Uno de los aspectos más brutales con los que representamos al agua es la furia de los mares. Desde tiempos inmemoriales todas las culturas que viven a su vera agradecen sus dones, pero también le temen. Nada de eso ha cambiado en absoluto. En épocas de bits, átomos y biotecnología, aún resuena ese miedo que se dispara en ocasiones hacia los símbolos más impensados.
Ya que hablamos de agua, no está de más recordar que, en lo que va de este siglo, ocurrieron los dos peores tsunamis de la historia humana. El primero fue el de Sumatra (Indonesia) del 26 de diciembre de 2004. Fue consecuencia de un terremoto de 9.1 en la escala de Richter, alcanzó los cincuenta metros de altura e irrumpió tierra adentro más de cinco kilómetros; ocasionó la muerte de doscientas treinta mil personas y gastos por más de 10 billones de dólares. El segundo fue el de Tōhoku (Japón) del 13 de marzo de 2011. Fue causado por un terremoto tan potente que movió el eje de la Tierra y a Japón entero tres metros en el mar; hubo más de veinte mil muertos y el desplazamiento de quinientas mil personas, además de destrozos a la central nuclear Fukushima Dai-ichi, una catástrofe con consecuencias que aún perduran.
Otros datos de los tsunamis: creados por un terremoto, por una erupción volcánica, por el movimiento tectónico o incluso por la caída de un meteorito, no se trata de una única ola sino de un “tren de olas”, que a veces llegan a medir cien kilómetros. Pueden viajar a una velocidad de hasta 800km/h, pierden muy poca velocidad en su avance y el impacto que tienen en la costa no es solo destructivo por su potencia, sino también por las secuelas que deja la sal en la vegetación y en las construcciones. La palabra tsunami tiene su origen en el japonés: tsu- 津 (puerto, pero también desborde) y –nami 波 (ola u onda). Fue usada por primera vez por un escriba del shogun Tokugawa Ieyasu a principios del siglo XVII, aunque pocos años después la usó en español Sebastián Vizcaíno y, ya durante el siglo XIX, en inglés, Lafcadio Hearn y Eliza Ruhama Scidmore. Tampoco han faltado estudiosos que afirmaron que grandes obras de la literatura universal como la Odisea de Homero, la Metamorfosis de Ovidio, La Tempestad de Shakespeare y Robinson Crusoe de Daniel Defoe, hacen referencia a tsunamis. No resulta sorpresivo, porque como afirma Susan Sontag: “Toda catástrofe es una gran fuente de creatividad”.
También es una palabra que usamos algunas veces en el español. Los préstamos importados del japonés a nuestro idioma no son muchos, pero es posible hacer una breve lista: karate, kamikaze, haiku, sake, tifón (taifu), judo, aikido, katana, yakuza, manga, sushi, biombo, samurái, zen, karaoke, jujitsu, sumo, kimono, tempura, sashimi, otaku, anime, wasabi, bukkake, sakura, futón, sudoku, origami, harakiri, bonsái, yen, tofu, ninja, kame-hame-ha. De seguro me estoy olvidando de varios. Y, claro, tsunami. Nuestros vecinos chilenos la usan bastante más que nosotros, precisamente por haber recibido el impacto de muchos en su historia (los de 1960, 2010 y 2014 fueron los más importantes). He aquí un uso común de la palabra en territorio chileno:
En Argentina prácticamente desconocemos el origen, las variaciones y los usos de la palabra tsunami. Suena lógico, porque para nosotros un tsunami es algo distante y lejano. Sabemos que es algo más catastrófico que cualquier placa de Crónica TV o de Arriba Argentinos; sabemos que pasa en países o muy bárbaros o muy civilizados, pero no sabemos mucho más. Víctima de este desconocimiento fue, por ejemplo, el periodista Pedro Dizan, quien al parecer no sabía que Bolivia, un país sin salida al mar, estaba naturalmente protegido del impacto de un tsunami. Siguiendo a la cantante mexicana Lucero (quien al parecer tampoco sabía), en un flash para el noticiero de la TV Pública, aquél dijo: “En este momento hay alerta de tsunami en el país trasandino, en Bolivia, en Perú y también en Ecuador”.
