un día el tren llegó a un andén repleto de niños y niñas. Un andén para la niñez, un andén desde la niñez y por qué no, hacia la niñez. Desde lo más profundo y auténtico del existir. ¿Por qué abordar la cuestión de la infancia si somos todos adultos? Si hacemos cosas de grandes, ¿para qué pensar en cosas de chicos?

 

Podríamos arriesgar una primera respuesta: pensar la niñez nos compromete con su futuro (el de los chicos), apostamos a construir lo que vendrá y por un rato dejamos de lado nuestra pura actualidad. Tom Hanks quería ser grande. En esta parada, la profesora Fernanda Sallenave nos advierte de la zoncera de pensar que el mundo de los adultos es el único importante, o el mundo sin más, ya que si “ser” significa ser adulto, no ser adulto significaría “no ser”. ¿Quién en su sano juicio diría que los niños, las niñas, los abuelos y las abuelas, unos por pequeños y los otros por mayores, “no son” o “no existen”? Por un lado, entendemos que ser niño o niña significa simplemente no ser adulto, pero por otro que al tener tanta carga específica de ningún modo podría ser meramente entendido como un será después. Entonces los chicos empiezan a ganar terreno, hoy. Juegan, luego existen.

“Vamos a ver cómo es el mundo del revés”, nos cantaba María Elena Walsh. Una segunda respuesta nos pone a nosotros, los adultos, en el centro de la escena. ¿Qué reflexión nos merecen aquellos que siendo aún mayores continúan siendo niños? Porque en un adulto, muchas veces, la niñez no es más que un recuerdo, ya sea lindo o duro, pero que ya pasó. Los adultos somos gente prudente que nos desprendemos de la hermosura del juego y nos aventuramos en la dureza de la realidad y la racionalidad. Tenemos responsabilidades y un montón de asuntos serios que atender. Un trabajo, una economía que cuidar, una familia que cuidar, los estudios, el alquiler, el futuro. ¡Ojo que los adultos también nos des-vivimos por el futuro! Del mismo modo ocupamos nuestro lugar en el mundo, pero en ese devenir nos obsesionamos por matar al chico o la chica que llevamos dentro, siendo exitosos la mayoría de las veces. ¿Y los que fracasan? Obviamente: son tan solo unos chiquilines, que no crecen más. Del otro lado del ring, sus simpatizantes les hacen un guiño de aprobación: es muy sano darse la libertad de continuar siendo pequeños, aunque vestidos en trajes de hombres y mujeres, grandes. Sin ser tan nostálgicos de sus primeros años, aceptan con altruismo y naturalidad las marcas que se van relevando, a veces interpretadas con ayuda de algún psicoanalista (de la corriente que fuera) y otras veces casi sin interpretar, solo vivir.

Separar etapas de la vida de acuerdo a la edad biológica que uno tenga, es algo que exhaustivamente practicó Piaget, entre otros, pero que poco iluminan estas reflexiones. La mirada de este número se aleja de la psicología, filosofía o pedagogía. Pensemos la cuestión desde un lugar puramente político y social. ¿Cómo romper con el prejuicio que vincula a los niños con la heteronomía y a los adultos con la autonomía? La heteronomía nos hace dependientes, manejados, limitados. La autonomía nos hace libres, nos permite crear nuestras propias reglas, normas. ¿Quién tiene la seguridad de que son los niños quienes están sometidos, manejados, condicionados y que los adultos, al llegar a la madurez, logran la experiencia suficiente para ser autónomos y libres? Esta reflexión puede ser duramente cuestionada. ¿Acaso la capacidad de soñar, innata en los niños, no es una condición fundamental para pensar otros mundos posibles? ¿No es necesario desarrollar la creatividad para crear nuevas normas conforme al hombre justo, solidario y libre que anhelamos? ¿Quién mejor preparado para tan inmensa empresa que quienes hacen del juego una actividad cotidiana o de la imaginación su fuerte?

¿No será que hay muchos interesados en reproducir y fortalecer este prejuicio del adulto libre y el niño limitado? ¿No será tal vez que hay muchos señores y señoras que tienen miedo a que otros sueñen otros mundos posibles (diferente al que ellos pregonan) y que yendo más allá tomen cartas en el asunto para cambiar la realidad? Y lo que sería mucho más trágico aún, que esas personas comiencen a contagiar a otras personas y el mundo entero se convierta en un lugar de mujeres y hombres creativos, soñadores, revolucionarios, subversivos, capaces de apostar a este duro mundo de ficciones y construcciones de la realidad (salvando las diferencias, fiel al estupendo estilo de Matrix).

En esta ficción que es creer en cosas de mayores, vuelven a las vías por las que transita esta máquina temerosa (cuando piensa en grande), caminantes de todos los rumbos con ideas, varias disonantes, que recogen experiencias, para demostrar que la niñez no es una mera edad biológica, sino mucho más. Es nada más y nada menos que la posibilidad de la libertad. La posibilidad de la autonomía: de soñar y cambiar la realidad. También es la posibilidad de disentir, de interpretar de forma diferente, de pensar críticamente. ¿Cuánto tiempo invertimos como sociedad para “normalizar” a los chicos, desde que nacen, atravesando la escuela, la familia, las instituciones, el Estado, la mirada del otro y todo condicionante para que abandonen esa magia propia y se hagan adultos, se hagan iguales y no se animen a salirse de las estructuras? Los cuerpos dóciles de Foucault. Lamentablemente, en esta línea, esos niños, nuestros niños, en el futuro, estarán en edad de merecer, pero no recibirán nada.

Este Andén hoy recoge estos prejuicios sobre la infancia, pero siempre con una mirada histórica, contextualizada. No le baja la barrera a las diferencias, a las divergencias, mucho menos a los sueños, nunca deja de soñar. No tiene miedo a los chiquilines, pero detesta ver que aún existan quienes miran con la ñata contra el vidrio. Fundado en un periodismo que no deja de jugar a pesar del “game over”, sacude estructuras, cambia reglas del juego y se divierte mucho construyendo castillos de arena en medio del asfalto■

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