2 a.m., Nakano. Salgo de un bar a una de esas calles de ladrillos tan elegantes que caracterizan al barrio y donde los catadores de tragos y sake pasan un rato interactuando hasta que deciden volver a sus casas. Yo también encaro la caminata de cinco minutos que va a llevarme a la mía en la parte más residencial del barrio. No hay un alma a la vista, pero sí un semáforo peatonal, el mismo por el que paso siempre y en donde una y otra vez me pregunto por qué carajo existe. Está en rojo. Estoy a punto de cruzar de todas formas cuando me percato de que enfrente hay un hombre vestido de traje azul, apoyado contra el poste. En una mano sostiene un maletín y en la otra un paraguas (si bien hoy no llovió); se balancea con ambos en un intento por mantener su postura a pesar de su ebriedad. Enfoca su mirada en mí, en el semáforo peatonal a mi lado, que sigue en rojo. Nos quedamos ambos quietos, un segundo, dos. Un minuto. Solo cuando el semáforo se pone en verde, cada uno retoma la marcha.

Otro caso, más a tono con la situación mundial. 5 p.m., Shibuya. Hacía días se había declarado el primer Estado de Emergencia por la pandemia del Covid, el cual duró del 7 de abril al 8 de mayo de 2020. A pesar de algunas modificaciones en los horarios de los negocios y trenes, sin embargo, poco impuso dicho estatuto en Japón. No hubo multas ni penalizaciones y las fuerzas de seguridad no tuvieron derecho a interceder en ningún momento. Todo quedó en manos de la obediencia generalizada y de aquello que el gobierno pidió hasta el hartazgo: el jishuku (el autocontrol o autorregulación). En ese marco, uno veía a los policías avanzar por las calles de Shibuya, por el cruce más transitado del mundo a hora pico, repitiendo (traduzco literal): “Les pedimos muy encarecidamente que regresen a sus casas por el bien de todos”. La mayoría de los japoneses respetaban el amable pedido policial; cada uno miraba a los otros, sin embargo, con un dejo de desconfianza.

A estas fotos mentales de japoneses obedientes podemos sumar otras (en Japón está prohibido sacarles fotos a los demás en la vía pública, pero la escritura nos exime de someternos a esa ley). Una de esas fotos podría ser de una niña de primaria que hace un silencio sepulcral ni bien el maestro pone el pie dentro de la clase. Otra es de un empleado en la fiesta de fin de año de la empresa, mirando su cerveza sin darle un sorbo, pues sabe que no puede beber hasta que su jefe lo haga (y solo si lo hace). Una tercera foto es de una anciana que pasa largas horas del día separando la basura y la de su familia (y la de sus vecinos). En una cuarta foto, se pueden ver las enormes y ordenadísimas filas para conseguir refugio luego de la catástrofe de 2011. En una quinta, hay decenas de hinchas japoneses limpiando su sector de la platea en un estadio de fútbol ni bien termina un partido. La última no es una foto, sino un grabado antiguo donde se ve al legendario pescador de ese cuentos-de-hadas Urashima Tarō, a quien el Dios Dragón le regaló en el fondo del mar una caja con joyas que le daría felicidad eterna siempre y cuando no la abriera.

¿De dónde nace este repertorio aparentemente infinito de instantes obedientes? La obediencia japonesa tiene en realidad sus orígenes en el confucianismo chino. En el siglo VII, el Príncipe Shōtoku (dicen los relatos) difundió en el archipiélago las cinco virtudes cardinales enseñadas por Confucio: la benevolencia, la justicia, la cortesía, la sabiduría y la fidelidad. La cultura samurái transformó esos principios en otros siete bastante similares a través del código bushido: benevolencia, rectitud, respeto, honestidad, coraje, honor y lealtad. El budismo zen, también, está estrechamente ligado a la idea de obediencia, sea esta última hacia el silencio o hacia la nada; recordemos ese haiku de Uejima Onitsura: “Obedecen las flores silenciosas en las profundidades del oído”[1]. En el siglo XX, la educación militarista se alejó del confucianismo, pero no de las ideas de obediencia a la autoridad y al sacrificio, cosa que sobrevivió (aseguran expertos en pedagogía archieruditos) incluso luego de las transformaciones impuestas por el Ejército de Ocupación Aliado en la posguerra. En las últimas décadas del siglo XX, por último, la lógica de la obediencia tuvo otra mutación: forjar empleados disciplinados que antepusieran el bien de la empresa por sobre todas las cosas.

