Cuando le digo a la gente que estudio cultura japonesa, casi siempre, me suelen mirar raro; algunos se ríen, otros –más diplomáticos– asienten y agregan: “Pero qué interesante”. También están aquellos que se permiten afirmar que alguna vez vieron Mazinger Z, o que escucharon unas flautas japonesas en la película tal, o que saben que un samurái era una persona noble y desinteresada. Hay personas que tienen hijos que hacen karate o judo, y hasta habrá algún demente que sabe que la dieta japonesa no se reduce al arroz. También están los que hablan del trabajo, de la disciplina, de cosas así. Pero yo sé que en realidad lo que la mayoría de ellos piensa es: “Y este, ¿de qué carajo me está hablando?”