La referencia al «otro», al que constituye un sujeto diferente, como si fuese un enemigo y, por ende, un ser a enfrentar, dominar y, si resulta necesario, destruir, es algo que caracteriza a un sector de la sociedad argentina. Tal actitud aparece con claridad cuando los exponentes de ese sector convierten en un objeto de burla, desdén u odio al ex presidente Néstor Kirchner, a la presidenta Cristina Fernández, a los integrantes del Gobierno Nacional, a los miembros de las agrupaciones peronistas y no peronistas que forman el kirchnerismo, a los peronistas en general y a todos los que simpatizan con los mencionados hasta aquí.
Sin lugar a dudas, la visualización del «otro» como un elemento que atenta contra el orden existente y, en consecuencia, contra el «orden natural de las cosas», por quienes perciben la transformación paulatina y constante de su mundo «perfecto e inmutable», configura una realidad que revive lo peor del «gorilismo». Y, al hacer esto, actualiza algunas imágenes terribles del pasado: el bombardeo de Plaza de Mayo, el fusilamiento de los que quedaron tendidos en los basurales de José León Suárez, la represión de los que posibilitaron la «resistencia peronista», el horror de los campos clandestinos de la última dictadura y, en definitiva, la persecución, la privación ilegítima de la libertad, la tortura, la violación, la muerte y la desaparición física de miles y miles, mediante una multiplicidad de métodos aberrantes.
Desafortunadamente, desde que la presidenta de la Nación y los representantes de la Mesa de Enlace se enfrentaron por el asunto de las retenciones, desnudando el poder de las franjas reaccionarias y «destituyentes» de la sociedad, más de un político profesional o amateur —independientemente de su identificación con la derecha, el centro o la izquierda—, emerge como un ejemplo vivo e inequívoco de lo expresado. Pero, la gente de la política o, mejor dicho, de la actividad partidaria no está sola en esta empresa. Un conjunto de sacerdotes, militares, jueces, empresarios y periodistas, entre otros, comparte sus opiniones e, incluso, sobrepasa los límites con apreciaciones tan discriminatorias como las que aseveraban que el peronismo era el «aluvión zoológico» y que los peronistas eran los «cabecitas negras» que habían metido las «patas en las fuentes» y habían optado por las «alpargatas» en lugar de los «libros».
El hecho de despersonalizar al «otro», de privarlo de la condición de «persona», de convertirlo en un sujeto de segunda clase o, directamente, en «algo», presenta un lado práctico ya que el maltrato, la agresión y, asimismo, la eliminación de un ser que no es un «semejante», no representan un crimen. Y, por eso, no crean la posibilidad de sufrir una sanción de carácter jurídico o moral, ni generan una sensación de culpa. Al respecto, recordemos lo dicho y lo escrito en más de una ocasión, por la gente «decente» de la sociedad nativa, con relación al «indio», al «negro» y al «gaucho». Y, después, evoquemos lo manifestado por esa misma «gente», sobre el inmigrante que llegó a nuestras costas para poblar nuestro país, es decir, sobre el «tano», el «gallego», el «ruso» y el «turco». Todos fueron catalogados como «bárbaros». Todos fueron considerados como seres indeseables. Todos fueron presentados como obstáculos para el avance de la «civilización» y el «progreso». Con un desparpajo absoluto, quienes no tenían una tez blanca y quienes, teniéndola, no actuaban según los valores europeos, las costumbres burguesas y las prácticas capitalistas, fueron descriptos hasta el hartazgo, con términos peyorativos, aterrorizantes y, en síntesis, condenatorios. La imagen terrorífica de los malones fue su asociada a la de las montoneras federales y, después, a la de las revoluciones radicales y a la de las huelgas anarquistas, socialistas, comunistas y, por último, peronistas. Y la figura de Juan Manuel de Rosas, en tanto representación de un «déspota sanguinario», fue relacionada con la de Hipólito Yrigoyen y, más tarde, con la de Juan Domingo Perón. Así, la Historia argentina, por mérito de los que transformaron al país en una colonia británica que se dedicaba a la exportación de carnes y cereales, se convirtió en un relato que ensalzó los periodos que transcurrieron entre las tres «tiranías»: la del rosismo, la del yrigoyenismo y la del peronismo.