A lo largo de los siglos, confucianismo, budismo, militarismo y corporativismo (entre otros condicionantes históricos) fueron moldeando la actual obediencia japonesa. Y esto fue siempre en pos de mantener el orden social, la cohesión del grupo o, más ambiguamente, “lo colectivo”. En este marco, la obediencia japonesa se ha sostenido por la mirada ajena y el juicio del otro. En la foto mental que saqué en aquel semáforo en Nakano, el japonés ebrio y yo nos mantuvimos inmóviles porque sabíamos que el otro sería un infractor de la ley en caso de cruzar. De igual modo, en la foto mental que saqué en Shibuya, la mayoría de los japoneses respetaron el amable pedido policial porque ninguno quería que los demás lo vieran como un perturbador del orden público. Las antes mencionadas instituciones (confucianas, budistas, militaristas y corporativistas, entre otras) efectivamente moldearon a la obediencia japonesa, pero la regla, esto es, literalmente la vara con que se midieron los resultados, siempre estuvo fuera de aquellas; fue la sociedad entera.

A veces esto llevó a casos de despersonalización extrema. Quizás ninguna de las fotos mentales que saqué en Japón me resultó tan impactante en estos términos como la siguiente: el 29 de octubre de 2004, un viajero japonés que se encontraba en Irak llamado Kōda Shōsei fue secuestrado por el grupo yijadista de Abu Musab al-Zarqawi. Lo hicieron sentar de rodillas sobre una bandera de Estados Unidos y, con tres de sus captores detrás, fue asesinado frente a una cámara para luego transmitir ese video por todo el mundo. Antes de su muerte, el joven pidió disculpas a su país y su familia por los problemas causados. A su vez, la familia de la víctima les pidió disculpas al gobierno y a todos aquellos de quienes recibieron ayuda. El caso generó un revuelto tremendo e incluso hoy día gran parte del miedo que sienten los japoneses hacia países árabes o musulmanes proviene de ese evento. Mi foto, sin embargo, no fue esa. La foto fue de uno de mis alumnos quien, al debatir el tema en clase, les dijo a sus compañeros, también adolescentes: “yo habría hecho lo mismo”.

La obediencia japonesa a veces nos aterra. Pero también hay algo en el modo de vida occidental que aterra a los japoneses. En Occidente, la tendencia a la transgresión es común; el infringir un precepto es visto como un motor de cambio y de transformación, pero también es una regla implícita a la cual las sociedades se someten estricta y obedientemente. En Japón, la tendencia es más bien al cumplimiento y a la preservación de la ley, llegando a veces a tomar formas desinteresadas y extremas (¿rupturistas?) ante aquel valor exacerbado en otras partes del mundo: la individualidad. En las décadas inaugurales de la hegemonía asiática en el tablero geopolítico, ¿estamos obligados a elegir uno u otro modelo, a creer que se trata de posiciones antagónicas? ¿O vamos a permitirnos ser más desobedientes con las imágenes mentales que nos hacemos de otros y de nosotros mismos?


[1] 順ふや 音なき花も 耳に奥 shitagau’ya oto naki hanamo mimi no oku. En su traducción al inglés, Reginald Horace Blyth optó por hacer del poeta y de su oyente el agente de la obediencia (“We are obedient / and silent flowers too / speak to the inner ear”). Alberto Silva, en cambio, eligió quitar la palabra ‘obediencia’ de su traducción para reemplazarla por la acción de ‘someter’, propia de quien impone la regla (“Abre el oído / somételo / al silencio de las flores”).

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