¿Qué decir sobre el hábitat que no esté dicho? ¿Cómo contar lo que hacemos y decir algo en ese intento? ¿Qué palabras dicen todo eso que pasa por nuestros cuerpos cuando estamos en el taller? Difícil, pero intentémoslo. He aquí un relato de un día de taller. Encuentre, usted, lo que pueda encontrar, pero sepa que queremos convencerlo de algo: otras formas de habitar el mundo se están construyendo, afine el ojo y mírelas. Y, a las canalladas, ni cabida.

***

8:15 am La previa | Siempre el frío y la bruma de la mañana hacen difícil levantarse, pero el entusiasmo por estar de nuevo trabajando con nuestros compañeros lo hizo mucho más fácil. Teníamos que ir a la oficina del Luis para nuestra habitual reunión de reencuentro y coordinación. Bajamos a la entrada del hotel y ahí nos estaba esperando Javier Eduardo, más popularmente conocido como el Enlazador de Mundos.

Estábamos un poco ansiosos porque teníamos por delante dos días intensos de trabajo en los que debíamos terminar de definir detalles de la tecnología, reunirnos con el secretario de vivienda, visitar la escuela, y solo teníamos unos cuarenta minutos para organizarnos. Debíamos ser operativos y avanzar rápido para irnos al taller, donde nos esperaban los pibes para empezar a trabajar tipo nueve.

Nada de eso sucedió. Con el tránsito complicado de la hora pico de la mañana y las calles un poco congeladas, llegamos atrasados a la ofi. Sobre que teníamos poco tiempo…, solo estaban ahí esperándonos Pino y el Luis. El Tincho, como siempre, llegaba un poco más tarde. En eso entró el agrandado del área de forestales, quiso decirnos no sabemos muy bien qué de una tecnología canadiense. Como vino se fue, buscando a quien impresionar.
Entre el mate y las demoras, se nos pasaba el tiempo. Adelina miraba la hora y decía que no había apuro, pero la velocidad a la que movía el pie izquierdo le delataba la intranquilidad. Decidimos empezar con el temario que teníamos en mente, total los que faltaban se podía ir sumando a medida que llegaran. Estábamos a punto de largar cuando el resto nos avisa que ya estaban en el taller, que tanta ida y vuelta del WhatsApp los confundió un poco. Una vez más, la planificación de escritorio no estuvo a la altura de las circunstancias. La contingencia le gana la pulseada a la previsión, a ver cuándo lo vamos a entender. Partimos hacia el taller. Nos esperaba una larga jornada de construcción de cabriadas.

***

Pequeña y necesaria digresión | Una cabriada es una estructura reticular de barras rectas unidas en formas de triángulos planos, construidas en madera o metal para cubrir techos. Estas estructuras trabajan a compresión y tracción presentando comparativamente flexiones pequeñas y permiten cubrir luces más grandes que las vigas convencionales. Para construir una cabriada de madera es necesaria una matriz que haga las veces de molde. Una vez cortadas las tablas de madera con sus largos correspondientes, se colocan en la matriz para luego unirlas con clavos, tornillos o varillas roscadas. Para eso, es necesario tener previamente un plano que especifique los largos de las maderas y las dimensiones de la matriz. Ese plano es elaborado posiblemente por un arquitecto. Para poder llevar adelante esos procedimientos, es necesario un espacio físico amplio, puede ser un galpón, una escuela de oficios o una carpintería, y por supuesto, más importante aún, alguien que ejecute la acción, en este caso un carpintero.

Cuando un plano junto a su arquitecto llegan a ese espacio y piden que se corte la madera a tres metros de largo y con ángulo de treinta y siete grados y el carpintero responde que eso no es posible porque el largo mayor en que se produce esa madera en el lugar es de dos metros y que no tienen una máquina tan sofisticada para cortar un ángulo tan preciso, se produce un choque de conocimientos.

Primera opción: utilizar otro tipo de madera que no sea la producida en el lugar y así construir la cabriada sin modificar las dimensiones que el plano y su arquitecto demandaron. Supongamos que esa otra madera, a diferencia de la local, proviene de una producción forestal ubicada posiblemente a cientos o a miles de kilómetros, de algún empresario que sabe del arte de elegir los amigos que le conviene tener y que, seguramente, con su monopolio y plusvalía genera empleos precarios. Claro, estamos hipotetizando. Cualquier similitud con la realidad es pura realidad.

Descartada esa opción, se abren dos caminos posibles. Opción dos-a: que los arquitectos vuelvan a sus oficinas y, con ese nuevo conocimiento sobre el largo de la madera, rediseñen la cabriada. Opción dos-b: construir un tiempo-espacio que produzca el encuentro entre arquitectos y carpinteros dispuestos a asumir que todo saber es incompleto y que, para construir una cabriada (o, para el caso, un mundo donde quepan muchos mundos), es necesario que esos saberes dialoguen.

***

9.05 am El taller (o la opción dos-b) | Éramos como veinte ese día. Algunos de los chicos ya estaban acomodando las matrices que habíamos hecho el mes anterior, mientras otros estaban bajando las tablas de madera que recién habían llegado. El día seguía húmedo y frío. Quisimos conversar un poco antes de arrancar, pero costaba la charla. Estábamos dispersos y se percibía la ansiedad de los cuerpos presentes por ponerse en movimiento.

“Es que ustedes hablan mucho”, nos dijo el Tincho. Y un poco de razón tenía. Sabemos que el diálogo de saberes no es tarea sencilla. No solo porque nos exige construir un registro para ese diálogo que aloje otras expresiones además de la palabra, sino porque nos obliga a nosotros, palabracéntricos, a mudarnos de ese lugar. Dar paso al silencio, al encuentro prometedor de respirar el mismo aire en el trabajo mancomunado, en una unión tan materializable como intangible, que de a ratos tiene la textura de una madera sin cepillar y de a ratos la calidez de una mirada cómplice. En el taller, los cuerpos hablan. Alguien atento a que no falte agua caliente, un mate lavado en las deshoras del taller, el abrazo apretado de las despedidas. Vamos, que quien trabaja la madera habla con las manos. Comprendido eso, nos pusimos a laburar.

