En abril de 1982 vivía con mi familia en Río Gallegos, Santa Cruz. Con casi cinco años, recuerdo que se debían oscurecer las ventanas de las casas con mantas, llevar al jardín de infantes una muda de ropa en la bolsita por si la guerra se extendía al continente y los simulacros. Las señoritas poniéndole una cuota lúdica, al toque del timbre, nos hacían formar y ocultar rápidamente debajo de las mesitas. A mis jóvenes padres (Liliana Biacchi y Virgilio H. Barbosa) les preocupaba especialmente un soldado oriundo de Chascomús, que estaba haciendo el servicio militar allí cuando se declaró la guerra: Rodolfo Pertusi.