A pesar de los avances en materia de equidad de género, de respeto a las diversidades y de intentos, absolutamente insuficientes por parte del estado, de contener la proliferación de imágenes hipersexualizadas, asistimos a una suerte de “adultización” de niños y, fundamentalmente, de niñas, cada vez más pequeños, que son expuestos como objetos de deseo ante la mirada adulta. El culto a la juventud, la erotización de los cuerpos infantiles como estética predominante en los modelos de belleza vigentes, dejan a niños y adolescentes desprotegidos y sin recursos simbólicos para lidiar con una sociedad en la que solo pueden aspirar a encajar, si exhiben sus cuerpos, siempre y cuando estos coincidan con el canon estético vigente.

 

Comenzar hoy, por millonésima vez quizás, un artículo recordando que, a pesar de los notorios cambios ocurridos, seguimos viviendo en una sociedad patriarcal, heteronormativa y centrada en una forma de concebir, de mirar y de comprender de modo mercantilista, especialmente, los cuerpos femeninos podría parecer repetitivo y evidente. No obstante ello, a veces, la realidad desafía lo que consideramos inobjetable, y parafraseando a Brecht, se impone defender lo obvio.

Se trata de una situación que no nos resulta desconocida, algunas personas la aceptan, otras no, otras más o menos, o de a ratos…, pero de alguna manera perpetuamos una mirada de la alteridad que se ha vuelto bastante problemática, no solo para las personas adultas, sino especialmente para los niños y adolescentes.

Como docente, trabajo con pibes hace prácticamente una década, tanto en el sistema educativo formal como en espacios no formales, y cada día siento con mayor preocupación que el peso de la mirada del mundo de los adultos sobre los cuerpos de los adolescentes y, fundamentalmente, de los niños no solo los lleva a constituirse como “pequeños adultos” sino que les impone un grado de erotización que los aliena y que amenaza gravemente la construcción de su subjetividad.

Cuando comencé a pensar por dónde encarar este artículo y llegué a esta definición, me di cuenta que desde hace algún tiempo moviliza mi práctica educativa, ante todo, una gran inquietud por los prejuicios y estereotipos que incorporan a su normalidad cotidiana nuestros niños y adolescentes. Ahora bien, ¿cómo definir esa “inquietud”? ¿Por qué siento, cada día con más urgencia, que tenemos un problema con la mirada que no estamos pudiendo resolver?

Pequeños cuerpos erotizados

El estatus de la niñez, primero, y el de la adolescencia, más tarde, como temporalidades constitutivamente separadas de la adultez son, para nuestra sociedad occidental, relativamente recientes y su existencia efectiva sigue estando profundamente ligada a condicionantes de clase. Este proceso de diferenciación se ha ido agudizando con el ingreso de estas etapas de la vida al mercado, en tanto consumidores para una gama cada vez más amplia y creciente de productos. Pero, a la par de este proceso, se ha dado otro, que es al que aquí me dedico, de conversión de estos jovencísimos sujetos en objetos de uso y goce para el consumo de algunos adultos.

 Los mecanismos de construcción de las subjetividades no son lineales ni unidireccionales, y creo que operan en ellos, a la par de la erotización y de la hipersexualización de los cuerpos infantiles y adolescentes, una suerte de culto a la juventud, como valor de referencia hegemónico, para todas las personas, que lleva al auge de los procesos quirúrgicos y cosméticos de rejuvenecimiento corporal, el photoshop y todas las derivaciones que de allí se desprenden. Por este motivo, utilizo el término de Bennet, pornificación[1] para referirme a esa mirada, porque estamos ante un fenómeno de trasvasamiento de la estética del porno a todos los ámbitos de la cultura difundida por los medios de comunicación, de la moda, de la publicidad y de la música popular consumida por adolescentes.

No se trata aquí de erigir una crítica escandalizada ante la diversidad de prácticas sexuales y su explicitación, sino de tratar de comprender de qué modo la presencia de escenas estereotipadas, al mejor estilo “Bailando por un sueño”, mostradas como socialmente valiosas, pero que podrían haber sido consideradas como “soft porn” hasta hace apenas unos años atrás, resultan lesivas para la construcción de subjetividades de los niños y adolescentes, porque los vulnerabilizan, dejándolos sin herramientas para defenderse de una mirada adulta que los encuentra, cada día mas, como objetos de consumo.

