La máquina avanza lento, inconfundible. Las vías, a diferencia de los caminos, tienen pocas posibilidades, la incertidumbre es menor. La determinación, en ciertas ocasiones, demasiado arbitraria. El tren se detiene en un andén donde muchas opiniones confluyen, chocan, se debaten, se quiebran y se rearticulan. Definitivamente, no es el ANDÉN de la seguridad.
Hay dos opiniones muy corrientes, que tomadas a la ligera (es decir, al igual que como son formuladas) pueden llevar a lugares disonantes, pero que arriban a un lugar común: por un lado, los sectores más reaccionarios entienden que la seguridad es el tema que la agenda política debe ubicar en primer lugar. Baste recordar las portadas de los grandes medios gráficos de comunicación, las radios, la tele o, como mero ejemplo, la última campaña realizada por Francisco De Narváez para las elecciones legislativas. En la publicidad que el actual Diputado de la Nación produjo para esa elección bajo el slogan “tengo un plan”, agrupó gran parte de los intereses de una clase media y alta descontentas con las políticas oficialistas. Estos sectores, estaban principalmente dolidos por la política con el campo, pero también preocupadas por el riesgo de sus intereses económicos y de su cuidado físico-espiritual. Tener las cárceles llenas de presos no equivale a tener una calle más segura; bajar la edad de imputabilidad para meter a los pibes presos, genera que aquellos jóvenes que se están formando por lugares alternativos a la educación que los hijos de la clase media-alta reciben, sea directamente nula puesto que en la cárcel no hay educación. Así, cualquier posibilidad a una alternativa de educación social es anulada.
Ese plan -que aún siguen esperando sus votantes, quienes no parecen guardar rencores a pesar de su ausencia- lleva consigo una política simplista en la que los pobres son equivalentes a los delincuentes, donde los juicios deberían llevarse a cabo en tiempo récord, donde el exceso de pragmatismo es moneda corriente, y la fórmula parece reducirse a “gatillo fácil, corazón contento”. La dura realidad demuestra que este tipo de medidas son regresivas. Tener las cárceles llenas de presos no equivale a tener una calle más segura; bajar la edad de imputabilidad para meter a los pibes presos, genera que aquellos jóvenes que se están formando por lugares alternativos a la educación que los hijos de la clase media-alta reciben, sea directamente nula puesto que en la cárcel no hay educación. Así, cualquier posibilidad a una alternativa de educación social es anulada.
Por el otro lado, aquellos que tal vez son más sensibles, pero no por ello menos reduccionistas, entienden que los sistemas penales no son garantía de cambio social o reeducación funcional a los deberes y derechos de la sociedad, sino represivos y opresores, y deben por ello anularse. Nadie en su sano juicio puede considerar que esta alternativa resuelve el problema de la seguridad, aunque éticamente se encuentre más cercana a las garantías de las personas.
Lo cierto es que, por un camino o por el otro, el problema de la seguridad no es resuelto. Y esto se debe principalmente a dos factores: el primero, es qué entendemos por seguridad y quién padece realmente la inseguridad. El segundo, es el momento de actuar. Ambas posibilidades se truncan en el criminal, pero ninguna nota el modo en que este se forma, ni se plantea sinceramente posibilidad de cambio en la persona que ha delinquido.
La seguridad es un concepto polivalente pero aun así el discurso de los medios masivos de comunicación lo reduce a uno solo, al de los bienes y la vida. No se exige del mismo modo seguridad educativa, seguridad jurídica, seguridad sanitaria que seguridad para los bienes. “Joven es asesinado para robarle el auto”, “anciana es golpeada para sustraerle sus ahorros”, “comerciante es secuestrado”: todos ellos ejemplos gravísimos de inseguridad pero que hacen foco en posesiones privadas por lo general de personas en un mismo rango social más o menos lábil.
Todos los días es asesinado alguien en las villas de todo el país, todos los días cientos de trabajadores son asaltados en trenes atestados de personas, o pagan peaje para pasar de una punta a la otra de su propio barrio. Las violaciones, los robos, los abusos de poder que las clases pobres sufren no ocupan el espacio televisivo del horario central ni los titulares de ningún diario. En algunos medios, porque la problemática es negada con fines electorales; en otros, porque a la clases a la que están dirigidos exige un enemigo fácil de identificar.
También deben decirse algunas cosas: no existe el país maravilloso donde no haya robos ni violaciones ni tráfico de drogas ni crimen organizado. Existen países, sí, con políticas sociales históricas, inclusivas, con sistemas carcelarios que buscan insertar a los internos nuevamente a la sociedad de la que son producto y en la que los índices de criminalidad, por esos motivos, son menores. Pero en ningún lado llueven rosas. Y por terrible que sea escucharlo y doloroso para las víctimas ninguna sensación de inseguridad se acaba en uno o dos años. Se tarda mucho más que el tiempo que se tardó en generar esa situación y para eso realmente hace falta algo: un plan, no como el de De Narváez, uno en serio, como no lo hay ni ha habido nunca en la República Argentina■