El agua potable es un alimento vital, necesario para casi cualquier proceso encarado por el ser humano. Su disponibilidad signa el desarrollo, la economía, la supervivencia de una comunidad. Y, mientras que en muchos países es la diferencia entre la vida y la muerte, en otros la usamos para baldear la vereda.

 

El agua es un elemento que se utiliza en todos lados. Es un elemento insustituible para el sostenimiento y el desarrollo de la vida humana, y para el de todos los seres vivos, así como es un elemento productivo clave en innumerables industrias. En muchas de las grandes ciudades se suele encontrar a plena disposición en las canillas de las casas, trabajos y hoteles. Además de su amplia disponibilidad, el agua ocupa en nuestra sociedad un lugar de relevancia. Tanto es así que la palabra “agua” inunda nuestro vocabulario y en los usos más variados: desde un grupo de amigos cuando quieren compartir algo y precisan “poner el agua para el mate”, hasta en un eufemismo para saber si las cosas se entienden, diciendo “más claro echale agua” o, con menos suerte, cuando “hacemos agua por todos lados”.

La comida y el agua son bienes valiosos, pero podemos correr el riesgo de naturalizarlos si los tenemos en abundancia. En otros términos, la disposición sin límites de un recurso genera una percepción errada sobre el valor de ese recurso en otros lugares. Es decir que la tendencia humana a considerar que todo es como uno lo vive o siente puede sesgar la visión y llevarnos a considerar que el agua que tomamos y la comida que tenemos están ahí porque sí y que su presencia es algo incuestionable. La abundancia del agua la podemos pensar intuitivamente como cantidad, como caudal, como volumen de un constante fluir. Por ejemplo, en el caso de vivir cerca de un rio importante como el Rio de la Plata, podemos suponer que toda el agua que observamos está ahí disponible para utilizar, de la forma que necesitemos: potable, higiénica, productiva.

La cantidad de agua es algo que se ve, la calidad del agua es algo que no se ve. El agua que vemos tiene gran cantidad de elementos (químicos y microbiológicos) y, según la concentración y tipos, no siempre es factible, técnica o económicamente, procesarla para su aprovechamiento útil, incluyendo el consumo humano. Es por eso que el agua, en cantidad y calidad, en muchos lugares, es una fortuna, quizás por eso algunos ritos festivos la utilicen como símbolo de identidad y esplendor.

Ese preciado elemento, el agua, es imprescindible para vivir. Ese elemento vital es necesario para todas las actividades de la vida, y de manera “democrática” nos iguala a todos los humanos. Es tan importante que ocupa aproximadamente el 80% de nuestro cuerpo.

Es decir que si Martin (un hombre imaginario que se ofrece como ejemplo para esta columna) pesa 100 Kg, 80 kg de ellos son de agua. Nos iguala, entonces, en un doble sentido: todos somos en parte agua y todos morimos sin agua.

Pero, ¿qué tuvo que pasar para que Martin llegue a tener ese peso y una buena salud? Y, ¿qué otro tanto sirvió de contexto favorable para que llegue a estudiar, trabajar o tener una profesión?

Primero tuvo que haber tenido  la oportunidad de satisfacer sus necesidades básicas de nutrición, una oportunidad igual o semejante a la de otras personas.

Según varios organismos multilaterales, la reducción de las desigualdades es uno de los principales desafíos en América Latina. Sin embargo, no existe consenso sobre cómo actuar al respecto. Quizás sea complejo tratar de encontrar un sentido absoluto, pero desde los términos ambientales, igualdad de oportunidades significa nivelar desde un principio las condiciones para todos, de forma tal que las condiciones que estén más allá de la decisión personal no determinen negativamente el curso de acontecimientos de una vida.

El aporte del agua en el desarrollo de la vida es básico, allí no existe opción. Tanto es así, que es considerado un alimento. En la Argentina, el agua para consumo humano, llamada generalmente agua potable, está reglamentada por el Código Alimentario Argentino, el cual estipula todos los elementos y cantidades máximas que debe tener y todos aquellos otros que no debe tener para que sea útil a sus fines vitales.

El agua potable, disponible de forma fácil y rápida, genera condiciones de vida digna a través de las oportunidades mencionadas que ofrece. En el otro extremo de este panorama está la posibilidad de no tener acceso a este preciado elemento. En este sentido, las enfermedades que se transmiten por agua (conocidas como enfermedades hídricas) han generado a lo largo de muchos años problemáticas sanitarias de magnitud. Tal es el caso de la Fiebre amarilla en la ciudad de Buenos Aires, que en 1870 tuvo su expresión más seria con una tasa de mortalidad a razón de quinientas personas por día.

