Con la caída del mundo medieval el sujeto moderno se enfrentó a la difícil tarea de mirar a la muerte a los ojos sin mediaciones divinas. Perdida la garantía que brindaba un más allá en el que depositar todas nuestras esperanzas, la finitud del hombre se mostró en toda su precariedad. De aquí que el temor ante la muerte sea el signo distintivo de la vida moderna, es decir, de nuestra vida hoy. Probablemente este miedo no sólo haya sido una nota negativa en la psiquis del existente humano, sino una fuente inagotable de potencialidades. El privilegio dado a la razón, lugarteniente de ese Dios que aún muerto sigue operando en nuestro mundo inmanente, tal vez sea fruto de esa carrera contra el tiempo, la cual tiene como punto de llegada la promesa infinita de inmortalidad.

Y es precisamente este monopolio de la razón el que se expresa en nuestra voluntad de dominio absoluto sobre todo lo que conforma nuestro entorno: naturaleza, cultura, nosotros y los otros. Querer controlar nuestra realidad, para así escapar a la inevitabilidad de la muerte, implica una racionalización absoluta de todo lo existente. ¿Cuál es el sueño moderno? Reducir cualquier acontecimiento al cálculo, para así volverlo predecible y poder domesticarlo. Desde ya que un ejemplo más que evidente de este sueño gris lo encontramos en el discurso médico. Hay que dominar y subyugar la vida para así anticiparnos a la llegada de la muerte y posponerla todo posible. El control se ejerce sobre el cuerpo vivo, incluso sano, porque una vez que llega, la muerte se nos manifiesta indómita. De esta manera, el sujeto moderno, amo y señor de todo lo real, se desnuda en toda su debilidad como sujetado a las fuerzas que él mismo crea pero que ya lo exceden. El control se hace absoluto, escapa a nuestra voluntad y se efectiviza desde el preciso momento en que la muerte es una posibilidad real: la concepción. Incluso el fin mismo llega a perderse, quedando los medios sin ningún norte que los guíe. Ya no importa la muerte en sí misma, sino el temor que su posibilidad imprime en nosotros. La muerte nunca será controlada (por suerte), pero esto no quita que cualquier daño o sufrimiento sobre el cuerpo esté justificado siempre que se persiga disminuir el temor.

Vale mencionar aquí que esta economía de sufrimiento va acompañada por el imperio de la economía a secas. El mercado es quien termina regulando al mismo saber médico, no sólo por la íntima relación entre las prácticas profesionales y la industria médico-farmacológica, sino también al sentar los ritmos de trabajo a través de las distintas instituciones que lo albergan (obras sociales, prepagas, hospitales, etc.).

Así llegamos a la cuestión que más nos preocupa aquí: cómo se proyectan este temor ante la muerte y el deseo de subyugarla en el embarazo y el nacimiento. La medicina hoy no puede respetar estas instancias porque ya no sabe cómo. La urgencia de la intervención se origina en la necesidad de la previsión/prevención. «Cuanto antes mejor», nos dice el discurso tecno-científico aplicado al momento inaugural de la vida. Si hay temor, debemos combatirlo, desde el primer instante en que late un corazón. Entonces, todas las técnicas aplicadas al cuerpo de la mujer y del bebé tienen su razón de ser. El embarazo, el nacimiento y todo el desarrollo posterior de la vida humana son atravesados por la maquinaria médica, que sólo puede enfrentarse a ellos en tanto objetos patológicos. Si lo propio de la ciencia nacida con Hipócrates es la enfermedad, desde esa perspectiva se nos inducirá a ingresar en su mundo. No hay vida sana si la muerte, en tanto posibilidad irrebasable, está amenazando al organismo vivo desde un incierto pero seguro porvenir. Incluso un embarazo sano deberá ajustarse a las normas establecidas para la excepción. Lo anormal se vuelve la ley que todos debemos respetar, verdad absoluta e incuestionada que no descansa en otro fundamento que no sea su autosostenimiento.

En este sentido, consideramos que el tan promocionado «parto respetado» muchas veces puede caer preso de la misma lógica instrumental. Quizá sea la formación de los distintos profesionales de la salud la causante de esta matriz técnico-conceptual que no dejan de reproducir, sumada a los tiempos que marca el mercado al negocio de la salud. Todo se vuelve un medio en vistas a un único fin: la supuesta perpetuación de la vida. Entonces, la racionalidad de los medios estará siempre guiada por este principio, cancelando todo intento de fundamentación diferente. Cualquier práctica, incluso la más salvaje, puede ser deducida racionalmente si se pone como objetivo detener la llegada de la muerte, o mejor dicho, disminuir el temor que esta infunde. Y en tanto argumento a favor de estas mismas prácticas muchas veces se nos vuelve imposible de combatir. Desde una inducción que acelere los tiempos hasta la sonda naso-gástrica que invade a nuestros hijos, todas las acciones del profesional están justificadas y legitimadas por el discurso médico, aunque este no cuente con fundamento alguno más allá del miedo que pueda inspirar en quien se atreva a transgredirlo o ponerlo en cuestión.

A pesar de este diagnóstico, vinculado directamente a la práctica que relatamos, en http://otronacer.blogspot.com consideramos que es posible respetar el instante ejemplar del nacimiento, relacionándonos de otro modo con ese Dios que es la ciencia moderna. Desde ya que esto no significa aceptar ciegamente la muerte ni rechazar toda intervención que pueda realmente beneficiar a la vida del hombre, sino pensar en otra forma de vincularnos con este discurso que nos conforma en tanto sujetos. Si bien no podemos mantenernos ajenos a las verdades que la medicina impone sobre nuestros cuerpos, sí tal vez podamos acercarnos a ellas de manera cautelosa, sin sumisión, empuñando nuestra propia capacidad crítica para así velar por ese respeto que debemos ganar. Y es en el mismo nacimiento que encontramos un hilo conductor para salir de esta relación alienada con la medicina, en tanto acontecimiento incalculable, impredecible, que no se deja subyugar. Respetarlo, en tanto suceso que escapa a nuestra voluntad de dominio, será hacer lugar a su llegada, reconciliándonos con esta instancia como momento de la vida que nunca podremos neutralizar. Así, la confianza que podamos extraer de esta otra relación recaerá no en un argumento místico-naturalista, sino en la certeza de que por más que la persigamos, la vida siempre escapará a nuestras redes, mostrando que el temor no puede clausurar nuestras potencialidades. Entonces, lo mejor que podemos hacer, por respeto a nosotros mismos, es abrirle paso a ese ser por venir, prepararnos para su llegada, comprendiendo su espíritu refractario a la voluntad de dominio y control. En otras palabras, para soñar con un verdadero parto respetado, que escape a la lógica impuesta por el actual proceder médico, debemos relacionarnos de otro modo con la vida e incluso con la misma muerte, ambas caras de una misma moneda que no pueden volverse fuente de temor ciego sino de valor infinito■

 


Textos consultados:

Adorno, T. W. y Horkheimer, M., Dialéctica del iluminismo, Bs. As., Sudamericana, 1987.

Derrida, J. Las muertes de Roland Barthes, México, Taurus, 1999.

Foucault, M., “¿Crisis de la medicina o crisis de la antimedicina?”, en Estrategias de poder, Barcelona, Paidós, 1999, pp. 343-361

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