En el ejercicio de mi práctica profesional como psicólogo en un Hospital del conurbano bonaerense, a menudo recibo solicitudes de interconsulta por intentos de suicidio. Estos casos deben ser atendidos por un equipo interdisciplinario, del que formamos parte un psiquiatra, yo y, eventualmente, un trabajador social.

¿Cómo es que el suicidio es materia de la salud mental? ¿Acaso la sociedad no permite que su propio producto (el sujeto) reniegue de su matriz (la sociedad)? ¿Acaso la naturaleza del hombre se transforma de manera tal que se niega a sí misma?

El control de los decesos o bajas en la población es materia del Estado desde hace siglos, desde que el orden social adquiere, como estructura, la modalidad productora de bienes de cambio, en un mercado que regula dicho Estado. La consideración de la vida por parte del poder toma una dimensión diferente a partir de la segunda mitad del Siglo XVIII, donde inicia un proceso conocido como “La estatización de lo biológico”.[i] Es principalmente su característica la inclusión de modalidades de control o disciplinas que originalmente estaban puestas en el individuo y, desde ahí en adelante, se las puede ubicar puestas en la sociedad. Por ejemplo, los controles de natalidad, las defunciones y los procesos de producción de enfermedades. Notamos que el eje de la transformación es fácilmente detectable en lo que va del hombre/cuerpo al hombre/especie. En donde se lo considera en su función de conjunto o de masa global. Los procesos de la vida y la muerte impactarán según la voluntad del Estado. 

Como garante del orden social, el Estado se beneficia con el hecho de que las personas vivan. Es decir, empezó a ocuparse de que sus ciudadanos productores se mantengan con vida. Vamos entonces de un Estado que deja morir a uno que hace vivir. Abandona la postura indiferente frente a la muerte y se ocupa de arbitrar los medios necesarios para que la población no enferme y muera. Si se piensa en contexto este fenómeno, la coyuntura socioeconómica es la de la revolución industrial. Con esto se explica, en parte, el porqué del interés del Estado en sus poblaciones.   

Este es el acto que inaugura la entrada de la vida en la historia. Se transforma entonces la concepción de la vida misma en tanto esta pasa a estar bajo la égida de un sistema erigido supuestamente sobre otro menos sofisticado. Sobre una condición humana más alejada de lo social. Más primitiva.

Ante todo “El suicidio es el único problema filosófico serio”[ii]

Los motivos por los cuales una persona decide quitarse la vida no pueden ser precisados por el hecho de que si efectivamente fueron eficaces en su intento, no llaman al equipo de salud mental. Curiosamente, las estadísticas más fidedignas que existen son aquellas que computan el hecho consumado. Y no los intentos.

Parece una obviedad que un “Intento Autolítico”, tal como se lo anota en la historia clínica del paciente, pertenece como materia al campo de lo Psi. En fin, sabemos que no siempre fue así. Podríamos preguntarnos qué fue lo que se transformó. Al abrir las fronteras de los temas que competen a la salud, el Estado continúa la lógica de control de la población. Por ejemplo, formando ciudadanos en esta temática, atravesando matrices de conocimientos o saberes que proporcionan las universidades, y pregonando un mensaje pseudoaltruista con miras a una “buena calidad de vida”. Ideales que se comparten con resabios de solemnidad que huelen mal.

El ciudadano/sujeto, como hemos dado en llamarlo aquí, mantiene con el Estado y la sociedad una relación tal, que se confunde quién dio origen a quién. Este dilema que fundó discusiones entre distintas líneas de la psicología social. En auxilio la dialéctica de Piaget, que violentamente resumimos, postula que el sujeto crea la realidad y el conocimiento mediante la interacción con estos. Es decir que el conocimiento no está en sí en el objeto ni en el sujeto, sino que es el resultado de la interacción de ambos.

No cabe duda de que la manera en la cual el sujeto decodifica la realidad es, en parte, responsabilidad de la sociedad. Y aquí quizás entrarían los ideales que huelen mal. Los que fomentamos con fachada de calidad de vida, pero que esconden un mecanismo de control. En este caso, como agentes portando guardapolvos y un supuesto saber sobre el tema.

Independientemente de las características particulares de cada estructura psíquica, todos los intentos autolíticos guardan al menos un punto en común: son “intentos”. Y es nuestro trabajo que no se repitan. ¿Cómo? ¿Por qué? Con tratamiento psicológico, psiquiátrico, o con ambos, según el caso. Porque ya no es posible significar socialmente el suicidio como antes, cuando era aceptado en la mayoría de las sociedades primitivas y antiguas. Desde los Mayas, quienes veneraban a Ixtab, la diosa del suicidio, hasta los egipcios. Incluso es harto conocida la técnica del Harakiri, una manera de limpiar el honor de la familia Japonesa. También, en los primeros siglos del cristianismo el suicidio era aceptado. Luego, con el paso de la edad media, quedó considerado como pecado mortal, al menos así lo indica el concilio de Toledo del año 693.[iii]

La idea de que el suicidio sea el único problema filosófico serio abre al menos dos tangentes. La peste[iv] y el mito de Sísifo[v],en estos textos el escritor supo bordear, por un lado, el esfuerzo de un pueblo por no desaparecer en manos de la peste bubónica y, por otro, el esfuerzo por hacer algo con el sinsentido; el mito de quien sube la colina con la piedra a cuestas para que esta caiga y volver a subirla, siempre.

La mortificación por excelencia. Lo que no cesa de no tener sentido. Frente a eso, el acto suicida reivindica la matriz de la colina. Y, en paralelo, su negación. Un pueblo desesperado por el acecho de la peste en el que tanto el médico como el cura guardan lugares privilegiados.  

La naturalidad del hombre tomada como sinsentido

Si forzamos el sinsentido y lo ubicamos en consonancia con la caída de las identificaciones, podríamos obtener una suerte de explicación para el acto suicida:

En efecto, para el enigma del suicidio el análisis nos ha traído este esclarecimiento: no halla quizá la energía psíquica para matarse quien, en primer lugar, no mata a la vez un objeto con el que se ha identificado, ni quien, en segundo lugar, no vuelve hacia sí un deseo de muerte que iba dirigido a otra persona.[vi]

En el acto del suicidio, el sujeto se pone al margen de los fines evolucionistas de la vida. La tendencia hacia la perpetuación de la especie es puesta en jaque y, con ello, todo el pensamiento que se sostiene unívocamente en la biología. No obstante, hay medicación y psicoterapia. Por suerte hay, y es fundamental para la fase aguda que atraviesan generalmente, los pacientes suicidas. Esto no quita que suene a chiste tratar farmacológicamente o psicológicamente a quien ha renegado de la vida misma. Lo que parece ser desopilante es que frente a un: “No quiero vivir más”, baje una sentencia de vida a modo de martillo que imparte salud y cordura. Una suerte de voz en off que profetiza un: “Usted tiene que querer vivir”. Y que la sociedad sea una porquería no es de nuestra incumbencia.


[i] Foucaul, Michel, “Defender la sociedad”. Clase del 17 de marzo de 1976.
[ii] Camus, Albert, El mito de Sísifo.
[iii] Angel, Almanzar, El suicidio en la historia de la humanidad.
[iv] Camus, Albert, La peste.
[v] Ob. Cit.
[vi] Freud, Sigmund, Psicología de las masas y análisis del yo.

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