura beatnik y hasta editora de algunos textos de Ginsberg y otros sobre él. Me presentó también al director de una revista de música latina, a una anciana que había dedicado su vida a perseguir antiguas civilizaciones andinas, a un chico que estudiaba las variaciones de la lengua popoloca y que había vivido con las comunidades mexicanas que aún las hablan.

Ese día conocí también a Yuya Watanabe, a quien me presentaron como “tu negativo”, dado que es un doctorando japonés que investiga la literatura argentina, cuando yo soy lo inverso: un argentino que investiga la literatura japonesa. Honestamente, esperaba que él me citara a los autores de nuestra región de entre los que más se investigan en Japón: Carlos Fuentes, Cortázar, García Márquez. Pero no bien terminamos de presentarnos, Yuya me dijo que estaba leyendo a Washington Cucurto. Ya saben, el cartonero-poeta oriundo de Quilmes que fundó su propia editorial. Yuya también me dijo que estaba realizando su tesis sobre Roberto Arlt y que conocía todo el debate alrededor de la Revista Contorno, el escritor del pueblo frente al escritor de la biblioteca, Florida versus Boedo, etcétera. Conocía también otros autores del submundo literario argento: Osvaldo Lamborghini, Luis Gusmán, todos esos escritores malditos que se pusieron de moda (y con razón) por encarnar mejor que nadie la represión del disenso que sufrió una generación entera de argentinos.

Un sobreviviente de la tragedia de Fukushima en 2011 me dijo que conocía al doctor Eiji Oguma, quien fue mi profesor de sociología y es además activista político en contra de la energía nuclear. Al parecer habían marchado juntos en una de las tantas manifestaciones que surgieron en el país a propósito de aquel incidente. Hace poco trabajé con el profesor Oguma cuando subtitulé al español su documental Que nos escuche el Primer Ministro, donde se explica que los medios silenciaron esas manifestaciones, bombardeando en cambio al mundo entero con imágenes de lo rápido que podía reconstruirse Japón. Otro miembro del Café me ofreció el espacio para cualquier actividad relacionada con Latinoamérica, hecho que finalmente se concretó hace unas semanas con la presentación del libro de aforismos Manual de Fluctuaciones del sureño Hernán Bergara, traducido recientemente al japonés.

Fue una noche acontecida. Me tomé algunas cervezas más (soy un enemigo férreo de la Quilmes, pero la nostalgia me pudo); luego continué camino por Shinjuku Ni-chome, ese barrio que es, además, el de muchas otras minorías tokienses: bares gays, prostíbulos, esquinas llenas de borrachos y antros con música punk, electrónica y reggae. El barrio de la marginalidad al cual las señoras paquetas de los cercanos no se animan a entrar. Tras la derrota en la Segunda Guerra Mundial y con la Ocupación de Estados Unidos entre 1945 y 1952, se escribió en Japón una nueva Constitución nacional que desmanteló los servicios de oferta sexual que proliferaban por aquellos años en la zona. El espacio fue así ocupado por diversas subculturas que no temieron verse asociadas con el inframundo de lo under ante los ojos del qué-dirán. Todavía hoy mantiene su fama (y sus prácticas) originales, sumándose además el de ser un epicentro de subversión política ante el gobierno derechista de Shinzo Abe.

Volví a “Café Lavandería” en varias ocasiones. En cada una, los concurrentes me intentaron convencer de la imperiosa necesidad de cambiar el sistema político de Japón. Que el país necesita que el pueblo se despierte y que los jóvenes comiencen a interesarse en la política. Que la situación actual solo beneficia a las élites y que la historia japonesa demostró que seguir estos caminos solo lleva a tristes procesos de militarización. Que debía nacer, en Japón, un espíritu anarquista; más bien, renacer, como en aquellos dorados años treinta en que la literatura y el arte tenían firmes pilares políticos, los años previos a los gobiernos militares y a los subsecuentes gobiernos neoliberales. Convencimientos que cerraban una y otra vez con una frase: “Como sucedió en Latinoamérica a lo largo de su historia”.

Me sorprendió que esa idea fuese recurrente. Al parecer, muchos japoneses encuentran en el imaginario de Latinoamérica una suerte de refugio ante lo que se convirtió Japón en los últimos veinte años: un país donde los jóvenes no encuentran sino trabajos precarizados, un país que tiene gastos militares exorbitantes y una dependencia de la energía nuclear que se cobró ya miles de vidas. Los ancianos viven cada vez más, los puestos de trabajo son cada vez menos, la población envejece a un ritmo desproporcionado y se volverá, muy pronto, imposible sostener el sistema jubilatorio. Los jóvenes no tienen un traslado de la escuela a la universidad y de ésta al trabajo como en otras épocas; al contrario, luego de graduarse quedan en un vacío total que hace imposible su supervivencia en un país tan caro como Japón y tan excluyente para quienes están fuera del sistema.

“Necesitamos revoluciones, levantamientos, insurrecciones”, se escuchaba en el Café. Citaban a Bolívar, a Pancho Villa, incluso unos versos de José Martí. Evocaban hechos como las guerras independentistas, la Revolución mexicana y la Argentina del 2001. Todas personalidades tan distintas, decían, de otros procesos por los que atravesó Japón: la restauración del poder imperial en el siglo XIX, el devenir potencia imperial y genocida, el ser la cuna del peor de los males actuales, el neoliberalismo. Esta comparación me pareció forzada y por un momento me dio la impresión de que, para ellos, los latinoamericanos somos zapatistas por naturaleza y seguidores inflexibles del subcomandante Marcos. Mi tendencia al escepticismo me hizo explicarles que esto no es así y que, por el contrario, como en todo el mundo, la tendencia es también hacia el conservadurismo. “Ya lo sabemos…”, me respondieron, “…pero su historia revolucionaria no puede quitársela nadie”.

Les tuve que dar la razón. Porque lo que, para mí, era algo normal dentro de mi conocimiento histórico, para este grupo de japoneses era un ideal, casi un inalcanzable o, por lo menos, una rareza a lo largo de la historia de su país. Y por supuesto que tenían el derecho de extrapolar y de imaginar todo aquello que se les diera la gana. Al fin de cuentas, los imaginarios que nos hacemos de los otros son siempre falsos, son siempre productos ideológicos y políticos que resultan del ejercicio del poder. Pero también ocurre una transformación cuando usamos las ideas preconcebidas que tenemos del otro para aplicarlas a lo propio, una transformación que además genera una continuidad en otro espacio. Me dejé entonces llevar por el idealismo y concluí que la realidad de uno es la imaginación del otro; que a través de este proceso es finalmente posible construir una nueva realidad.

Hoy que Latinoamérica entró nuevamente en uno de sus períodos de avance corporativo, que los presidentes son destituidos y los empresarios gobiernan con todo el poder político bajo su control, que los procesos de izquierda se han agotado sin pena y a veces sin gloria, ¿qué se empezará a pensar de nuestra región? De igual manera, hoy que el Partido Comunista acaba de ganar las nunca-antes-obtenidas trece bancas del parlamento japonés, hoy que existen lugares como “Café Lavandería” y marchas populares que cooptan a cada vez más minorías con cada vez más problemáticas sociales, ¿qué vamos a pensar los latinoamericanos de una de las panaceas del capitalismo como es Japón? Ya veremos qué nuevos orientalismos y latinoamericanismos surgen de uno y otro lado del Pacífico.

Blog oficial del bar: http://cafelavanderia.blogspot.jp/

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