El último libro que publicó en vida el reconocido escritor Ihara Saikaku (1642-1693) fue Seken mune san’yo o “Estimaciones Mundanas” (1692), una compilación de cuentos que ocurren en el último día del año fiscal, día en que los deudores del Japón del siglo XVII debían devolver los préstamos que habían tomado en los meses anteriores. A diferencia de sus ukiyo-zōshi o “libros del mundo flotante” anteriores, en los cuales Saikaku describe la naciente clase citadina y sus modos de hacer y disfrutar del dinero, en aquel último libro, se concentró en los morosos, en los perdedores, en los “olvidados por el sistema”, narrando las estratagemas que usan las personas para salvarse de sus cobradores. Parecería ser que, hacia el final de su vida, el autor osaqueño quiso dejar bien en claro que detrás del “mundo flotante”, que era el Período Edo (1603-1868), había un sistema económico que lo sostenía a fuerza de explotación financiera.

 Me gustaría concentrarme en el cuarto cuento del segundo capítulo, cuyo título es “Hasta los portones son deudas en este mundo” (“Monchū mo minna kari no yo”). Un granjero de Kioto no intenta escaparse de sus cobradores, por el contrario, los recibe a todos y les hace un espectáculo de su vejez, de su estado físico y de la condición mental de su esposa, todo mientras reza al dios-zorro Inari, símbolo de la fertilidad y la prosperidad. Con lástima y compasión, sus cobradores le extienden siempre un año más. Sin embargo, llega un cobrador que no cae en sus trampas y se lleva hasta el portón de la granja. Cuando el granjero se arrodilla ante él para suplicar, el cobrador le dice que ha estado haciendo todo mal en los últimos tiempos: que sus tretas han quedado en desuso, que debería hacerse pasar por loco, incluso inventar peleas con su esposa, ponerse violento. Aunque, finalmente, también le condona la deuda. Entonces, el granjero y su mujer ser convierten en los estafadores más famosos de la calle Ōmiya. La moraleja del relato es (supongo) que siempre hay una manera de no pagar las deudas y que actuar acorde nos traerá provecho.

La colección de Saikaku es realmente una joya para interpretar (y sobreinterpretar) las distintas situaciones económicas de la actualidad. En este caso, quisiera detenerme en la economía de Japón luego de la Segunda Guerra Mundial, en especial en el camino que llevó al país a ser merecedor del título de «El país más endeudado del mundo», uno que (Spoiler Alert) contiene al menos una gran mentira. Les pido entonces que se embarquen conmigo en esta historia de suspenso y traición, idas y venidas, plot-twists, con aliados y enemigos inesperados, que hoy afecta no solo a un país, sino a la economía global.

Voy empezar con un flashback que sirve para entender cómo la historia económica de Japón del siglo XX desembocó en un camino irreversible. Después del antes mencionado Período Edo (1603-1868) y de años de aislamiento comercial, Japón reabrió sus puertos en 1859 y restauró su funcionamiento social y político en 1868. Poco después, en 1882, se fundó el Banco de Japón, encargado de unificar las varias formas de intercambio que existían hasta entonces, a la vez monopolizando el flujo de dinero. El banco fue también una pieza central para financiar las subsecuentes guerras en que participó el imperio desde fines del siglo XIX, enfrentamientos que determinaron la economía de las décadas siguientes y que confluyeron en la Segunda Guerra Mundial.[1]

Ahora bien, para el final de la guerra, Japón había ya perdido un cuarto del PBI que con tanta violencia y emisión bancaria había logrado. De hecho, el país contaba con una deuda del 200% de ese PBI (Recap: casi la misma a la actual). ¿Cómo hizo entonces para lograr el así llamado “milagro económico” de la posguerra, ese período de veloz crecimiento que lo llevó al Top 2 de las potencias económicas mundiales? En primer lugar, fue el resultado de la Ocupación Norteamericana, cuyas políticas se enfocaban en fortalecer la economía japonesa para evitar así el resurgimiento de líderes ultranacionalistas y alejar también al tan temido fantasma del comunismo. Se reabrieron los mercados, se empoderó a la clase media, se puso en marcha una reforma agraria, se establecieron sindicatos y se disolvieron los zaibatsu o monopolios (Spoiler Alert 2: lograron reagruparse años después).

