Vivo en una casa flotante. Está en el agua, pero no es un barco, es una vivienda; no sirve para salir a navegar. Aclaro esto porque siempre me preguntan si se puede ir de vacaciones con la casa flotante a Uruguay. No, no se puede. Vivir de este modo es algo muy especial. Por ejemplo, justo en este momento, un pato acaba de acuatizar delante de mi ventana mientras miro el paisaje en busca de inspiración.

La mayor parte del tiempo, mi hogar flota sobre el agua del río Luján. Pero cuando sopla fuerte el viento del sudeste, llegan hasta mi vecindario las aguas del Paraná, que suben por el cauce del Luján empujándolo hacia arriba, y obligándolo a desbordar las orillas e inundar los campos. Entonces vale decir que mi casa flota en dos ríos, aunque esté siempre en el mismo lugar. Y no termina ahí la cosa; antes, hace unos miles de años atrás, aquí estaba el mar. De eso no hay dudas, porque durante una excavación en medio del pueblo de Maschwitz, ─que queda hacia el oeste, a cinco kilómetros tierra adentro de donde escribo─, se encontró el esqueleto de una ballena.
Así son las aguas; viajan, mutan, se mezclan, se disocian, suben, bajan, invaden y se retiran solo para volver.
Me han invitado a escribir esta nota porque soy habitante de los humedales. Uno de los espacios naturales que hoy están en la primera plana de los problemas del medioambiente. Por lo tanto no tengo más remedio que explicar qué es un humedal. Espero poder escribirlo sin que la nota se convierta en un texto de manual de geografía…

¿Qué son los “humedales del Río Luján”?
Es una gran planicie de inundación que contiene los desbordes de los ríos y los caprichos milenarios del mar –que de todos modos, tarde o temprano, vendrá de nuevo a ocupar sus dominios–. Este ecosistema se fue formando durante milenios. El agua salobre de las antiguas ingresiones marinas quedó confinada bajo un manto duro de arcilla que se encuentra a unos diez metros por debajo de la superficie del terreno. De ahí para abajo, si se hace una perforación a cien metros de profundidad o incluso más, solo hay agua salada. Este reservorio de agua de mar que los geólogos llaman “Querandinense” está encerrado por esa cáscara de arcilla impermeable, que es una base chata como un piso, por encima de la cual discurren el río y sus arroyos. Imaginen una losa plana donde la pendiente es de apenas cuatro milímetros por kilómetro. Sí, 4mm de desnivel por cada kilómetro, o sea: nada. Y sin embargo, a pesar de no contar con la ayuda de la gravedad, el río sigue fluyendo misteriosamente hacia el estuario del Plata para salir al mar. Pero no nos vayamos por los meandros… Cuando el mar se retiró, dejó esa gran playa vacía por donde los ríos fueron siguiendo su rastro hasta alcanzarlo mucho más lejos. Como los perros cuando se guían por el olfato, los ríos y los arroyos fueron dibujando un sendero serpentino y depositando en las orillas de su recorrido más y más sedimentos. Pero cada vez que venía la sudestada, el viento se convertía en un dique que cerraba el paso al río. Entonces el agua se iba acumulando hasta superar la altura de las orillas y explayarse sobre la planicie. Como el borde de las costas del río era ya más alto que el resto de la llanura, aunque cesara el viento, el agua ya no tenía cómo volver al cauce principal del río. Y se quedaba ahí tomando sol, evaporándose, dando vida a las totoras y a las cortaderas, a las ranas, a los mosquitos y al pez comemosquitos que es oriundo de estos bañados. Al aquietarse, el agua depositaba sobre el manto de arcilla los sólidos que viajaban en la corriente y así, siglo tras siglo, se fue formando el terreno fangoso del humedal. Cada quinientos años ese proceso acumulaba una capa de tierra de un metro más de altura. Al cabo de cinco o seis milenios se llegó a lo que encontramos ahora. Bueno, en realidad lo de “ahora” vale para los lugares que todavía no fueron invadidos por los barrios cerrados.
Para decirlo más fácil: esto siempre ha sido y será una llanura de inundación, porque así fue diseñado por la Naturaleza. Por lo tanto, si alguien pretende habitar el territorio de las aguas, lo mejor que puede hacer es flotar. De este simple uso del sentido común, surgió la idea que me llevó a crear el concepto econáutico y realizar este vecindario de casas flotantes abierto al río, llamado Hipocampo.

