¿Se acuerdan del Capitán Planeta? Ese azulado personaje de los noventa a quien podía convocar un grupo de jóvenes de distintas partes del mundo gracias al uso de unos anillos mágicos otorgados por Gaia, el Espíritu de la Tierra. Un groso mal. El protagonista de una caricatura que, como muchas de una época en que todavía creíamos en la existencia de la moral, no se encargaba tan solo de entretener, sino también de informar sobre los daños que ejerce la mano del hombre en el medio ambiente. Un héroe que incluso nos empoderaba: «el poder es tuyo», era su frase de cabecera.
Hoy tendríamos, sin embargo, una versión muy distinta del Capitán Planeta. Los medios de comunicación, encargados de proteger a las grandes corporaciones, de seguro titularían algo como lo siguiente: «Banda de ecoterroristas conformada por inmigrantes ilegales invocan a dios pagano para atacar a creadores de puestos de trabajo». Habría múltiples denuncias y persecución. Habría leyes y mano dura para evitar futuros atentados a las industrias afectadas. Habría campañas y clases de escuelas que asegurarían que la ciencia y el progreso se resguarden ante todo. El Capitán Planeta tendría como enemigo no solo el desastre ecológico, sino también una estigmatización propia de la Era del Terror iniciada en 2001.
En realidad, los anteriores subjuntivos están de más. La estigmatización ya ocurre. En 2004, por ejemplo, el FBI estableció que la lucha contra los grupos extremistas en nombre de la ecología sería una prioridad de la política interna de los Estados Unidos. Esto apuntaba a detener el accionar de grupos radicales como Pastor del Mar, que desde los años setenta se encargan de atentar contra barcos pesqueros y balleneros en todas partes del mundo, incluida la Patagonia argentina; también a otros grupos como el Frente de Liberación de la Tierra (autodenominados elfos por sus siglas en inglés, ELF), el Ejército de Liberación de la Tierra (en inglés, ELA) y el Frente de Liberación de los Animales. Pronto se persiguió a estos grupos en países como Reino Unido, Suecia, Italia y Alemania, reavivando así el término “ecoterrorismo” nacido en los ochenta. Minoru Morimoto, director del Instituto Japonés para la Investigación de Cetáceos, incluso calificó a Animal Planet como una célula eco-terrorista por darle presencia mediática a estas agrupaciones.
Lo cierto es que los casos de ecoterrorismo (esto es, de actos violentos en nombre de la ecología) son sumamente raros. Y entre ellos, pocas veces atentan contra la vida humana. Un estudio reciente demuestra que entre 1970 y 2007 solo 0.3% de los actos de ecoterrorismo implicaron asesinatos, 2.8% fueron ataques sin armas; 4.1%, ataques con armas y 5.1%, explosiones. La enorme mayoría (87.3%) fueron ataques a establecimientos. De esta manera, es claro que el ecoterrorismo carece de una característica central de los demás terrorismos: el terror, herramienta que excede actos singulares e implica una constante y fantasmal generación de miedo. Asimismo, el terror lo sentimos las personas; no, las instituciones, por mucho que los antes mencionados medios de comunicación intenten victimizarlas. Por esto, no parece errado decir que el ecoterrorismo es una exageración mediática, un invento de los poderes de turno y un producto de la posverdad. Que el problema de fondo es otro, dirían también representantes de otros sectores ideológicos.
En la novela Últimas palabras de un eco-terrorista de Kohtaro Orie, escrita antes del incidente de Fukushima de 2011 y traducida en 2016 por su servidor, una serie de ataques terroristas en nombre del medio ambiente se transforma, primero en una guerra entre corporaciones y, más adelante, en una venganza personal. El ecoterrorismo es, en esta novela, una excusa para reavivar antiguos conflictos de Japón que tienen que ver con la nación, con la raza, con la familia. Nos dice uno de sus protagonistas: “Hoy día la ecología y la búsqueda del rédito económico van de la mano. De hecho, la ecología está sentando las bases para ganar más dinero. Y la gente del mundo, siempre tan tacaña, se amontona como un grupo de hienas alrededor de ese concepto: la ecología”. El autor, lejos de preocuparse por esta última, se concentra en la manipulación que circunda el discurso ambientalista. Así, el problema ecológico estaría anclado a otro prioritario: el económico.
