Primero la casa, después el auto y por último…, bueno, lo que sea. Algo así decía un consejo biempensante de antaño. Esa sucesión de prioridades cambió. La casa propia es, en los hechos, casi imposible. Douglas Coupland, autor de la célebre Generación X, postula en su novela Planeta Champú que las nuevas generaciones tardan más en dejar las casas de sus padres y que se dan al gasto irrefrenable de cosas superfluas porque no pueden conseguir trabajos con sueldos que les permitan, por ejemplo, pagar un alquiler y mucho menos, una hipoteca. Y de hipotecas imposibles estaba construida la crisis que se llevó puesto al mundo financiero en 2009. Sus consecuencias no son una especulación económica, basta con preguntarles a españoles y griegos.
Garantizarnos un techo y un ambiente duraderos insume esfuerzos cada vez mayores. Hay un eslogan que por eslogan es lugar común y, por ende, tiene visos de verdad: la gentrificación es el nuevo colonialismo. Maquiavélico porque nadie es en verdad responsable y todos lo somos: según las leyes de la oferta y la demanda, suben los precios de las propiedades, suben los precios de los productos que se venden en la zona, sube todo, menos los ingresos de quienes viven ahí. Por lo tanto, quienes no pueden soportar los costos son obligados a migrar de sector, de barrio, de municipio. Lo que les pasaba a los que vivían en los campos donde se pretendía plantar soja, pero ahora en la ciudad, en vuestro propio barrio. Y lejos está de ser un fenómeno de clases acomodadas que pugnan por un estacionamiento. Se da en la villa, donde se pagan precios exorbitantes por cuatro chapas sin ningún tipo de servicio.
Salvo el primer peronismo ─con reparos─ ningún otro gobierno, anterior o posterior, implementó planes masivos de vivienda que le permitieran acceder a las clases subalternas a la titularidad de su casa. Planes y políticas públicas hubo, pero por lo general vinculados al reparto feudal de prebendas o a planes focalizados no en los pobres, sino en la clases medias; siempre a la espera de que el círculo virtuoso de la economía terminara impactando, como de refilón, en quienes tienen que okupar un terreno ocioso para criar a su prole.
Un hábitat reúne las condiciones para que una población se reproduzca y resida en un ecosistema. Pasa en el mundo de los animales, que también padecen la ley de la oferta y la demanda en sus cuerpos y en sus territorios, y pasa allí donde la vida se vuelve insoportable: no hay hábitat posible, si no hay condiciones de arraigo y querencia. Los que no migran ni se desplazan, los que no se adaptan ni pactan con las fuerzas que depredan su hábitat tienden a la extinción. No es una ley, ni es un destino. Las personas no duermen en la calle ni viven en asentamientos de emergencia porque tienen el hábito de la precariedad. No gastan el 50% de su sueldo en un alquiler por el simple hecho de querer habitar intramuros o tan solo querer pertenecer. Todo aquello ocurre porque es una decisión colectiva, en la que cada integrante de la comunidad es incapaz de descentrarse y padecer con el otro la angustia de dormir al sereno.
El derecho a una vivienda digna es uno de esos buenos deseos que se declaman, pero que no se cumplen para nadie salvo para la minoría depredadora que ve en la posesión de la tierra un commodity y no, un hogar.
Cuando hablamos de casas sin gente y de gente sin casas, estamos hablando de un mercado que apuesta a la espectacularidad del terror. No es solo una política comercial clasista que apuesta a jerarquizar un territorio, expulsando a los habitantes pobres (con sus hábitos y costumbres), lo es también de género, de etnia, es política etaria. ¿Cuáles son las condiciones para alquilar? ¿Madre soltera? ¿Transexual? ¿Migrante boliviano? ¿Del Congo? ¿Cuántos años tenés? ¿Empleado estatal? ¿Desde cuándo? ¿En dónde está ubicada la propiedad que usás como garantía? El llamado real state es una serpiente que se muerde la cola, y la encuentra sabrosa; y es, a su vez, un generador de sentido común. El clase media que hace malabares para garantizar su techo ve con desprecio e indignación moral a las masas de pobres que toman terrenos, sin percibir que se encuentra más cercano a ellas que al sueño de la casa propia. Es uno de los muchos problemas de la progresía vernácula, echar un manto de piedad sobre los conflictos sociales sin cuestionar el núcleo patógeno del sistema económico en el que vive: uno en el que los ricos tienen muchas propiedades y los pobres, al igual que sus padres y al igual que sus hijos, no tienen ninguna; y, de tenerla, será en un lugar carente de asfalto, de agua, de escuelas, de hospitales, de lugares de esparcimiento, de seguridad. O aun peor, resbalará por las barandas del sistema hasta caerse de él y terminará durmiendo en la calle, ese fenómeno que el cristinismo más cerril no logró perforar.
Como proponía Jara, hay que desalambrar, aunque los alambres estén hoy –como ayer– en las mentes y en los corazones de nuestros compatriotas.