 El estado japonés, que tenía una fila de acreedores a quienes les había pagado con bonos de guerra y también un sinfín de soldados a quienes les había entregado bonos similares, se vio en la obligación de re-encender la maquinita del Banco de Japón e imprimir billetes. Esto inyectó muchísimo dinero a la economía, pero la industria no estaba preparada para responder a esa demanda, lo cual llevó a una hiperinflación. El gobierno decidió (para que vean que también ocurre en otros países) congelar los depósitos y regular los retiros hasta establecer una nueva moneda, lo cual tomó varios años. A la larga, la relación deuda-PBI volvió a ser la de la preguerra. Esto incentivó la inversión a través del Banco y en consecuencia el trabajo, los salarios y el consumo.

¡MILAGRO! Durante la década del sesenta, Japón creció a una tasa del 10% anual, algo nunca visto para esa época. Para 1964, año en que se celebraron las Olimpíadas en Tokio, Japón gozaba de un inusitado nivel de consumo e inversión. Era LA MECA del capitalismo de posguerra. A diferencia de países que también generaron riqueza muy velozmente y lo derrocharon sobre todo en el mundo financiero, los japoneses invirtieron cada billete en infraestructura. Fábricas a todo trapo, rascacielos, puentes, túneles, incluso crearon el tan famoso shinkansen (tren bala), símbolo por excelencia de esta época de alto crecimiento. También invirtieron en ciencia, lo cual los puso a la vanguardia de la industria automotriz y la tecnológica, volviéndose un líder inobjetable en distintos rubros.

Esta narrativa encontró su turning point; sin embargo, alrededor de la segunda mitad de la década del setenta, a la mierda el clímax de crecimiento. Ante la crisis del petróleo de 1973 y con una inflación que había alcanzado el 30%, el gobierno se vio en la obligación de ajustar la política monetaria en 1975. Para sostener el consumo, empezó a emitir bonos, y dio origen a un nuevo Japón, no ya el militarista de principios de siglo XX ni tampoco el milagroso de la posguerra, sino “El país más endeudado del mundo”. Durante los años siguientes y en un contexto de depreciación del dólar frente al Yen luego del Acuerdo del Hotel Plaza de 1985 (cuando las empresas estadounidenses se volvieron más competitivas que las japonesas a nivel internacional), el Banco de Japón tuvo que bajar las tasas hasta el suelo e imprimió muchísimo más dinero.

¿Qué hicieron entonces los japoneses, que tenían a su disposición una emisión galopante y menos oportunidades de exportar? Pidieron préstamos y compraron tierras, claro. Pero a lo loco, al punto de que para 1987 ya nadie quería vender sus tierras porque al siguiente día saldrían más caras. Esta fue también la famosa “burbuja económica” de los ochenta, en la cual un metro cuadrado en el distrito de Ginza llegó a costar unos trescientos mil dólares. El Banco de Japón se vio obligado a intervenir una vez más, pero ni bien puso siquiera un dedo en el mercado, los japoneses dejaron automáticamente de pedir prestado para comprar tierras, y la burbuja explotó. A partir de entonces, los precios cayeron en picada y la gente se encontró hundida en deudas que no podían pagar ni aunque vendieran sus inmuebles Muchas empresas y bancos no recibieron sus pagos y tuvieron que recurrir al estado por un rescate.

