La aparición de las redes sociales y la facilidad del acceso a la información, así como de la posibilidad de difundirla, más que traernos mejoras comunicativas y ganancias democráticas, han convertido a la opinión en una moda tan fugaz como la de los zapatos o la ropa interior de una cadena de diseño mundial. Todos opinan y sobre todo se opina, tanto así que parece que ya nadie dice nada.

Opinar está de moda. Y sí que lo está. Sólo basta con navegar un rato en internet y cruzarse con los cientos de miles de blogs que hay sobre cualquier cosa, desde opinión política hasta de la misma moda. Pero no son la fuente principal de opinión: un blog requiere tiempo y dedicación, y unas cuantas palabras más de lo que se necesita para opinar, por ejemplo, en Twitter. Y si pasamos por esa red social nos encontramos con no cientos de miles, sino con millones de millones de opiniones por minuto. Temas de todo tipo, desde la filosofía de Platón hasta el último concierto de Lady Gaga; incluso, si uno se detiene un momento, puede encontrar alguna opinión que mezcle al griego con la cantante. ¿Por qué no?

Sorprende ver con cuánta facilidad una misma persona puede criticar la guerra en Siria y luego opinar, con la misma tonalidad e insistencia, de la última colección de Victoria´s Secret. Y eso no es todo. Si se aburre uno de Twitter y se pasa un rato por Facebook, encontrará otros millones más de opiniones: fútbol, el escándalo programado de algún medio de comunicación, un reality, el evento del año. Cualquier cosa. Todos opinan y todo es opinable. Está de moda.

La tecnología y la facilidad de comunicación actual han producido un aumento colosal dentro de la expresión pública de opiniones, cuestión que podría verse como una ganancia democrática si se compara, por ejemplo, con la edad media, donde sólo unos pocos podían escribir. Pero dicho aumento y dicha posibilidad no han sido fructíferos para la democracia, por el contrario, es una moda en el estricto sentido de la palabra.

Ese cambio de objeto sobre el que se opina desgasta a la opinión por una parte y por la otra ridiculiza todos los temas que se tratan. Cuando se encuentra que se habla por el mismo canal, con el mismo nivel de relevancia, de Justin Bieber que de la crisis alimentaria en el Cuerno de África, todo estándar de jerarquía ética y de relevancia se cae al piso, y cada noticia parece ser igual de relevante. Cada tema parece tener el mismo peso y por lo tanto la opinión se vuelve una moda pasajera, un comentario efímero que deja de surtir efecto alguno.

Y eso no es todo, tanta opinión ha hecho creer a muchos que hablar públicamente es una actividad sencilla, para la cual son necesarios sólo 140 caracteres, y entonces los debates de opinión se rebajan a su mínima expresión y a su más baja exigencia. Los políticos empiezan a rendir cuentas con frases de cajón, los “referentes” intelectuales pueden ser cualquier estrella de cine que tiene millones de seguidores o el último futbolista en consagrarse campeón en un mundial. Cuando todos opinan o creen que pueden hacerlo, las discusiones pierden nivel y los argumentos se convierten en frases huecas que consigan descrestar a desinformados. Cuando la opinión es una moda, y una que se representa en medios rápidos y de fácil acceso, las ideas ganan en difusión pero pierden en profundidad.

La saturación de la opinión nos ha traído una sociedad que habla mucho pero que oye poco. Todos quieren decir qué piensan (si es que lo piensan) pero casi nadie quiere meditarlo y menos oír lo que los demás dicen. Incluso opiniones certeras y que tienen detrás de sí años de estudio, reflexiones estudiadas, conceptos elaborados, son tan fugaces como cualquier otra porque son incapaces de diferenciarse dentro de tanta marea de palabras. Así es el mundo de la moda, todos hacen lo mismo pero por ello nadie se distingue, todos se visten igual y la cantidad, por democrática que parezca, deja de serlo. Porque la verdadera democracia es la que resalta las diferencias y no la que iguala y uniforma todo de tal manera que distinguir deja de ser importante.

Pero eso no es lo peor, lo peor viene con otra de las grandes consecuencias de una moda, y es la falta de autenticidad y de originalidad. Si una opinión gana adeptos al por mayor, seguidores, “me gusta”, retwitteos o incontables fowards en internet, o también notas en periódicos de distribución masiva, revistas y programas de televisión, todos (una gran mayoría) se adhieren a esa opinión. No porque compartan intelectualmente su contenido, no porque haya una estudiosa introspección del concepto, sino porque si tanta gente dice que así se piensa, pues bueno, así se debe pensar. Como cuando todos empiezan, sin darse cuenta, a vestirse igual. Pura moda.

La sinceridad y la espontaneidad, la autenticidad y el carácter, quedan relegados a un segundo o tercer lugar en el mundo de la moda. Lo importante es ir dentro de la tendencia, o hablar acerca del “trending topic” en Twitter. Opinar sobre lo que todos opinan, hablar sobre lo que todos hablan. Decir lo que todos dicen. Escoger las ideas como quien escoge un computador. Disculpe, ¿me podría decir cuál es el que más compra la gente?

Mientras tanto, mientras las opiniones crecen sin límite ni calidad, el mundo sigue dejando pendientes debates de trascendencia. Los derechos de las minorías, la falta de regulación del sector financiero y su responsabilidad en la crisis económica, el abuso de las corporaciones multinacionales en países subdesarrollados, las tantas guerras que carcomen el mundo… En fin, millones de opiniones no logran cambiar a un mundo desolado. Pero no sólo se trata de los problemas actuales, siguen pendientes los mismos debates de siempre, de los que trató Platón, pero de los que nunca habla Lady Gaga.

Y así estamos, viviendo en la moda de la opinión, que para desgracia de Wilde, sigue siendo una forma de fealdad intolerable, sí, pero no cambia cada seis meses como comentaba el escritor, sino cada segundo, cada abrir y cerrar de página

 *Juan Francisco Soto Hoyos (Bogotá, Colombia). Abogado y director de la página de opinión www.elantagonista.com

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