La creación, posesión y uso de la tecnología ha sido desde siempre determinante en el desarrollo de las sociedades. El dominio del fuego, pilar fundamental en la progresiva constitución biológica y social del hombre tal y como lo conocemos, significó desde el paleolítico en adelante la posibilidad de modificar la calidad de vida. Esa es la función primordial de un artefacto, signo de la tecnología: hacer la vida más fácil, mejorarla, suplir la indefensión constitutiva. La herrería, la rueda, el astrolabio y el sextante, el ábaco, el papel, la imprenta implicaron un salto cualitativo en las formas de entender el mundo y las relaciones que entablan los hombres con él y entre sí. Esas herramientas posibilitaron el cruce de océanos y el sometimiento de imperios, la llegada a la luna y la amenaza del invierno nuclear. Dual, por ser un producto humano, la tecnología pendula entre el beneficio y la condena para el hombre, siempre debe ser interpretada, siempre es un signo de algo más que el objeto en sí mismo.
Entre 2007 y 2010, la República Oriental del Uruguay inició y culminó exitosamente el plan Ceibal, que consistió en que cada alumno y docente de las escuelas públicas contara con una computadora con acceso a internet, convirtiéndose en uno de los primeros países del mundo en garantizar un acceso igualitario a la mayor biblioteca de la humanidad. Algo semejante intenta en estos momentos la presidenta de la Argentina, Cristina Fernández, quien ya vislumbra las dificultades al contar con un territorio más extenso que el hermano país y una desigualdad educativa y económica más pronunciada entre pobres y ricos. Y porque el acceso a internet y a una computadora parecería ser un despropósito allí donde aún no pueden garantizarse establecimientos adecuados para un mínimo dictado de clases en condiciones en todo el territorio nacional.
Enfocamos la cuestión tecnología desde el punto de vista informático porque es quizás el punto más cotidiano en donde las tecnologías atraviesan la vida cotidiana. No obstante no debiera ser el único. A diferencia de la penetración que las nuevas tecnologías comunicacionales han tenido en la sociedad aún no ha ocurrido lo mismo con las tecnologías sanitarias. Pocos hospitales públicos cuentan con herramientas de avanzada para diagnosticar, pronosticar y sanar a los habitantes más carenciados del país. Y si los tiene no cuentan con el mantenimiento requerido. Algo similar ocurre con la industria nuclear de la cual Argentina es exportadora a través de consorcios públicos y privados. Se cuenta con la capacidad de exportar materia prima y desarrollo técnico en ese campo pero no se puede asegurar el acceso de toda la población a la electricidad. Cualquiera que haya salido de los recorridos turísticos habituales de, por ejemplo, el noroeste argentino puede dar fe de ello.
El proyecto económico que signó los últimos 20 años de la Argentina acabó desmontando la infraestructura ferroviaria. Una tecnología que participó de la revolución industrial del siglo XIX, fue dejada de lado por deficitaria, por obsoleta en el marco de una ideología particular. Este abandono significó el aislamiento de miles de pueblos. El ferrocarril, signo indiscutible del progreso positivista, pasó de la noche a la mañana de los vaivenes políticos a ser un escollo. Y lo sigue siendo hoy, por su ausencia, por la subinversión destinada a los ferrocarriles urbanos. El aumento del parque automotor no fue acompañado por una ingeniería del transporte que proyectase lo que hoy ocurre. No se traduce sólo en la cuestión de llegar o no tarde al puesto de trabajo. Se traduce en una tensión social que genera miles de muertos al año. La inversión estatal a favor de un acceso vía tecnológico al Fútbol Para Todos es una broma de mal gusto en comparación con un acceso democrático al transporte público seguro.
La tecnología también versa sobre nuestra basura. La Argentina no cuenta con un plan estatal de reciclaje. En estos días un conflicto gremial dejó a la provincia de Buenos Aires y a la capital federal sepultada literalmente bajo toneladas de basura. El riego de no saber qué hacer con la basura en una urbe es incalculable. Se piensa con rapidez en la salud pero también debería pensarse en la naturaleza. Contamos con la tecnología para reciclar, el tema figura en los manuales escolares, pero no se articulan políticas ni se invierte porque no hay una visión de futuro. Enterrar basura, como lo hacía el homo erectus, termina matando, basta con visitar el “cinturón ecológico” de González Catán para comprobar los niveles de contaminación y enfermedad que eso genera; al punto de que un juez dijo en un escrito “el agua de González Catán no sirve ni para lavarse los dientes”.
No mencionamos el voto electrónico para no ahondar en el problema del fraude. Ni de muchas otras variantes de la tecnología. Pero debemos comenzar a pensar que la tecnología salva vidas, las une, las mejora, nos interpela por los riesgo que toma y por lo beneficios. Pero no lo hace por nosotros sino con nosotros. Un ipad, una notebook y un tomógrafo computado no son nada si no se los interpreta, si no los ponemos en el mundo para servirnos.
La mejor tecnología es aquella que nos acerca a la naturaleza, a la vida y a los otros. Tecnologías sociales■