La historia ha jugado malas pasadas a quienes se aventuraron en pensar cómo sería el futuro. Desde Fukuyama hasta Macri y Carrió, la futurología no ha logrado instalarse como una mirada social o científicamente atendible. La posibilidad abierta de un futuro diferente y auténtico, deja de ser una sospecha y se convierte en un camino a recorrer.
“El otro cielo” lleva de título un gran cuento de Julio Cortázar donde el personaje central es un porteñísimo corredor de Bolsa que se debate entre votar a Perón o a Tamborini mientras va y viene en el tiempo desde Buenos Aires a París. La narración maneja unos niveles de tensión increíbles, hay elementos perturbadores por doquier, como decía Chejov: “la buena literatura está atravesada por armas siempre a punto de dispararse”. Sin embargo, lo interesante a los efectos de este artículo es el lugar que ocupa en aquella narración el “Pasaje Güemes”. Estas galerías son el lugar de interrupción de tiempo y espacio, cuando el protagonista la atraviesa, cambia de continente y retrocede alrededor de cien años en el tiempo.
Hoy estamos en un contexto histórico que nos permite sentir el estrepitoso fracaso de la teoría predictiva de Fukuyama acerca del fin de la historia y algunos hasta se animan a colocarle un rótulo propio de la música tildándola de “teoría ochentosa”.
Ríos de tinta se han escrito acerca de que la obra de este tecnócrata estadounidense de origen japonés fue en cierta forma una resignificación de aquel final de la historia hegeliano donde es explicada como un despliegue de la razón deviniendo en lo absoluto que resulta ser al mismo tiempo, el punto de llegada de la propia obra filosófica de Hegel. No es necesario explicar hasta qué punto en ambos casos la historia inmediatamente posterior se ocupó de refutarlos contundentemente, tal es así que Enrique Del Percio con ironía dolinesca afirma: “Después de las predicciones acerca de un último hombre, cada vez que alguien sugiere estar ante el fin de la historia o algo por el estilo, no hago más que entusiasmarme y esperar inminentes cambios de paradigmas”.
Sin embargo, aunque superada por una realidad que se impuso, esta teoría todavía encuentra en el escenario político argentino ciertos cálidos hogares para explayarse. Basta para ello prestar atención a las declaraciones de dirigentes como Mauricio Macri y Elisa Carrió quienes frecuentemente afirman estar en un presente histórico donde ya no hay ideologías sino buenas o malas gestiones y en el que es la eficacia el parámetro principal/ único de análisis.
La teoría del fin de la historia supuso entender que el motor de la historia se había por fin detenido y que la democracia liberal emergía como el único sistema político posible en un contexto donde las relaciones estaban cada vez más enmarcadas en un proceso dado a conocer como globalización. Sin embargo, hace tiempo que tesis como ésta encuentran fuertes cuestionamientos dentro de las ciencias sociales. Es así como el sociólogo Aníbal Quijano sostiene que en realidad la globalización no es más que parte o acaso la culminación de un patrón de explotación denominado “colonialidad del poder” e iniciado con la conquista de América, y la apuesta debe dirigirse a la descolonización de esa matriz de poder. Es así como en el ámbito de las ciencias sociales, también hasta hace poco atravesado por el nihilismo de la imposibilidad crítica, el escenario comenzó a agrietarse de la mano de nuevas corrientes como el programa modernidad/colonialidad encarnado por intelectuales como el ya citado Aníbal Quijano y otros como Enrique Dussel (emblema de la filosofía de la liberación en los setenta) o Walter Mignolo.
Desde la dimensión de lo político, desde aquel momento hasta entonces, el mundo y sobre todo Latinoamérica ha visto sucumbir el fukuyamismo a partir de la aparición, en un principio, del “neozapatismo” en México o del Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra en Brasil y, en los últimos años, de la mano de gobiernos con base fuertemente popular en gran parte de la región (con Bolivia como ejemplo paradigmático). Asimismo, numerosos países de la Comunidad Europea y los Estados Unidos atraviesan crisis económico financieras sin precedentes que obligan a repensar el imperativo de la libertad de mercado.
Fue justamente a partir de la aparición de expresiones como el EZLN que se empezó a escuchar cada vez con más fuerza la consigna del “Un mundo donde quepan otros mundos”, un grito desde la herida colonial que arrastra 500 años de lucha y resistencia.
Es ahora, donde retomamos a Cortázar y a su pasaje Güemes. Aquellas galerías funcionan como “un otro cielo” siendo la expresión de una idea muy fuerte dentro de la literatura y sobre todo de la filosofía heredera del surrealismo del Siglo XX expresable en palabras de Paul Eluard: “hay otro mundo y está en éste”. Es así, como queda claro que procurar aquella otra realidad que habita ésta, resulta una idea también enmarcable en una tradición eurocentrada.
Vemos entonces, cómo es posible extraer tanto desde una tradición latinoamericanista heredera de siglos de colonialidad del poder y de una tradición filosófica más bien de corte europeo, una propuesta similar. A menudo es observable cómo en el ámbito académico se critica a la red modernidad/colonialidad por propugnar un relativismo cultural o por tener un proyecto empañado por la nostalgia y meramente celebratorio de un pasado indígena. Sin bien, obviamente en otro registro, las críticas son similares a las que se le realizan a proyectos políticos como el de Evo Morales: la conformación de un proyecto romántico lisa y llanamente reducible a un retroceso a formas ya superadas.
Esto no hace más que obligarnos a sacar a relucir el concepto de “transmodernidad” de Dussel en el cual el filósofo argentino expresa que el proyecto decolonial no supone de ninguna manera una oposición absoluta frente a Europa sino que apuesta a la convivencia de la diversidad cultural y al reconocimiento de igual a igual. De hecho, hasta apuntala valiosas conquistas occidentales como los Derechos Humanos.
En este sentido, la existencia de un gran pasaje Güemes en los rincones perdidos del eurocentrismo y en el corazón mismo de la tradición latinoamericana parece ser un punto de diálogo propicio para establecer intercambios y desarrollar proyectos mutuos transformadores de la sociedad.
Cortázar imaginó un otro cielo y el objetivo hoy debería apuntar a habitarlo y, en palabras de Walter Mignolo, transformarlo en “un cielo otro”■