Comienza una larga etapa de estancamiento para el “El país más endeudado del mundo”. El PBI de Japón era de 5 billones de dólares en 1994. El PBI de Japón en la actualidad es de 5 billones de dólares. Es decir, Japón casi no tuvo su crecimiento económico por 25 años. Las causas del estancamiento suelen atribuirse al envejecimiento de la población y al auge de otras economías asiáticas, a lo cual se debe sumar la crisis financiera de Asia en 1997 y el estallido de la burbuja dot-com del 2000. Esta “Década Perdida”, como se le suele llamar (hoy devenida “Décadas perdidas”), fue beneficiosa para los esbirros del neoliberalismo global: implicó una liberalización de la economía, menos regulación por parte del estado y la posibilidad de que bancos y empresas se unan en enormes grupos económicos, se llamó no zaibatsu, sino keiretsu. Dos cosas seguramente muy distintas.

 Mientras tanto, y a pesar de los golpes económicos que implicaron la crisis de Lehman Brothers de 2008 y el desastre de Fukushima de 2011 (este último fue el más costoso en la historia en términos económicos, con consecuencias de 250 000 millones de dólares), la deuda japonesa continuó creciendo. A fines de los ochenta, el Banco de Japón ofrecía una tasa del 6%. Hoy es de -1%, lo que significa que hoy el banco les paga a otros bancos para que le pidan prestado. En este contexto se suman las medidas tomadas por el primer ministro Shinzo Abe en 2012, las “Abenomics”, que buscaban estimular la economía y el consumo. Y llegamos a la situación actual, en la que la deuda externa japonesa alcanza un 250% de su PBI y es, efectivamente, la más alta del mundo. El crecimiento está congelado. El pago  de la deuda es casi imposible. El default sería una suerte de inmolación kamikaze. Otra salida: la inflación, tendría efectos destructivos sobre el consumo. Japón no puede pedir prestado, su fuerza de trabajo tiene cada vez menos competitividad y sus empresas están siendo desplazadas en los mercados. ¿Se viene el final de la película?

 Hay un plot twist. Porque semejante crisis nunca llegó, ni en el 2008 ni en el 2011. Esto se debe a que la deuda del país es mayoritariamente en yenes, está regulada por ley local y la poseen ciudadanos japoneses. Asimismo, sus intereses son constantes y ridículamente bajos, lo que implica que Japón podría seguir en esta situación ad infinitum. Mientras tanto, el discurso de la deuda más alta del mundo, de la situación apocalíptica, el relato al que se aferran los antineoliberales, le permite al estado subir los impuestos, generar una contenida inflación, tomar medidas de fuerza; esto es mantener la economía por las vías de la política. Como en el cuento de Saikaku, quizás la moraleja del relato es (supongo) que siempre hay una manera de no pagar las deudas y que actuar acorde nos traerá provecho.

 Y ahora, un cliffhanger. ¿Qué será de la economía japonesa en la era poscoronavirus? La pandemia que paralizó al mundo también golpeó a la economía japonesa. No la detuvo por completo, como sucedió con otras economías, pero sí afectó severamente dos pilares que promovían las Abenomics: el turismo y las exportaciones. Japón confiaba en que se convertiría en el nuevo centro turístico mundial luego de las Olimpíadas de Tokio 2020. La postergación de estas últimas al 2021, sin embargo, junto a las exorbitantes pérdidas de entre tres y seis mil millones de dólares que implica, sumado el jishuku (“autocontrol”, la medida de confinamiento que tomó el gobierno para no hablar de “cuarentena”) funcionarán como una mancha a la reputación del país y como un serio obstáculo para la economía. Si las Olimpíadas de 1964 fueron el reflejo del “milagroso” crecimiento económico del Japón de la época, éstas lo serán de la condición actual en que han elegido vivir los japoneses: en un futuro incierto, a base de deudas e hipotecas. Veremos entonces qué secuela o spin-off surge a partir de “El país más endeudado del mundo”.


[1] A nivel internacional, éstas son: la primera guerra sino japonesa de 1894/5, la invasión de Taiwán en 1895, la guerra ruso-japonesa de 1904/5, la Primera Guerra Mundial de 1914-1918, la invasión de Manchuria en 1931 y la invasión de Indochina Francesa en 1940.

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