La asimilación de la figura del extranjero con la del «otro», una práctica que no es nueva, presenta a la diferencia como un elemento disvalioso y, en ciertos casos, atemorizante, ya que rescata y actualiza la idea de la barbarie: una idea que atraviesa la historia y constituye la pieza clave de un proyecto de dominación cultural.
Según algunos compatriotas, un extranjero es más que un individuo que no tiene la categoría de argentino. Es alguien que integra lo que está «afuera» de la nación, lo que es diferente a ella, lo que es extraño, lo que es inferior y, en muchos casos, lo que es peligroso. Por lo tanto, el extranjero que atraviesa nuestras fronteras, es decir, lo que separa el «adentro» del «afuera», para estar entre nosotros, momentánea o definitivamente, es más que un individuo que proviene de ese afuera. Este —por ser alguien que llega con su idioma, su vestimenta, sus particularidades culinarias y musicales, sus costumbres, su historia, etc. — aparece como un elemento nocivo que introduce el «afuera» dentro de nuestra sociedad. En otras palabras, por el hecho de no ser de aquí y, en consecuencia, de no ser como los de aquí constituye y recuerda permanentemente el «afuera» que está adentro del «adentro». Esto equivale a afirmar que es el otro: el que no es como uno o, si se prefiere, como nosotros. En tanto representante de la otredad y, por ende, del afuera, es diferente, extraño e, incluso, inferior. Tal característica lo convierte en alguien o, con más precisión, en algo que despierte la sorpresa, el desconcierto y la curiosidad: reacciones que desaparecen de un modo inevitable ante la presencia del desprecio, el temor y el odio, cuando el originario de aquí percibe o cree percibir el incremento numérico y, por sobre todo, el ascenso social de los que no son como él.
Irónicamente, más de un «argentino», al proceder así, olvida que sus padres, sus abuelos o sus bisabuelos fueron tratados de una forma similar cuando arribaron a nuestras tierras. Dicho olvido pone en evidencia, por ejemplo, que la actitud de los descendientes de los «gallegos», los «tanos», los «rusos» y los «turcos», que hablan de los «paraguas», los «bolitas» y los «perucas», implica un rechazo doble y simultáneo: el de la otredad que está afuera de ellos y corresponde al otro del presente (el extranjero actual); y el de la otredad que, en cambio, está adentro de ellos y corresponde al otro del pasado (el padre, el abuelo, el bisabuelo, etc.). Tanto en el primer supuesto como en el segundo, el otro tiene el aspecto de un extranjero. Pero, esto no significa que la totalidad de los extranjeros presenten la fisonomía de los otros. De acuerdo a un sector de nuestra sociedad, algunos extranjeros —como los que provienen de Canadá, Estados Unidos, Inglaterra, Alemania o Escandinavia—, no son objeto de desprecio, ni de odio. Por el contrario, tales individuos, a diferencia de los anteriores, son destinatarios de una admiración que no pasa desapercibida. Y esto es así porque —desde los tiempos de Domingo Faustino Sarmiento, Bartolomé Mitre y Julio Argentino Roca—, la otredad no comprende a los extranjeros de piel blanca, cabellos rubios y ojos claros que provienen de zonas frías y de sociedades protestantes y capitalistas. Dichos caracteres erigen a estos extranjeros en representantes de la civilización, el progreso y la modernidad: aspecto que impide asimilarlos a los otros y, por tal motivo, a los que encarnan la barbarie, el atraso y el medioevo, por la circunstancia de configurar su negación.
El trato dispensado a los extranjeros que provienen de América Latina, de Europa Oriental o del Sudeste Asiático, en la actualidad, no difiere del otorgado a los extranjeros que llegaron del Mediterráneo Europeo y del Medio Oriente, a fines del Siglo XIX y comienzos del Siglo XX. A su vez, el trato otorgado a estos tampoco difirió del brindado a los indios, los negros, los mestizos, los mulatos, los zambos e, incluso, los blancos que no encuadraban dentro de los parámetros de la «civilización». Durante mucho tiempo, el gaucho —la síntesis de las razas que poblaron nuestro territorio y, por ende, lo más auténtico de nuestra nacionalidad—, fue visto y tratado como un extranjero, como un extranjero que simbolizaba la esencia de la otredad. Por desgracia, la minoría europeizada que convirtió a la Argentina en el «granero del mundo», con la esperanza de constituir la aristocracia de un dominio británico que estaba destinado a disfrutar de un progreso permanente, trató de un modo similar a todos los que no formaban parte de ella. Y, al actuar de esta manera, instaló unas pautas culturales que fueron aceptadas como verdades indiscutibles, por una sociedad que comprendía una parte importante de inmigrantes.
La visualización del extranjero como un otro y, acto seguido, la asimilación de este con lo negativo, con lo disvalioso, no es algo nuevo. Quienes proceden de esa manera actualizan una práctica que legitimó el predominio político, económico y social de un sector de la sociedad argentina sobre el resto de ella. Después de todo, cuando alguien trata a su semejante como un individuo inferior y este admite dicho trato en lugar de cuestionarlo, estamos ante la aparición de una forma de dominación que no necesita el empleo de la fuerza. Y, cuando el dominado trata a otro de un modo idéntico al recibido, para distanciarse de éste y aproximarse al primero, nos hallamos ante la consolidación de esa forma de dominación. Aquí, la dominación cultural —en tanto aparato educativo, comunicativo y propagandístico que opera como causa, soporte y efecto de la dominación económica—, garantiza que el campo de la otredad se encuentre formado por dos sectores: el de los otros que aceptan su condición de tal y el de los otros que, al no aceptar esa condición por el hecho de suponer que están encima de esta, actúan como el muro que contiene a los exponentes del primer sector, tras los límites de lo aceptable. Por eso, la particularidad de ser un extranjero o, mejor dicho, de pertenecer a una clase de extranjeros en especial —algo que equivale a ser el otro—, no se limita a constituir una forma de estigma que trasluce la existencia de más de un prejuicio. También funciona como un instrumento de control social que es ejercido por individuos comunes: individuos que sienten que actúan como ciudadanos y, principalmente, como patriotas, cuando apoyan la aplicación de medidas segregacionista o cuando demandan la implementación de ese tipo de medidas■