Donde antes estaba el mar, ahora hay edificios, mansiones, centros comerciales, caminos asfaltados y miles de familias viviendo en esa ilusión de tierra firme que producen los rellenos. Al principio, los constructores hacían casas enormes sin tener en cuenta que ese terreno se hunde, se mueve. Entonces las mansiones se rajaban y no tenían arreglo. Al final, los que se rajaron fueron esos constructores, perseguidos por los juicios de sus clientes. Así comenzó ese audaz y poderoso experimento de urbanizar el lecho marino.

«No nos une el amor, sino el espanto…»
La maravillosa sentencia de Borges se completa en mi ánimo cada vez que voy a comer a Los Inmortales, en la bahía de Nordelta. ¡La misma pizzería adornada como una cantina, llena de retratos de artistas famosos de los tiempos de Gardel y, sobre todo, la misma pizza que sirven en la avenida Corrientes! ¡Aquí, en los pantanos del Tigre! Miro hacia enfrente esperando encontrar la fachada de Güerrín, la otra grande del Centro. Pero se ven barcos donde deberían estar los autos y, en la vereda del otro lado, se alza un gran hotel de lujo, cuya marca es una enorme letra “I”. Apunto mi vista hacia el este, esperando ver el Obelisco…, y lo más parecido que encuentro es una pequeña torreta de madera que simula ser un faro antiguo, de algún promontorio de roca en Inglaterra. Pero este faro no tiene luz.
De pronto me siento como en Disneylandia, igual de fascinado ante el imponente tamaño de la artificialidad. Cada vez que me adentro en estas urbanizaciones de los megabarrios cerrados, quedo a mitad de camino entre la fascinación y la repugnancia. Por más que lo intente, no logro ser parte de esa actitud de divertida superficialidad. No encuentro felicidad en el consumo de cosas caras e irrelevantes. Ni me produce alegría ver un paisaje estilo Truman Show donde antes estaban los humedales. No es una cuestión de ideología sino de sensibilidad. Más aún cuando me entero de que unos barrios con nombres de santos, quieren avanzar sobre sitios de enterramiento que los descendientes de los habitantes originarios reclaman como sagrados. Pero también tomo consciencia del poder que tienen estos desarrolladores inmobiliarios que admiro y repudio al mismo tiempo. Nadie los detendrá hasta que cumplan una nueva versión de la nefasta sentencia de Dromi y así: “Nada de lo que deba ser natural permanecerá en manos de la Naturaleza”.

“Y ahora, ¿quién podrá ayudarnos?”
En la ecología, hay dos grandes tendencias: la permacultura y el conservacionismo.
La permacultura –cultura de la permanencia de la Naturaleza– propone que el ser humano vuelva a vivir en entornos naturales, para recuperar la sensibilidad que se pierde en las urbanizaciones y asumir una actitud consciente de amor y de respeto por nuestra Madre Tierra. Un asentamiento humano siempre genera algún impacto ambiental. Sin embargo, si se diseñan los espacios de habitabilidad de acuerdo a un criterio permacultural, es posible lograr que la presencia humana se desarrolle en armonía con el ecosistema preexistente.
Otro camino es el conservacionismo extremo que promueven muchos ambientalistas. Yo no confío tanto en la Justicia, –a pesar de que en este momento parece haberle dado algo de crédito a los defensores de los humedales–, y menos todavía creo en los políticos. Veo, en cambio, que el avance de los “arrolladores” inmobiliarios es una expansión desenfrenada.
Prefiero entonces la creación de ecovecindarios en los espacios que hoy están amenazados por el “progreso”, como la mejor forma de proteger esos entornos naturales y garantizar que no sean invadidos por el afán de lucro de los urbanizadores. En lugar de urbanizar, podemos humanizar. Al fin y al cabo, la insensibilidad de los empresarios tiene, como único objetivo, producir ganancias. Si demostramos que es posible otro concepto de desarrollo que genere muy buenos dividendos y al mismo tiempo proteja al medioambiente, ¿por qué no habrían de tomar ese modelo? Además, sin planeta, no hay negocio.

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