Por este motivo, las ciudades deberían suministrar agua sin elementos que generen trastornos negativos en la salud de la población. Para que ello ocurra, antes de llegar a las redes debe ser sometida a lo que se conoce como “proceso de potabilización”. Allí, a grandes rasgos, el agua es tomada por bombas, procesada en un sistema físico-químico, luego filtrada para eliminar los principales elementos nocivos, para, finalmente, ser desinfectada. Con este último paso se busca asegurar la inactivación o destrucción de los agentes patógenos para el hombre y reducir así la incidencia de transmisión de enfermedades. El proceso requiere grandes cantidades de energía y de esfuerzo para lograr tener un agua de calidad, acorde a un alimento.

El agua además de un alimento, es un bien que se utiliza en la sociedad para distintos fines, desde higiénicos hasta ornamentales. El agua potable, que es un alimento, es utilizada en muchas ciudades, como en Buenos Aires, no solo para la función fundamental para la que fue procesada, sino que también es utilizada para cualquier otro fin: lavar el auto, regar los parques y jardines, baldear las veredas, descargar el inodoro, decorar las fuentes de las plazas o para llenar la pileta de natación. El agua es necesaria para todos esos usos, pero no es necesario que sea agua potable.

Como solución a esta situación, es posible reutilizar el agua proveniente de duchas y lavatorios y almacenarla en una cisterna junto al agua de lluvia y rocío. El agua-no alimento puede entonces ser utilizada así para un segundo fin, el transporte de elementos, para el cual es perfectamente apta. El sistema donde se reutiliza es una alternativa al sistema convencional, y se lo denomina sistema secundario.

Por ejemplo, una vivienda promedio, con cinco habitantes, tiene un consumo estimado de 250 l /habitante /día. El agua proveniente de ducha, lavatorios, lavado de ropa y agua pluvial es de 31,5 m3 /mes. El nombre dado al conjunto de estas aguas que pueden ser utilizadas en un segundo sistema, es “aguas grises”, o agua de reúso.

Las aguas denominadas “aguas negras”, las provenientes de desagües de inodoros y bidés, no son reutilizadas, aunque en algunos casos pueden ser aprovechadas en riego, siguiendo ciertos recaudos especiales.

En sistemas con reúso, el consumo de agua potable se reduce a un consumo humano únicamente de 6 m3 /mes, en comparación con los 37,5 m3 /mes para la vivienda supuesta de cinco habitantes, o sea un ahorro del 84%; correspondiente al reúso de aguas grises, pluviales y rocío, almacenadas en un tanque intermedio del segundo sistema antes mencionado.

Como es posible apreciar, la reutilización del agua de lluvia es beneficiosa en cuanto a la disminución de agua potable consumida. A su vez, existe una ventaja adicional en los sistemas pluviales al lograr la reducción del caudal pico de escurrimiento. Esto se consigue gracias a que parte del agua de lluvia que cae inicialmente es almacenada, evitando que llegue a las alcantarillas.

El Río de la Plata tiene un caudal del 22.000 m³ /s, lo que equivale al agua dulce que requieren 475 millones de personas con consumo holgado, o sea, que si toda esa agua fuese potable, se podría abastecer al doble de la población de Brasil. Esa suerte con la que disponemos las personas que estamos cercanas a cuerpos de agua dulce hace que olvidemos el valor del agua. La riqueza del agua no radica en su potencialidad para limpiar o para enfriar. Su riqueza radica en la posibilidad de ser un alimento, vital, único e imprescindible.

Las personas que conocen otras realidades, tanto de otras provincias como de otros países, probablemente han tenido la experiencia de tener que racionalizar el agua. Esa palabra “racionalizar”, que parece casi un eufemismo para referirse a no derrochar, es la forma que millones de personas tienen de cuidar ese elemento escaso. Ese elemento que, en caso de ser potable es proveedor de vida, pero que en caso de no serlo es trasmisor de enfermedades, de epidemias.

La perspectiva climática actual evidencia una tendencia hacia los extremos climáticos, lo que modificará nuestra realidad más cotidiana. La conciencia de otras realidades o de nuevos escenarios no tan lejanos invita a reconocer el valor del agua potable, su verdadero valor como alimento y como generador de posibilidades. Una invitación que deja las puertas abiertas para una conciencia social nueva y más humana■

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