Los colores definen la identidad de las cosas, despiertan impresiones y generan emociones. Pero raramente una ciudad o un barrio se pueden asociar a un color. Ese caso excepcional es Boedo, donde el azulgrana es tan fundamental para su identificación como el Homero Manzi, el Tango o la intersección de las calles San Juan y Boedo. Aquí el color es pasión, es cultura, es historia.

Parpadea el perro después de que una catarata de vino que cae por la mesa le moja los ojos, en ese reflejo (el de los ojos del perro) se puede ver una sala atestada, desbordada en gentío: fiesta en Boedo, la barriada feliz. Es que hablar de esta pasión (de esta combinación loca, delirante y apasionada de color) tiene que girar sobre varios ejes: el barrio, la historia, la pasión por un club. Para ser más precisos, hay que recordar las palabras de Álvaro Yunque: “Boedo era la calle; Florida, la torre de Marfil”. El barrio festeja el primer título en la casa de Federico Monti, uno de los fundadores del club, donde, brindando sin parar, se evoca el primer puntapié de esta pasión inexplicable.

Si queremos entender el origen del azul y del grana, tendremos que indagar los principios del siglo XX. En los albores de antaño, el arrabal de la ciudad de Buenos Aires era el lugar donde nacían y crecían los hijos de los trabajadores socialistas y anarquistas. Ellos descubrieron, corriendo detrás de una pelota, una pasión infernal. Es sugestivo para la imaginación que hayan sido los ingleses, en cuyo país tuvo origen el capitalismo, quienes inventaron fútbol, un deporte que sintetiza una práctica colectiva y popular.

Antes de hablar de los colores, es necesario ponernos en situación: en aquella época, en Boedo bastaba con una media rota llena de papel o de lana, o con cualquier cosa con forma parecida a lo esférico, para que el mundo se hiciese a un lado y el tiempo se detuviera, ¿olvidando consigo las jornadas de trabajo interminables y la explotación? Bueno, al menos así fue para los niños. Lo que sigue lo saben todos: En una de esas tardes llenas de magia, un tranvía casi mata a uno de los pibes que jugaban en la calle. Alarmado por la situación de los feligreses, un cura de pueblo llamado Lorenzo Massa (un tipo parecido a Mujica, digamos) los invita a arreglar un campito que había detrás de la capilla para que dispusiesen de un lugar un poco más seguro para jugar. Fue en ese preciso acto de voluntad divina que inició la historia de San Lorenzo, una combinación casi pagana que reunió la suerte de los desposeídos con el favor de la Iglesia Católica.

No pienso caer en ese lugar común que intenta ligar el origen del Club con la actualidad, en la que distinguimos al Papa Francisco como su hincha más destacado. Sin embargo, me agarro de ese ejemplo para recordar que muchas veces la realidad supera a la ficción, porque tener un Papa cuervo no se le ocurrió ni a Soriano ni a Fontanarrosa.

Con respecto a los colores hay mucho dicho: por una parte, se habla del manto de la Virgen María Auxiliadora, pero también se dice que el rojo representa la pasión (la sangre) y el azul, el color del ideal. Yo me inclino por una resolución más fortuita y sagrada que escuché de un viejo en un bar de la calle San Juan, la semana en que San Lorenzo consiguió su primera copa Libertadores de América. El viejo se sirvió un vaso de vino y dijo: “Estos pibes –y enseguida aclaró–, porque a San Lorenzo lo fundaron y lo llevaron adelante pibes de catorce o dieciséis años, claro está, guiados por el Cura, necesitaban una casaca para empezar a competir. Entonces Lorenzo donó el primer juego de camisetas a esos muchachos que se habían ganado el apodo de “Los Forzosos de Almagro”. Ya el primer juego es azulgrana, a bastones verticales, el mismo diseño que perdura hasta la actualidad. –El viejo intentaba cautivar al auditorio–: La pregunta es, ¿las eligió él? La historia habla de que las encargó a una tienda que estaba cerca de la calle México… –Lo interrumpen–: ¿Entonces son fortuitos los colores? –El viejo responde–: No lo sé, lo que sí sé es que esa amalgama de colores escribió la historia de un barrio y de un club de manera inseparable, porque hablar de azul y grana es hablar de Boedo y San Lorenzo, porque Boedo es San Lorenzo y San Lorenzo es Boedo”.

Yo coincido con el viejo: hoy esos colores generan pertenencia y representatividad viva, alegre, entusiasta; porque son esos colores los que, gracias a la luz de donde vienen todos los colores, iluminan las almas que eligen brindar, en esa mesa, mientras el perro parpadea para sacarse de sus ojos el resto de vino color grana que chorrea por encima el mantel azul.

san lorenzo

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