Ahora bien, si existe un uso auténticamente argentino de la palabra tsunami. No sabremos bien lo de los movimientos tectónicos, ni lo de puerto, ni lo de ola, pero nadie va a decirnos que la siguiente placa televisiva no es ya propia de nuestra cultura popular:
El “chan” en sí mismo merece todo un análisis semiótico, que de seguro le extirparía más de una neurona al analista. Basta con mencionar algunas de las variantes: chan común, lluvia de chanes, Lanzani de chanes, Tota de chanes, Karina Olga de chanes, Wilma de chanes, chan-cho, Katrina de chanes, Perón de chanes. El programa que canonizó su uso desde el año 2006 en adelante fue Duro de Domar (la versión conducida por Roberto Petinatto). También estuvo, y está aún, el tsunami de chanes, que es el que nos compete. Ya ha perdido el sentido originario del término; ni siquiera tiene una carga muy catastrófica que digamos. Sencillamente puede sumarse a la lista anterior, al exceso, a la desproporción, a la risa. Más valdría decir: para los argentinos, tsunami es sinónimo de exageración.
Existen otras aplicaciones memorables que se hicieron en Argentina de la palabra tsunami para referirse básicamente a, bue, la mera exageración. Una la tenemos en voz del cantante Axel, quien afirmó: “La TV es como un tsunami: tenés que saber surfear la ola” (Infobae, 24 de noviembre de 2012). Desconocemos si Axel sabía qué es exactamente un tsunami, pero considerando que su velocidad promedio es de 400km/h y que jamás ningún surfista osó siquiera intentar subirse a uno, la metáfora es por lo menos desatinada. Pero ahí, otra vez: tsunami = exageración. Otro ejemplo nos llega en boca del gobernador porteño, Mauricio Macri. A propósito de las elecciones que el PRO ganó en Córdoba, afirmó que: “Se viene un tsunami amarillo, se viene el tsunami del cambio” (Clarín, 7 de septiembre de 2014). En este caso, a la exageración, se le suma lo indetenible; eso debemos concedérselo.
El fenómeno lingüístico se llama hipercodificación; se da cuando se captura un código y se le agrega un sentido que antes no tenía. Claro que el periodista, músico o político conocen las reglas retóricas y estilísticas de dónde se espera el uso de la palabra tsunami, pero agrega un uso nuevo: toma las convenciones y va más allá, usa la convención semántica tradicional, pero cruza el umbral hacia una innovación radical. Los nuevos sentidos no están codificados explícitamente en ese sistema mayor que es la lengua. Son de uso común e inteligible, pero solo entre los usuarios de un determinado contexto; de allí, que quienes no son argentinos ni siquiera comprendan la frase “tsunami de chanes”. Lo que queda por preguntarse es qué otros usos del lenguaje (palabras, frases, entonaciones) están igualmente hipercodificadas. Y con qué intenciones. Lo que podemos concluir, cuanto menos, es que la hipercodificación y su metáfora, el tsunami, son tan avasallantes, tienen una intencionalidad tan demoledora, tan determinante y total, que nada más puede ser analizado, que todo queda relegado al plano de la percepción y de cómo lo absoluto e indetenible quizás se adecúa a esa realidad referida.
Algunos puristas dirán que este tipo de ejemplos destruyen el lenguaje y que, en lo que al idioma respecta, los medios de comunicación y sus convocados son una catástrofe mucho peor que un tren de olas gigantes. Pero no quisiera sonar tan tsunami. También es posible preguntarse si lo que cambia es el significado de la palabra, o si no es la exageración misma lo que nos caracteriza como argentinos, de modo que somos capaces de imbuir a cualquier palabra un sentido hipercodificado. Pero tampoco quiero sumar una acepción culturalizada del término. Me basta con recordar a Heráclito, quien dijo hace más de dos milenios: “Nadie se baña en el río dos veces porque todo cambia en el río”. O al monje-poeta japonés Kamo no Chōmei, que en su Hōjōki de 1212 casi que citó a aquél: “El fluir del río es incesante, pero su agua nunca es la misma”. Los usos de la palabra tsunami, y quizás de todo el lenguaje, parecerían compartir estas acuosas características■
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