Existe una disputa por el poder de nombrar de la que el signo cultura forma parte. La cultura hegemónica, culturas adjetivadas o la ausencia de cultura le imprimen a las prácticas sociales una valoración diferenciada, pero también contingente.

La cultura está en todas partes, nos gusta decir en voz alta, en un tono que manifiesta más un posicionamiento ideológico que una actitud reflexiva. Todos somos parte de ella, proclamamos, porque todos (todas, todxs, tod@s, todes y toditoas) la constituimos al aportar nuestra cuota enriquecedora.

Sin embargo, apenas nos distraemos un instante y nos apartamos de la pose militante, nos encontramos participando en conversaciones ─ya sea asintiendo como meros oyentes o reproduciendo activamente como hablantes─ en las que circulan expresiones del tipo “esta gente no tiene cultura”, “se comen todas las eses”, “los jóvenes de hoy no leen”, que corroboran el uso más espontáneo y difundido del signo “cultura”, aquél que encontramos en el sentido común y que lo asocia con los museos y los teatros; que reserva el nombre de “lengua” para lo que habla la Reina o lo que impone el Instituto Cervantes, y somete a las formas lingüísticas maternas bajo el rótulo peyorativo (y conceptualmente erróneo) de “dialecto”; y que recuerda que “leer” remite a literatura ─si es Borges, Shakespeare o Dostoievsky, mejor─, pero se olvida de las redes sociales. 

En cuanto recuperamos la compostura, nos percatamos de la necesidad de clarificar nuestro posicionamiento teórico y allí nos vemos en la obligación de calificar esas (otras) culturas como “populares”, “masivas” o “subalternas”, todos adjetivos que implícitamente le dan una entidad y una visibilidad en oposición a “La Cultura”, la de Mozart y la R.A.E., que funciona inconscientemente como eje de referencias y como parámetro para valorar a las diferentes voces que se escuchan sin tener que silenciarlas. Este procedimiento aparentemente democrático tiene las mismas consecuencias nefastas que podría tener un régimen autoritario: censurar, discriminar, dominar, someter, jerarquizar, pero con el apoyo del Estado de derecho.

Este proceso de visibilización es un arma de doble filo. Por un lado, puede tener el efecto adverso de condenar las culturas “alternativas” a las sombras, relegándolas a la periferia a partir de imprimirles categorías ajenas a los mundos que simbolizan. Ello implica su valoración no tanto por lo que son o significan, sino, precisamente, por lo que no son, criterio injusto y perverso, que funciona como mecanismo para legitimar las diferencias y reproducir las desigualdades. Al igual que en la escuela, el problema no radica en las respuestas, sino en las preguntas.

Pero a veces, muy esporádicamente, esta visibilización puede servir como un primer acercamiento hacia la resistencia, paso ineludible, si lo que se pretende es la transformación. Y es en esos momentos en los que aparece un Osvaldo Soriano, que nos demuestra que los títulos son para los ignorantes y nos baja la literatura a la tierra de los mortales, haciendo bello lo cotidiano y sorprendente lo conocido, y nos demuestra que el canon (no) es (más que) una selección posible entre otras. O un Fontanarrosa, que se inmiscuye entre los letrados y les enseña que las palabras no son ni buenas ni malas, sino que tienen fuerza, vigor, cuerpo: historia.

Es esta resistencia la que nos conduce, en un segundo paso, a notar que del mismo modo que en una sociedad conviven culturas “populares”, “masivas” y “subalternas”, también encontramos allí culturas “dominantes” o “hegemónicas”, calificativos que comparten la característica de aquellos de definir la identidad de forma opositiva y que dejan en evidencia el carácter histórico y contingente de estas jerarquías. Esta convivencia entre las diferentes voces, discursos, culturas ─nunca está de más recordar─ no es gratuita ni azarosa, sino que responde a disputas por el poder (de decir, de nombrar, de clasificar, de valorar) de significar, salto cualitativo que marca el traspaso de la naturaleza a la cultura, como señaló alguna vez Lévi-Strauss.

Es a raíz de la conciencia del carácter complejo y contradictorio de nuestro objeto que el tono militante que resuena en nuestras palabras encuentra su fundamento teórico y le otorga a nuestro posicionamiento ideológico el componente crítico necesario para, ya no conformarse con la descripción neutra de la cultura, sino ir un paso aún más allá del modo de explicarla, cuestionarla y, en la medida de lo posible, transformarla.

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