En mi día 15 de aislamiento por la pandemia mundial que nos asusta y preocupa, pienso que −con suerte− voy por la mitad de tiempo estimado; algunos días son más fáciles que otros, encontrarme sola, en casa y encerrada son tres cosas que en mi vida cotidiana no suceden. Pienso muchas cosas, me reviso y cuestiono, a veces me pongo bastante oscura y, cuando eso pasa, sigo con el libro que tengo empezado, miro algún capítulo de una serie o me pongo a cocinar algo, cocinar hace bien para despejar la mente.

Con un grupo de amigues −en el que somos todes abogades−, en Whatsapp, discutimos si está bien aburrirse y hablamos sobre lo que nos genera el encierro, una dijo: “Solo se me ha dado por pensar en que me la pasé hablando muchos años del encierro de otres, y me doy cuenta de que no puedo ni pasar medianamente bien un encierro, con comodidades”. Con otras amigas, nos contenemos de una manera muy amorosa cuando alguna cae, estamos comunicadas todo el tiempo cuidándonos. Y, en otro de los grupos, se toca la guitarra por videollamada, nos mandamos abrazos virtuales y no paramos de planear la juntada que haremos cuando todo esto pase.

En el medio de todo lo que pasa en estos días, del silencio vacío de la calle donde solo se escuchan cada tanto sirenas de ambulancias o de móviles policiales −como para ponerle un poco más de contexto cinematográfico a esto, que parece de película−, no dejo de pensar en cómo estamos pasando este encierro las mujeres. Les que son madres, y están en casa con sus hijes, ayudando en la tarea que mandan les docentes de manera virtual, tratando de tener paciencia y de usar la imaginación pensando actividades para matar el aburrimiento; y muchas veces con sentimiento de culpa por odiar su vida. Amar a sus hijes, pero sentir bronca por no poder sentarse a leer un libro, escuchar música o simplemente dormir sin interrupciones.

Pero a las que más pienso es a las que, además de todo eso, están encerradas con quien las violenta todos los días de su vida, imagino esa cárcel de infierno, miedo y dolor, que en estas épocas dura veinticuatro horas. El primer día de obligatoriedad de este aislamiento se me vino eso a la cabeza, las mujeres en situación de violencia de género para las que trabajo todos los días, y en ese momento, se me cayó de un estante de ese almacén de recuerdos a largo plazo, al que le llaman memoria inactiva, algo que pasó hace treinta años.

No estoy segura si tenía 5 o 6 años, vivíamos con mis padres y hermanos al lado de la casa de mis abuelos paternos, nos separaba una medianera. Esa noche me dieron permiso para ir a dormir a la casa de elles, no tengo recuerdo de haber cenado ahí; mi abuela era ame (?) de casa y además vendía productos por catálogo, siempre tenía un montón de perfumes, cremas y maquillajes para exhibir a sus clientes, y es probable que, antes de dormir, le haya pedido “las cosas de Avón” para ver. A mí, me encantaba revisar esas bolsas, había labiales de varios colores, frasquitos chiquitos de perfume, sobrecitos con cremas que tenían olor a ella, esmaltes perlados bastante feos y rubores de señora; la verdad es que siempre le terminaba pidiendo algo, por eso lo revisaba. Otro recuerdo que tengo claro, como si no hubiesen pasado esa cantidad de años, es que en medio de la noche me desperté por los gritos, yo dormía en otra habitación y claro que no tenía noción de lo que podía estar pasando, me les aparecí ahí, mi abuelo le estaba gritando y pegando cachetadas, estaban arrodillados en la cama forcejeando, ella en camisón tratando de sacárselo de encima, pero en posición de total sumisión, como sabiendo que no va a poder evitarlo, él con su musculosa blanca y pantalón de pijama, mucho más grande físicamente y sabiéndose con más fuerza. Cuando me vieron, la imagen se congeló por unos segundos, como cuando ponés pausa a una película, huí mientras él me llamaba; no encuentro las palabras justas para exteriorizar lo que sentí, pero las que me salen son miedo y desesperación. Corrí a mi casa, llorando. En esa época las casas en el pueblo no se cerraban con llave, por eso salí fácil de su casa y de la misma forma entré a la mía, me recibió mi vieja asustada, preguntando qué pasó, le conté, no me acuerdo si me dijo algo, pero sí que me abrazó. Seguro se acostó conmigo hasta que me dormí. Y a juzgar por lo que vi a lo largo de los años, es probable que esa circunstancia, a mi madre, no le haya llamado la atención. Nunca más fui a dormir a esa casa.

