Luego de un largo viaje, llegamos por fin a un nuevo ANDÉN, hambrientos de saberes. A esta altura es evidente que los caminos conducen el andar, por más prevenidos que los enfrentemos. Mucho más si uno transita por vías, donde la posibilidad de improvisación y la libertad de tránsito son trazadas antes de partir. Así, se inició la propuesta temática de este número rondando una necesidad básica de todo ser vivo: la alimentación. Y de a poco fuimos descubriendo en este aspecto de nuestras vidas, que bien puede tomarse como algo colateral –cuya simple y rápida satisfacción nos permite continuar nuestras importantes actividades–, bien puede también, si le prestamos la suficiente atención, modificar y condicionar nuestros propios hábitos de vida.
Hay tres ejes centrales que recorren nuestra búsqueda en este número. En primer lugar se encuentra el hecho de que por vez primera en esta historia se da la combinación sobreproducción-hambre. Esta ecuación no tiene nada de complejo, significa que se produce más de lo necesario para que todos subsistan, pero a la vez, y sin perjuicio de ello, hay grandes hambrunas en el planeta. Directamente asociado a este punto se encuentra uno de los argumentos que suele sostenerse para la justificación del uso de los OMG (organismos genéticamente modificados) a gran escala. Este razonamiento consiste en legitimar la aplicación de los desarrollos científico-tecnológicos en materia de producción de alimentos, en el hecho de que contribuirían a palear el hambre en el mundo. Este argumento es falaz, toda vez que del hecho de que se produzca más, se deduce que habrá más (a lo sumo se podrá arriesgar que se acumulará más), pero no que se distribuya mejor. Lo errado de este razonamiento es plantear que la producción y la distribución se encuentran vinculadas, cuando la relación entre ellas es convencional. En ese sentido, podemos notar que si bien no se ha probado que la tecnología resuelva los problemas de alimentación, bien se podrían resolver mediante una política distributiva justa.
Si, como decimos, se producen más alimentos que los necesarios para que toda la humanidad se alimente, entonces es evidente que el problema no consiste en la producción sino en la distribución de los mismos. Resta entonces preguntarse por qué existiendo el desarrollo técnico necesario para que se cubran las necesidades básicas, estas persisten y se reproducen. Sin pretender acabar el interrogante, convengamos que las desigualdades son más promiscuas que la justicia.
Un segundo eje puede encontrarse en la paradoja de la unificación de los modos de producir alimentos, directamente asociados a la estandarización de los gustos de quienes los consumen. Este factor parece otorgar confianza y seguridad a los consumidores, que en muchas ocasiones llegan a conocer la cadena completa de producción, bien presentada por el marketing empresarial. La adquisición del paquete tecnológico necesario para la producción conforme a los patrones requeridos, deja fuera de competencia a los pequeños productores, quienes no tendrán lugar en las grandes cadenas de supermercados, y restringirán su posibilidad de supervivencia a circuitos alternativos.
Como complemento de lo anterior, se debe agregar que estos mecanismos de producción y comercialización, en vez de explotar y multiplicar la variedad, la aniquilan. La explicación pareciera residir en que es mucho más simple limitarse al control y la manipulación de algunos productos claves, cuyo patrón es definido por los grandes productores, que aventurarse en la diversidad de tipos que fueron producidos y son producidos a lo largo de nuestro continente. Los miles de tipos de papas y maíces que existen en América son reemplazados por pocos omg. De allí que la pluralidad histórica cede ante la unidad científica.
Por último, nos preguntamos si ese tan citado prólogo de la contribución a la crítica de la economía política tiene algo que decirnos acerca de la alimentación. Parafraseándola, nos preguntamos si pueden nuestras dietas –condiciones materiales para la vida– condicionar nuestras personalidades –superestructura– y con ello nuestros sistemas políticos, parámetros de aceptación, gustos, etcétera. Es decir, en qué medida comer o no comer, por un lado, así como qué comer, por el otro, pueden condicionar nuestras actitudes, nuestras prácticas, nuestras instituciones. La primera relación es evidente: quien no come dudosamente esté preocupado por respetar algún tipo de Institución. La segunda es algo más polémica: pensar que lo que nos alimenta nos condiciona parece una clara extralimitación del pensamiento. Sin embargo, si admitimos que la cultura se mueve al ritmo de los hábitos, debemos preguntarnos quiénes son sus verdaderos productores, por qué salir a comer a determinado lugar nos hace sentir bien, qué hay detrás de ello, cómo se forman nuestros gustos, quién gobierna verdaderamente nuestras emociones… Curioso y persistente es el transitar de esta máquina, que desde los márgenes del pensamiento –conurbano profundo– fagocita los pulcros planes sistémicos■