En todo lo que comienzo a garabatear a través de la escritura encuentro una palabra a la que puedo llamar “anzuelo” y es aquella que me atrapa y ahí comienza el desborde de las que le siguen. Es como gente amuchada esperando entrar en algún lugar y de repente la puerta se abre. En este caso la palabra es “inseguridad”. Y este anzuelo sabe mal. Es una palabra que solo vinculo a cosas que hacen temblar.

Estar inseguro, en una situación real, concreta, como ser al borde de una cornisa con un killer a punto de empujarnos o en medio de una lluvia de balas o a segundos de abrir un telegrama de despido y con varios servicios que pagar, amerita la angustia, el estado de taquicardia galopante, el temor al desenlace de esa situación que pronostica más tragedia que fortuna.

La inseguridad se presenta previa a la resolución del hecho que sea (repito: hay situaciones delimitadas en que es lo más cabal sentirla), pero son más los momentos en que esta aparece por adelantado y sin motivos visibles.

Como mi sabia amiga Carolina me dijo alguna vez en una de nuestras conversaciones: “el miedo es como un veneno” (que va haciendo efecto de a poco, agrego). La inseguridad y el miedo son parientes muy cercanos.

Ese miedo que paraliza, que genera incertidumbre, que todo lo transforma en duda, como la “Casa Tomada” de Cortázar: uno va cerrando puertas, va reduciendo su espacio y quedando “cercado” por fantasmas, “enrejado” en lugares cada vez más pequeños.

Los tiempos actuales son vertiginosos, alterados, violentos. El mundo se vuelve cada vez más “picante”. Sin embargo, nuestro país, nuestros barrios, las sociedades, la especie humana siempre ha tenido altos porcentajes de crueldad. Es cierto, decir esto no es alentador ni reviste idea alguna para modificar los motivos actuales que generan las inseguridades cotidianas, solo es un paño frío ante tanta placa de Crónica, tanto cartel con luz intermitente bajo la consigna de “peligro inminente”.

Levantarse todos los días es aceptar el negocio: respiro, ergo vivo.

Levantarse todos los días en este planeta es aceptar el negocio: aún no nos tapa la lluvia ácida; respiro, ergo vivo.

Levantarse todos los días en este país es aceptar el negocio: hay desigualdad, esto genera miseria; hay corrupción, pero también hay ganas, gente comprometida; ergo, vivo, salgo a la calle, participo en el cambio.

Pienso: ¿cuál puede ser la parte capitalizable de sentirse inseguro? Se me ocurre que cansarse, fastidiarse de este sentimiento, asumiendo que hay impredecibles, fatalidades e injusticias.  Pero, que es sumamente triste e innecesario adelantarse al dolor (y un tanto drama queen cuando hay demasiados que realmente lo padecen), buscar criterio y equilibrio entre lo que “podría pasar” y lo que está pasando en realidad.

Estamos en esta milonga, es así. Cada uno con sus reservas, pero, todos queremos bailar. Hay que estar atento al cabeceo del partener, pero si a cada rato tememos resbalar con algo húmedo que algún otro podría volcar en la pista y nos pasamos mirando el suelo, es probable que se nos pase la velada, no bailemos y creamos que estuvimos a salvo de caer, cuando en realidad, quedemos como atorados, sin entender bien por qué sentimos que se nos suma esta otra sensación amarga: la de habernos perdido de algo irrecuperable■

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