Esteban Bullrich, primer ministro de educación del gobierno de la coalición Cambiemos, dijo en septiembre de 2016 que la función del sistema educativo argentino era la de crear generadores de empleo o, en su defecto: “Crear argentinos que sean capaces de vivir en la incertidumbre y disfrutarla”. Es innecesario ahondar en el tinte ideológico detrás de lo que dijo. Bullrich está lejos de ser un pensador penetrante, pero el espíritu de su comentario no es distinto a algo que hace notar Deleuze en su postscriptum sobre las sociedades de control: los políticos hablan de reformar (o cambiar) esto o aquello, pero saben que el mundo tal y como lo conocieron nuestros padres y abuelos está acabado. Gestionan la agonía. La incertidumbre, entonces, habrá de ser nuestra moneda de cambio en los tiempos por venir. ¿No lo es ya? ¿Desde hace cuánto? ¿Cincuenta, sesenta, doscientos años? No quedan certezas ni saberes inamovibles, esos resabios de la modernidad. No quedan, fruto de lo pos y la muerte de los ismos, refugios duraderos en los cuales cobijarnos con seguridad de la intemperie del cambio, aquel que no suele tenernos en cuenta.