El erotismo normalizado que desfila por los programas de la tarde en la televisión, que se muestra en las publicidades de las revistas de moda dirigidas al público adolescente y que derrochan los cantantes (jovencísimos) que son admirados por niños y niñas y adolescentes, es mostrado como un valor cool para ser reproducido por niños cada vez más pequeños. He visto a padres que encontraban “divertidas” o “tiernas” la reproducción de estas escenitas llevadas a cabo por niñas de cinco años.

Esos arquetipos constituyen no solo modelos de qué es “ser mujer” para las chicas, sino que educan a los varones, reforzando la percepción de normalidad en torno a la heteronormatividad y el binarismo de los géneros, y les generan así grandes dosis de frustración, porque se encuentran con que la realidad de sus relaciones no se parece en nada a lo que se les muestra en esas ficciones.

Los modelos hegemónicos de cómo “debe ser” un varón no son mas benévolos y llevan a situaciones de desconcierto que, en muchos casos, se resuelven por la vía de la violencia; después de todo, el porno mainstream muestra que las mujeres “disfrutan” de golpes de intensidad variable, de relaciones forzadas, o de posiciones corporales incómodas o dolorosas que solo tienen la finalidad de permitir filmar cómodamente. Los noviazgos violentos adolescentes se han convertido en un problema de consideración, así como los asesinatos de algunas chicas que se niegan a ser parte de ciertas prácticas que son “normales” en películas pornográficas.

La desconexión y la mímesis como “modelo comunicativo”

Las imágenes de las publicidades gráficas ─en revistas, en diarios, en catálogos on line, o en vía pública─ ameritan un desarrollo específico, ya que vivimos en ciudades literalmente tapizadas de imágenes: hombres exitosos que conducen autos de alta gama, fuman, hacen deporte, exhiben (gracias al Photoshop, a los anabólicos y otros suplementos) abdominales dignos de una escultura griega…, mujeres ultradelgadas que se muestran sensuales, pasivas, que ostentan sus huesos y sus larguísimas piernas, estiradas con la magia del retoque digital…

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Ellas y ellos encarnan la belleza, el éxito, la felicidad. Las revistas sacan en sus portadas a jóvenes madres en pleno puerperio mostrando que no solo no tienen ni un gramo remanente del embarazo, sino que además derrochan sexualidad en producciones fotográficas dignas de la portada de Playboy o Maxim. Caballeros cincuentones se pasean en zunga por playas paradisíacas con sus novias veinteañeras, mostrando que un “macho de ley” es aquel capaz de satisfacer a una jovencita. Los vínculos humanos aparecen una y otra vez hipersexualizados e idealizados. Las mujeres son valiosas, si son jóvenes y ostentan pieles perfectas, grandes pechos y pequeñas cinturitas que las convierten en un híbrido entre Jessica Rabbit y la Venus de Lespugue. Los varones son valiosos, si tienen dinero, y son irresistibles para “todas” las mujeres. Los modelos de las imágenes no muestran conexión en sus miradas, cada quien mira a la cámara, como en una selfie; se auto-luce, se expone. Y más tarde, en sus perfiles de facebook, o de instagram, los niños y adolescentes se exhiben a sí mismos repitiendo esas poses.

En una actividad que realicé con un grupo de estudiantes de sexto año de secundaria, pude comprobar hasta qué punto la internalización de estos esquemas es prácticamente total. Luego de ver un documental de la investigadora Jean Killbourne, sobre la representación de los cuerpos en la imagen publicitaria, y de tres clases de debate, les pedí que buscaran publicidades que tuvieran un carácter sexista o cosificador de las personas fotografiadas, y otras que no lo tuvieran. Para mi gran sorpresa, la dificultad que tuvieron fue que, en general, “no encontraban” ejemplos de las primeras. Una y otra vez analizamos en clase publicidades al azar de revistas, para buscar ejemplos de unas y otras: a mi me ocurría exactamente lo opuesto que a los chicos. Dos clases más tarde, a una de las chicas, que me repetía que ella no veía “nada raro” en las publicidades, le pregunté si ella notaba que la gente que caminaba por la calle se veía diferente a los modelos de las publicidades, su respuesta me dejó pasmada: no, ella no veía ninguna diferencia entre las personas reales y las virtuales■

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[1] Jessica Bennet, «For Kids, No Escape From Porn Imagery», Newsweek, 6 de octubre de 2008. http://www.thedailybeast.com/newsweek/2008/10/07/the-pornification-of-a-generation.html
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