Pero hay algo que resulta cada vez más innegable y que contradice la postura de esa novela: hicimos mierda el planeta. Prendimos fuego los bosques, ensuciamos los mares y manijeamos hasta la última gota de petróleo. Japón, epítome de una sociedad capitalista desarrollada, es un claro ejemplo. El último verano murieron decenas de personas a causa de las elevadas temperaturas. También hubo tifones, terremotos, aludes y tsunamis que se cobraron cientos de vidas y que afectaron a otros miles. El país entero está en estado de alerta por una posible erupción del monte Fuji, el cual afectaría a la totalidad de la población. Y quienes no se sientan interpelados por citar como ejemplo el país en donde vivo, los invito a considerar una investigación reciente que asegura que, para 2050, más de 250 millones de personas se convertirán en refugiados por culpa del cambio climático. Rompimos el planeta y quizás sea momento de dejar de pensar que la ecología es secundaria frente a la economía.
Poco después del desastre nuclear de Chernóbil, el sociólogo alemán Ulrich Beck publicó su famoso texto Risikogesellschaft (1986), en donde explica que las crisis ecológicas son centrales al momento de analizar las sociedades contemporáneas. Para Beck, así como el capitalismo nos rige a través de la jerarquía de clases (y así como el patriarcado lo hace a través de relaciones de género, agregaría yo) hoy en día estamos condicionados por “posiciones estructurales dentro de una sociedad de riesgo (ambiental)”. Beck propuso que tales posiciones exceden el sistema de clases, razón por la cual fue crucificado por la izquierda en una imaginaria Plaza Roja. En esto le erró, es cierto, porque muchos de los problemas ambientales están también solventados por el poder adquisitivo (quiénes pueden comprar alimentos orgánicos y quiénes no, por ejemplo). No le erró, sin embargo, en afirmar que los problemas ecológicos determinarían nuestro futuro.
Mucho menos tajantes que Beck, quizás podamos empezar a pensar que nuestras posiciones de riesgo respecto de la situación ambiental son tan importantes como la clase (y como el género, agrego de nuevo). Si algo nos enseñó el feminismo es que el capitalismo y el patriarcado son estructuras entrelazadas que se nutren una de otra en su dominación. Lo mismo ocurre con la ecología y con los métodos que los poderes de turno usan para desestimarla. ¿Vamos a dejar que los estados y las corporaciones nos digan que los problemas ambientales son el mero invento de unos loquitos, tal y como dijo el presidente Trump? ¿Tendremos que quedar en manos de organizaciones ecoterroristas para protegernos, en el grupo Avalanche del Final Fantasy VII, en los personajes de la novela The Monkey Wrench Gang de Edward Abbey, en el Frente de Liberación de Animales de la reciente película de Netflix, Okja? ¿Vamos a esperar a que venga a rescatarnos el Capitán Planeta desde el ámbito más recóndito de nuestra nostalgia? Supongo que, para muchos, estos siguen siendo los métodos predilectos, en lugar de propiciar un reclamo de políticas y de medidas urgentes para proteger el medioambiente.
Bibliografía
– Beck, Ulrich (1986). Risk Society: Towards a New Modernity. New Delhi: Sage. 1992.
– Kohtaro Orie (2010). Últimas palabras de un eco-terrorista. Kindle, 2016.
– LaFree, Gary & Dugan, Laura. “Terrorist and Non-Terrorist Criminal Attacks by Radical Environmental and Animal Rights Groups in the United States, 1970–2007”. Terrorism and Political Violence. Marzo, 2010.
– Liddick, Donald. Eco-terrorism: Radical Environmental & Animal Liberation Movements. Pittsburg: Praeger Pub Text. 2006.
– Sunjic, Melita. “Top UNHCR official warns about displacement from climate change”. The UN Refugee Agency. Diciembre, 2008.