Retomar la seriedad que teníamos al jugar cuando éramos niños, ha sido para mí una máxima irrefutable, tan verdadera como la sonrisa de cualquier bebé.

Por esto vengo acá a jugar un poco. Como un niño, quiero despojarme de la posibilidad de fallar, de claudicar. La libertad de no tener que llegar a una conclusión final, y que el pomposo punto final no se vea obligado a resonar como eco de verdad absoluta.

Sólo quiero escribir  y divertirme mientras lo hago, sin tener en cuenta mis amigos críticos, mi pasado de escribidor, y mi ausencia de prestigio. Hacer algo sin la búsqueda de aprobación.

Lo primero que se me viene a la mente, es el recuerdo del sabor de tomar agua de la manguera, un agua tibia, caliente diría, pero mágicamente refrescante. 

El equipo del barrio me necesitaba, no podía permitirme más de diez segundos de pausa, y dejar al equipo con ocho, ya que, ¡éramos nueve desde el arranque! Sacrificios homéricos, perdidos en el anonimato, en el devenir de “crecer”.

Recuerdo también, el asfalto con cuatro piedras, bastante parecidas, homogéneas, dos por arco, generalmente yo las buscaba blancas, de esas que cuando las chocás una con otra hacen “chispa”.

Dueños del asfalto. Si un auto se equivocaba  y pisaba uno de los “palos”, sentía un odio profundo, visceral, y la posibilidad del insulto, ese insulto que sólo una falta al honor grave autoriza (aún si el irrespetuoso era padre de alguno de los titulares).

El comienzo del saber sexual.  Esos perros de la calle, uno sobre el otro, en una posición asimilable al comienzo de una pirámide humana (una pirámide perruna), donde el de arriba muy por el contrario de quedarse quieto, comienza a tambalearse rítmica y mecánicamente, y la pirámide que se tornaba imposible. Me recordaba a una película que había visto años antes  y que papá,  cambió urgentemente, en aquel entonces, sin razón valedera. ¿Que era ese juego que nos prohibían mirar?, ¿por qué jugaban a eso que de divertido parecía no tener nada? “Cosa de grandes”. Como tantas que no me interesaban.

Y el llanto de niño. El salado llanto de niño. Ése que me ahogaba de lágrimas y mocos. Un llanto que, a diferencia del llanto “adulto”, no sabía si era eterno o si algún día debería dejar de llorar. Como en general, toda actividad que un niño emprende es sustancialmente eterna, infinita. El final y la muerte son otras de esas “cosas de grandes”. Eran tanta las cosas de grandes que ya casi los niños no teníamos nada. Y eso de los “niños de hoy”, nada que ver con los “niños de antes”, y que sé yo, y tantas otras patrañas más.

“¿Sos de Boca o de River?” Lo importante que era decidir si ser de Boca o de River.

¡Tamaña decisión, a tan temprana edad! Sin saber que los años y la felicidad venidera, también las lágrimas, se hubieran ahorrado con simplemente ser “de Argentina”. Pero había que jugársela. El gris no es un color de niños.

Yo que quería pintar con el gris, pero no quería que la psicopedagoga llame a mamá, y le diga que soy un chico peligroso o triste, o vaya a saber que mentiras le iba a decir, así que agarraba el rojo nomás. A quién no le gusta el rojo.

Mi primer amor: la “seño” de primer grado. ¡Cómo no enamorarse! Las maestras en mi infancia producían el milagro de leer, aprender o enseñar a leer, uno tras otro: ¡milagro!

Aprender a escribir el ¡propio nombre! Esa seño me ubicaba en el mundo hacia mi “yo”. Me hizo.

El sonido que se significa. La repetición con los labios de eso que dice el papel, y escribir eso que mis labios habían dicho alguna vez.

En el mismo instante que aprendí  a leer y a escribir la palabra amor, empecé a amar y por lo tanto a equivocarme. El precio de los milagros se paga con vida.

El giro copernicano del número entero a la fracción. Magia de hacer algo de la nada.

Cómo no me iba a enamorar.

Luego de tanto recuerdo, volviendo a donde comencé, volver al inicio, trato de reflotar lo que alguna vez ha funcionado.

La posibilidad de que esto no sea bueno, que mis palabras no tengan sentido, importaba poco en esas épocas. Ahora importan tanto, que hasta cobran por escribir algunos,  según cuentan las buenas lenguas. Sin duda hay algo que se ha perdido, y que yo he perdido. También he perdido la duda.

Escribió una vez alguien, hablando de lágrimas, de niños y de escritores: “En Malmö, sentí la muerte. Nunca había experimentado tal inexistencia. Nadie del lugar me había mirado. Mis ojos no habían encontrado colegas. De fondo clásicos de Jazz que me mantenían en respiración artificial, una traqueotomía de Summertimes.

El otro es mi abismo, el otro es mi propia existencia. Un niño de ojos transparentes, una mezcla de ángel y demonio (como todo niño) me miró tan profundamente, como una cachetada al alma, me despertó de esa pequeña muerte”.

Y será que los niños están aquí, para recordarnos cosas olvidadas. La tristeza del niño que murió dentro de nosotros. Ahora ya no juego por jugar.

¿Y que he querido hacer en esta nota?

Pues, seguramente escribir, jugar, también recordar. Y soñar que quizás, este escrito pueda no terminar, y ahora quiero seguir escribiendo, pero son las nueve, hora clave. Marcada por el recuerdo del rigor suizo de mi madre, que a su vez, se mezcla con una especie de culpa, de todas las veces que cuando chico “hice renegar”. Y me pongo maduro, grande.

Pongo un punto final, muy a pesar mío■

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