Eso que para mí es un recuerdo horrible, para muchas mujeres, como mi abuela, forma parte de su cotidianeidad. En once días de aislamiento, ya sumamos once mujeres muertas, a una de ellas la enterraron en el patio de su casa junto a su hije, como cuando tenías un perro en el pueblo, se moría de viejo y lo enterraban en el patio, igual; porque para varias personas somos comparables con animales.

Le doy mil vueltas a todo esto, pienso en toda la mierda que vivimos las mujeres todos los días y no sé cuál es la solución, no la encuentro, tampoco tengo tal pretensión, pero al menos algo que calme la ansiedad que genera trabajar con mis compañeras en esto todos los días y que nada cambie. Una siempre hace cosas para cambiar otras, sino para qué, ¿no?

Creo que la única alternativa es un cambio social y cultural, y eso me hace pensarlo más inalcanzable aún. ¿Cómo se hace para que dejemos de ser la puta por vestirnos de cierta forma o por elegir tener más de un vínculo sexoafectivo a la vez? ¿Cómo se hace para que dejen de tratarnos como locas por “tener carácter”?.

Y cuando me pregunto esto, recuerdo algo que me cuestioné hace unos años; iba caminando por la plaza San Martín, vi a una mujer renegando con tres o cuatro niñes, une en cochecito y el resto correteando, se le escapaban, ella desbordada le tiró el pelo a une, zamarreó a otre, y yo, montada y cabalgando sobre mis privilegios, lo primero que pensé fue que era una violenta. Por supuesto que no ignoro que estaba ejerciendo violencia con les que parecían ser sus hijes, tampoco lo justifico, pero creo que el gran problema de nuestro corto análisis es que siempre juzgamos las circunstancias que nos rodean según nuestra posición. ¿Cómo no hacerlo?, teniendo empatía, esa palabra que es tan usada en estas épocas, y pensando en que quizá esa mujer está sola acompañando el crecimiento de les niñes, que probablemente le cueste dormir a la noche pensando si al otro día les va a poder dar de comer, o a lo mejor le cuesta dormir porque, como a mi abuela, el hombre con el que vive la violenta, incluso delante de sus hijes. Ese día pensé: “Cómo no va a estar desbordada esa mujer, acarreando sola con les hijes por pleno centro de Córdoba, entre tanta gente. Solo ver eso me hace pensar en la vida de mierda que debe tener”. Sí, vida de mierda, porque hacerse cargo de les hijes solas es sin duda una mierda, y eso que me lo venga a discutir quien quiera.

Creo que quienes estamos en una posición de privilegio o de mayores comodidades, tenemos una deuda con las mujeres que no corrieron con esa suerte, porque sin duda el contexto en el que nacemos y crecemos es pura cuestión de suerte. Pero ¿qué les debemos concretamente? ¿Les debemos una autocrítica?

 Quizás ser un puente que les dé la posibilidad de formar parte de los espacios que les están siendo vedados.

No le encuentro respuesta a ninguna de las preguntas, ni a las que me hago acá ni a las de todos los días, tampoco una solución rápida a las múltiples violencias a las que estamos sometidas todos los días. Voy a seguir pensando, trabajando y estudiando para encontrarlas, aunque es probable que en ese andar aparezcan nuevas. Lo que sí tengo bien claro es que todavía hoy, en 2020, quienes tenemos la posibilidad de sentarnos a pensar y expresarnos sobre los derechos de (¿todas?) las mujeres, seguimos siendo las académicas, intelectuales, profesionales, las que tenemos la posibilidad de hacer escuchar nuestra voz, que en lo fáctico corremos los mismos riegos, sufrimos las mismas violencias que el resto, pero tenemos esas herramientas, las otras siguen viendo cómo hacen para darle de comer a sus hijes mientras tratan de evitar que las maten.

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