Estoy concluyendo la lectura de El Evangelio según Jesucristo, de Saramago, y me aterra. Reitera constantemente que desde que nacemos estamos condenados a morir, y el saberlo nos condiciona por completo, conciente o subconscientemente. Asimila la religión a la destrucción, las guerras sin fin, y la muerte precedida de torturas encarnizadas. Me confirmó esa interpretación el escuchar la crítica de su nuevo libro, Caín.
Y este año se muere todo el mundo. Amigos, vecinos, conocidos, gente famosa y no. Bien dicen que no hay nada más igualitario que la muerte. Y como no soy, en lo posible, de desperdiciar nada, ando meditando sobre estas cuestiones. Porque soy de tomarme todo muy en serio y hacerme problema por cualquier inconveniente. Pero últimamente me digo que no tiene sentido tomarse la vida tan en serio, si al fin y al cabo no saldremos vivos de ella. Tanto hacernos problema, y el día menos pensado… Además, analizo la conducta ante la desaparición de una persona de nuestro entorno, y ese análisis me contiene también a mí. Por ejemplo, nos enteramos de que alguien padece una enfermedad grave, que está internado en un centro de salud. En seguida nos damos cuenta de que “es una pena, no tengo tiempo para visitarlo”. Y cuántas veces un amigo trata de organizar una pequeña reunión un día cualquiera, en cualquier parte, para charlar, matear, estar juntos… pero entonces nos disculpamos por no poder asistir, pensando “cómo se ve que no tiene nada qué hacer; lo que es yo, tengo que trabajar”. Pero hete aquí que el día menos pensado, en el momento menos esperado, nos sorprende la noticia de su muerte. La del enfermo, o la del que aún gozando de muy buena salud, nos necesitaba con él. Entonces se produce el milagro: de pronto tenemos tiempo para el velatorio. Nos “ponemos” nuestra mejor cara de apenados, y permanecemos horas en esa especie de certamen para ver quién lo siente más, que son los velatorios, y los entierros. Y no conformes con ello, visitamos a los deudos, para acompañarlos, asistimos a las misas por el descanso de nuestro amigo, volviendo a calzar la cara solemne que convencionalmente se estila en tales circunstancias. Mientras vivía, importunaba nuestra conciencia con el remordimiento que nos provocaban las excusas que ni nosotros mismos creíamos, pero las esgrimíamos, engañándonos, para no ir a verlo. A veces ni siquiera para recibirlo.
Siempre teníamos algo impostergable, más importante que nos impedía el encuentro. Después, la muerte lo cambia todo. Y pienso que se debe a que eso nos recuerda que todos caminamos hacia nuestra propia muerte. Y nos apena el no haberle dedicado más tiempo, más atención al amigo. Y nos duele el no poder ya remediarlo. No pensamos tanto en que murió, más bien en que “nos dejó sin él”, como si cada uno de nosotros fuera el centro de todo, y los demás fueran menos importantes. Acudimos a ellos cuando los necesitamos para algo, y listo. Por supuesto que hay excepciones, pero pongámonos una mano en el corazón y veremos que la mayoría de las veces sucede lo que digo. Como siempre, quiero hallar una enseñanza, algo positivo, que me ayude a seguir “remando” en este valle de lágrimas. Y lo encuentro: tantas promesas de visitas que me hicieron y nunca se cumplen, tanto “un día de éstos nos juntamos y hacemos algo”, y el día nunca llega, todo se verá realizado por fin cuando me “llegue la hora”. Tendrán tiempo y estarán ¿conmigo? cuando cierre mis ojos definitivamente. Entonces, al morir, empezaré a existir, a ser tomada en serio. Es bueno encontrarle algo positivo a la propia muerte: empezar a existir. Pero claro, no nos engañemos. Por un tiempo, nada más, que en seguida otros sucesos habrán de hacernos caer en el olvido. Pero lo breve del lapso se compensa con la intensidad con que sentirán nuestra ausencia en sus vidas. Ausencia que no será completa, ya que alguito nuestro siempre queda: una frase, una palabra, un gesto, por qué no una receta de cocina…y quizás al recordarnos, pensarán como Macedonio Fernández, “mientras vivió, de todo hizo placer; cuando partió, nada dejó que no doliera”. Porque como bien dice Borges en uno de sus poemas “no hay nada como la muerte para mejorar la gente”■