Nos organizamos para empezar. La pesada herencia fordista nos llevó a la división de roles: mientras algunos realizaban los cortes de la madera, otros iban armando la cabriada en la matriz, previamente revisada por los ajustes que surgieron en el taller anterior. Algunos cambios habían sido propuestos por los compañeros locales y eso, como siempre, avanzó con fluidez. El problema apareció cuando nosotros (los “expertos” que intentamos co-construir) desplegamos el plano con los cálculos del ingeniero (un “experto” un tanto más duro) que mira con sospecha esto de la co-construcción. Cosas de hippies, pensará. Claro, el inge no es parte de estos encuentros, solo conoce lo que le contamos, los planos, los números, las medidas. A sus cálculos le faltan cuerpos, le falta taller, y eso se nota. La cuenta no daba, cada unión de maderas llevaría cuarenta y tantos tornillos. Para el Luis, no entraban; para el Javi, rompían la madera; para el Tincho, era un disparate. Ingeniero, a usted le sobran libros y le falta madera. Negociamos: por ahora, la mitad de tornillos. Lo que entraba.

Mientras algunos seguían enroscados en tornillos, varillas y cálculos sin caras, otros andaban con otros menesteres. Que el flaco de la universidad se acercó para que armemos otro proyecto. Que los de la muni decían que es un sueño que se ponga de pie la vivienda digna de madera y lo importante que es la diversificación productiva y la generación de trabajo local. Que el intendente quiere sacarse la foto, pero se le complicó a último momentito así que mandó en su representación al secretario de vaya a saber qué. Que la cosa está complicada en la ciudad y ni hablar del presidente para ricos que no entiende, o no quiere entender, ni jota de cabriadas rebeldes. Que vino el señor ese a explicarnos que el galpón se cierra a fin de mes y que veamos a dónde vamos a hacer las cabriadas, que no es de malo, que el proyecto está bueno, pero así son las cosas, que capaz podemos mudarnos a un lugar más alejado del centro. Sean eternos los derechos que supimos conseguir, le dijimos; y sí, los pibes de los barrios también tienen derecho de trabajar con vista al lago; ah, pero el negocio inmobiliario presiona, y claro, los empresarios compran sus derechos. En fin, detalles de ese orden.

En el medio del despiole y de la gente que entra y sale del taller se acercó un periodista a preguntarnos qué hacíamos, que una columnita en el programa de las tres y un recuadrito abajo y a la izquierda de la página siete podía salir todo esto.  Nos costó explicar de qué se trataba el proceso, no solo nos gusta hablar, también nos gustan las palabras difíciles, todo un desafío para desaprender. Pareció que luego de un largo rato el mensaje había sido más o menos comprendido. La nota del día siguiente titulada “CONICET construye casas de madera en la ciudad” nos dio a entender que no.
El olorcito a guiso que empezó a sentirse nos distrajo de nuestras actividades así que nos congregamos todos alrededor de una mesa improvisada para almorzar.

***

16.25 pm El montaje | Retomar el trabajo en el taller luego del almuerzo siempre es complicado, pero todavía nos faltaba montar el pórtico. El pórtico es la unión de cuatro cabriadas. Varios pórticos repetidos cada metro y medio forman la estructura del salón, el esqueleto. Después se aísla, se reviste y se habita. Sencillito nomás.

El Tincho decía que era importante que pudiéramos cerrar el taller así; el montaje del pórtico nos iba a permitir imaginarnos el salón completo y quien imagina tiene la mitad del camino hecho. Imaginar es la tarea.

Cuando unimos las dos primeras cabriadas, nos dimos cuenta de  que montar un pórtico adentro del galpón no era posible. Creemos en un mundo donde caben muchos mundos, pero la literalidad nos jugó una mala pasada: el pórtico definitivamente no cabía dentro del galpón. No queríamos desarmar el medio pórtico. Si bien le regateamos veinte tornillos al ingeniero, sacarlos para volverlos a atornillar en el patio no entusiasmaba a nadie.

El pragmatismo y la creatividad se combinaron en el momento y se hicieron cuerpo en una amoladora: “cortemos las rejas y saquemos el medio pórtico por la ventana”, dijo uno de los pibes. El entusiasmo trastocó algunos criterios de lógica y sentido común, así que todos coincidimos en que la propuesta era inmejorable. Total, las rejas van y vienen, como los novios.

Armamos la otra mitad del pórtico afuera. La unimos en el piso con la primera mitad (la de la ventana sin rejas). Solo cuando lo vimos armado completo dimensionamos su tamaño: era enorme. Hacía falta juntar fuerzas (y muchas) para levantar semejante estructura del suelo. Varias manos y una estanciera tiraron para el mismo lado y levantaron el pórtico. Justito ahí, un ojo atento nos sacó una foto. Esa escena condensa, al menos en esa milésima de segundo, todas las complejidades, todas las aristas, todos los colores de un proceso colectivo. No es por ponernos metafísicos, pero el efecto es casi mágico.

La foto está ahí, en la pared blanca de la ofi, y como usted se viene imaginando hace ya unos cuantos renglones, va una frase hecha antes del punto final: esa imagen dice más que estas mil novecientas treinta y una palabras.

Entrada anterior El negocio de la tierra en el Chaco Salteño – Andén 85
Entrada siguiente La vivienda: mercancía, inversión o derecho – Andén 85

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *