La crisis de diciembre de 2001 abre una serie de preguntas para las que aún la sociedad no encuentra respuestas. La tarea fundamental versa sobre poder mostrar en qué medida estaba ya en la sociedad germinalmente presente el espíritu revolucionario que durante la ola de protestas de diciembre de 2001 se convirtió en protagonista absoluto.

¿Fueron acaso estos movimientos el resultado del descontento de las clases medias afectadas en sus intereses más individualistas? ¿La protesta excedió los límites de una clase media que veía en la profunda crisis económica el fin de sus privilegios noventosos?

Es preciso explicar cómo de alguna extraña forma se pasó del fervor democrático del ’83 al “que se vayan todos” del 2001, que pueden –y deben- pensarse a uno como el momento del optimismo del florecer democrático, y al otro, su contracara, como un oscuro momento donde el nihilismo político hacía presagiar el advenimiento de alguna forma autoritaria de gobierno. Media, pues, entre esos dos momentos eminentes de la historia reciente argentina la década menemista, clave ineludible para entender la crisis de 2001.

La república alfonsinista

La sociedad argentina que salía maltrecha del sangriento período que constituyó el llamado Proceso de Reorganización Nacional asistió, al poco tiempo de asumir el gobierno Ricardo Alfonsín, al juicio a las juntas, hito en la historia argentina (un gobierno civil, legítimamente instituido sentó en el banquillo a quienes hasta hace pocos meses se atribuían la potestad de decidir quien merecía vivir y quien -tortura previa- debía morir).

La sociedad civil del período posterior al gobierno militar aparece excluyéndose de toda responsabilidad en los hechos que signaron el período 1976-1983. Desde hoy, con una mirada que se vuelve anacrónica, sorprende que aquella misma sociedad pudiese soportar sobre sus espaldas los juicios. Bien es verdad que la clausura del proceso judicial no se hizo esperar, tal vez – y esta es mi hipótesis- la sociedad tomó conciencia de que lo que los juicios mostraban y superaban su endeble estado y era necesario negar, de alguna forma, lo ocurrido.

Si alguien leyó y diagnosticó perfectamente esa situación fue Menem quien se propuso como el sanador que la sociedad requería.

El menemismo. La derecha encuentra su lacayo

Durante el gobierno de Menem la sociedad se dispuso a sepultar su pasado, fue en ese entonces su momento de goce narcótico que permite vivir en un eterno presente como una forma de excluir toda revisión de un pasado que la acechaba con sus recuerdos y que, desde lo más profundo, reclama su atención. Negarle existencia a aquello traumático: la más feroz de las dictaduras militares y al profundo desencanto de la experiencia alfonsinista.

Dentro del contexto económico la coyuntura internacional era además por aquel entonces la propicia para terminar de desmontar lo que aún sobrevivía del Estado de bienestar. A la fiesta orgiástica del consumo era necesario sostenerla con la privatización de las aún grandes empresas que quedaban en manos del Estado. Como condición para ser entregadas se imponía una masiva reducción de sus plantillas. De allí nacerían los primeros grandes contingentes de desocupados, que garantizaban el saneamiento en las finanzas de las empresas entregadas al capital extranjero o nativo.

De la masa de desocupados expulsados de las clases medias producida durante los 90, comenzaría a organizarse en lo que fueron los llamados movimientos piqueteros quienes reclaman ser re-incluidos dentro del sistema al que alguna vez pertenecieron y no “destruir el sistema”.

Crisis del 2001. La revuelta. ¿Es posible refundar la República?

La tentación a la que no han podido sino sucumbir ciertos intelectuales que al observar los sucesos de diciembre de 2001 creyeron ver allí un momento que dividía en dos la historia y de esta forma clausurando el pasado y mediante un nuevo relato fundante establecía sobre las ruinas de la república fundida un nuevo orden.

El movimiento asambleísta sirvió de reemplazo de las instituciones vaciadas y desacreditadas pero su impronta aún persiste ya que este fenómeno arrojó al espacio público y político a numerosos sujetos que aún desconocían la dimensión política. De esta manera, la indignación se transformaba en espontaneísmo y no se necesitó de un líder ni de un partido para mover a decenas de miles de personas que participaban democrática y pacíficamente en las asambleas como, también, lograban hacer rodar las cabezas de los efímeros gobiernos de turno.

Es por ello que entiendo que el acervo asambleario no se construyó en las pocas semanas de efervescencia que marcaron la revuelta donde un grupo de desilusionados ciudadanos estallaron y expresaron su bronca por las calles. Mucho tiempo atrás –o no tanto, según se mire- la Argentina había tenido en el Cordobazo o en el 17 de octubre del ’45 experiencias similares que no pasarían inadvertidas sino que, más aún, llegarían a cristalizarse en las conciencias.

Sólo cierta izquierda anquilosada pudo pensar que las asambleas eran la piedra de toque para llegar al poder. El fenómeno de las asambleas fue la posibilidad para parte de la ciudadanía de asir por vez primera el terreno de lo político. A pesar de esto, una nación moderna no puede vivir ad eternum en estado asambleario y es necesario emprender un lento proceso de reconciliación con la práctica de la política tradicional.

La consigna “que se vayan todos” empieza a diluirse en el momento en que se toma en cuenta que una faceta de ella (la más brutal seguramente) permite ver lo vacío que hay en sí misma y que la lleva inexorablemente a su mera repetición, y que ello hace que su sola pronunciación condene a quien la vocifera ya que convierte el ámbito político en un dualismo insalvable, pues deja todo el problema del lado del Otro, no dejando para sí ninguna responsabilidad, así se excluye de toda realidad colocando lo maldito en “el político”, “el banquero”, “el funcionario”, etc.,etc.,.

Conclusiones

En la visión de algunos intelectuales de izquierda parece explicarse el fenómeno del 2001 por las experiencias piqueteras. De esta forma, el germen de la revuelta popular para, por ejemplo, Zibechi encontraría su explicación y su condición de posibilidad en las organizaciones piqueteras de los 90 (caso Cultral Có), empero, su análisis excluye el origen de estas masas mismas.

Me parece más fructífero para la elucidación de lo que constituyó la revuelta popular del 2001 revisar el pasado; esta sociedad que habitamos ha sido muchas veces apresuradamente diagnosticada como un producto devenido de la simbiosis entre un paraíso fértil y fecundo, pleno de riquezas que brotan espontáneamente de sus entrañas, y unas manos dispuestas a recoger sus frutos. Hasta allí lo que de bucólico tiene nuestro mito fundacional, esas manos son también para algunos las de un aluvión hambriento de filisteos advenedizos que llegaron a nuestro país más pensando en irse que en permanecer, pero que, paradójicamente, optaron por quedarse. Esa impronta del inmigrante que no llegó una vez y para siempre, sino que, sigue llegando, se sigue quedando hoy, esa huella es la que ahora deberíamos de indagar.

En definitiva, del “que se vayan todos”, creo, se puede rescatar el haber establecido un límite, una advertencia fuerte, a cierta clase política que supo escuchar hace una década y recuerda ahora, como lo hará siempre, que, pese al lugar que ocupa, late detrás un pueblo que de la misma forma que le concede ser su representante y gobernar por él, el mismo puede levantarse en cualquier momento para pedir su cabeza.

Del movimiento asambleario queda la idea de que de las ruinas puede emanar la fuerza creadora que impide que un país pueda dejarse perecer. O, para utilizar las palabras de Forster: “En la Argentina se vive el Apocalipsis sin dejar de soñar con el paraíso”


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