Actualmente, para muchos, las expresiones «paraguayo», «boliviano», «chileno» y «peruano», por ejemplo, tienen un significado similar al de la palabra «negro»: circunstancia que demuestra que esa denominación, además de comprender a los individuos del «interior» del país, también abarca a los de los países limítrofes y a los del resto de Latinoamérica. Después de todo, ellos, como los «negros» autóctonos, son sucios. Son borrachos. Son delincuentes. Y son vagos que, paradójicamente, quitan los empleos a los argentinos: empleos que, por otra parte, no despiertan el interés de la mayoría de nuestros conciudadanos porque aparecen ante sus ojos como ocupaciones humillantes. En este punto, el hecho de estar nacionalizados o de tener hijos argentinos no cuenta. Ellos no son de aquí. Y, por esa razón, están demás. Sobran. Sobran al igual que los que actúan como los «negros» aunque no tengan una piel oscura y que, en consecuencia, son «negros de mente» o «negros de alma». Sobran al igual que los orientales. Sobran al igual que los judíos y los musulmanes. Sobran al igual que los homosexuales. Sobran al igual que los comunistas. Y sobran al igual que los peronistas. Pero, esa sobreabundancia de lo indeseable, de acuerdo a la perspectiva de quienes custodian el verdadero «ser nacional», no debe provocar la sorpresa de nadie ya que vivimos en una sociedad que, por culpa de los «ex montoneros» que ejercen el gobierno, tolera los excesos más diversos: el de los «ex guerrilleros» que plantean ante «jueces garantistas» el supuesto menoscabo de sus «derechos humanos», con el propósito de lograr que los magistrados condenen a los militares y civiles que defendieron el modo de vida «occidental y cristiano»; el de los «piqueteros»; el de los sindicalistas; el de los «barrabrava», el de los «villeros»; y el de los estafadores, ladrones, secuestradores, violadores y homicidas que andan sueltos.
Pero todo es inútil. El «otro» también se encuentra ahí, entre los miles de rostros normales que circulan por una calle, en un momento determinado. A veces, su figura aparece con nitidez, no obstante la fugacidad de esa aparición. Y, a veces, sucede lo opuesto. Sin embargo, siempre está. Siempre. Y esto es lo peor de todo. En muchas ocasiones, el «otro» no tiene el aspecto de alguien que es diferente. Por el contrario, su imagen es la de un gobernante, un ministro o un legislador que viste y habla con corrección; la de un intelectual que analiza un tema con agudeza; la de un vecino que saluda con amabilidad; la de un empleado; la de un amigo; y, en los supuestos más extremos, la de un pariente consanguíneo o político. A pesar de las precauciones más sensatas, el «otro» puede compartir la mesa o la cama de quien vive feliz en medio de una sensación de seguridad que no es cierta. Puede estar al lado de cualquiera, sin que nadie pueda detectarlo, con un único y terrible propósito: el de aguardar el instante más propicio para lanzarse sobre su presa. Tal rasgo forma parte de su esencia, de su naturaleza, de su forma de ser. Y, por ello, es más fuerte que su voluntad. El «otro», aunque lo intente, no puede convivir con los que no son como él. Cuando está abajo, en el llano, sólo piensa en rebelarse. Y cuando está arriba, en el gobierno, sólo piensa en dominar. Para los «civilizados», él es una molestia, una maldición y un espejo. Al verlo, no ven un sujeto independiente, ni ven a alguien que constituye su reverso. Simplemente, se ven a sí mismos sin ninguna clase de intermediación. Y eso los sorprende, los confunde y los aterra■