«Encontramos primero que nada el hecho de que para la persona colonizada, quien en este respecto se asemeja a los hombres en países subdesarrollados o a los desheredados en todas partes de la tierra, percibe la vida, no como un florecimiento o desarrollo de su productividad esencial, sino como una lucha permanente contra una muerte omnipresente (mort atmosphérique). Esta muerte siempre amenazante es materializada en la hambruna generalizada, el desempleo, un nivel alto de muerte, un complejo de inferioridad y la ausencia de esperanza por el futuro. Todas estas formas de corroer la existencia del colonizado hacen que su vida se asemeje a una muerte incompleta.” F. Fanon, Los condenados de la tierra.

Al hablar de la muerte me es inevitable no pensar sino en la vida. La conciencia de muerte y la relación que con ella se mantiene es una relación que se establece en vida y da cuenta de diferentes formas de estar en el mundo. Como es habitual en esta sección, intentaremos hacer el esfuerzo por mostrar ese lado oscuro de la modernidad, en este caso, el modo en que se ha construido el no-ser del Otro.

Nunca más pertinente para esta columna la afirmación de Cesaire acerca de que la modernidad es un periodo histórico que se abre y se cierra con el fenómeno del genocidio: comienza con la colonización de América y se podría pensar su cierre en Auschwitz, con el genocidio judío.

Conmueve el asombro de los pensadores más críticos del eurocentrismo frente a este último suceso. Conmueve que, por más repetido que sea, el horror siga siendo novedad y no se encuentre totalmente naturalizado. Pero confunde la sorpresa que acompaña el asombro; nos hace pensar. ¿Cuál es la originalidad de Auschwitz? La diferencia entre estos dos sucesos de brutal genocidio está en que, en el último, Europa se come a Europa, pareciera que por vez primera es el Hombre –ya racional, ilustrado, ya progresando, ya blanco- contra el Hombre en un gesto de cualitativa y cuantitativa violencia; después, el desencanto. Es este el motivo que lleva a los críticos europeos a no encontrar antecedentes, mismo motivo por el cual no es sino hasta ese entonces que sufren el desencanto universal respecto de la humanidad. Este asombro reciente entonces, nos deja ver una silenciosa complicidad respecto de genocidios anteriores. Hay una suerte de legitimación en el asesinar, oprimir, explotar al Otro, que descansa en el no poder ver nada propio -humano- en este dominado.

Pero como decía, la novedad en el viejo continente es para nosotros historia antigua.

Esta diferencia de apreciación entre ambos genocidios es resultado de una diferenciación anterior producida históricamente y que penetra en lo más profundo de nuestra ontología.

El pensamiento occidental ha dedicado una ardua empresa a construir una nítida diferenciación entre el ser del hombre y el no ser hombre; la razón, la risa, la conciencia de muerte, han sido diferentes criterios usados a lo largo de la historia para establecer esta distinción. Ahora bien, hay otra noción, a la que se han visto ligadas las anteriores que da inicio a la historia del no-ser-humano: el alma. El alma como receptáculo de la razón, promotora de la risa, lo que pervive mas allá de la muerte. Y es justamente en la sospecha permanente sobre la no posesión de alma de los colonizados que se construyó y se promovió su deshumanización. Es en esta instancia donde Quijano encuentra los comienzos de la colonialidad del Poder, el inicio del proceso de racialización.

Estos sujetos sin alma, eran considerados condenados, condenados de la tierra, condenados a la tierra; entendiendo que la tierra para esta tradición impregnada de platonismo y cristianismo implicaba verse reducido a lo corruptible, instrascendente y fundamentalmente dispensable, a no poder participar de las elevadas virtudes del amor, la razón, el espíritu, etc. Los condenados se ven reducidos a una imagen falseada de hombre, una copia inferior de lo propio, resultado de algún trabajo mal hecho y, por lo tanto, nada que merezca ser conservado. Son ellos a quienes refiere Fanon en el epígrafe citado, como aquellos cuya vida se asemeja a una muerte incompleta. Y es que este sujeto, a diferencia del ser-ahí, existe en el modo de no-ser-ahí, encontrándose en cercanía de la muerte de modo cotidiano y ya no excepcional.

Se establece entonces no solo una diferencia colonial (a la que ya nos hemos referido en otras intervenciones como aquella diferencia que establece una diferencia jerarquizada entre los hombres en términos fundamentalmente epistémicos y de poder), sino también una diferencia sub-ontológica. Esta es una diferencia entre el Ser –entendido en términos occidentales- y lo que está por debajo y ya no solo por fuera de él. Es decir, esta diferencia determina, ya no sólo la distinción entre lo humano y lo no humano, que puede ser recomprendida como la diferencia entre sujeto-objeto (el sujeto y lo que es útil para él); sino que, en tanto inferior, la diferencia sub-ontológica determina lo que además de útil, es prescindible. Violado el sentido de su humanidad, el condenado se vuelve un sub-alter sobre el que se pueden imprimir los gestos de más cargada violencia.

Podemos comprender la colonialidad entonces como el discurso y la práctica que en un mismo movimiento predica la inferioridad natural de ciertos sujetos volviéndolos prescindibles y a la naturaleza como pura materia prima para la producción.

Como venimos insistiendo, al colonialismo pervive la colonialidad. Hoy son pocos los que se atreverían a afirmar aquella sentencia que dio comienzo a la racialización, la sospecha de que los indios y los negros no tienen alma. Pero parece haber nacido algo más sutil y penetrante que nos permite intuir en la noción de ciudadano, el alma moderna. Esta idea parece configurar gran parte del discurso de nosotros y los otros. El condenado es aquel a quien se le ha quitado todo lo que podía dar, ya no tiene nada que donar y son los mismos expropiadores los que generan la exclusión en un sistema de representación simbólica que favorece su invisibilización. El discurso de re-patologización, mediante el cual la víctima se vuelve victimario, nos lleva a olvidar todo este proceso, a leer esencialismos en reivindicaciones sociales y a ubicar, en un gesto por momentos paranoico, la violencia en el Otro■


 

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