Internet no sólo ha cambiado nuestros vínculos con el conocimiento, también ha cambiado la forma de relacionarnos con los otros en nuestros fueros más íntimos. La sexualidad llevada al ámbito público gracias al boom del porno casero nos dice algo no sólo de los usos más controvertidos de la red sino de nosotros mismos como espectadores y protagonistas de nuestra propia sexualidad.
En los últimos años los medios de comunicación tradicionales se han hecho eco de un fenómeno que desde los inicios de Internet congrega multitudes frente al monitor: el porno amateur. Las celebridades afectadas por el robo de información y la invasión a su privacidad han visto con vergüenza (y porque no, en ocasiones, beneplácito) cómo el ejercicio de su sexualidad era expuesta y juzgada. Pero así como el búho de Minerva levanta vuelo al atardecer, del mismo modo llegan los medios a imbuirse de una práctica de larga data y profundas consecuencias. No se muestra el porno en la televisión, pero allí se habla de él. No se mira porno en el trabajo, pero se habla de él, ni en el colegio, ni en el colectivo, ni en la cola de los bancos. Cuando un nuevo video sale a la luz, el hablar se detiene. Hemos ido a conectarnos para hablar con fundamentos.
Si se entiende que la red es la más grande biblioteca colaborativa jamás realizada no debe sorprendernos que sus estantes virtuales rebalsen de aquello que como especie nos sostiene en la vida y nos obsesiona. Todas las variantes de la sexualidad humana se encuentran taxonómicamente caracterizadas y catalogadas, ejemplificadas, dramatizadas hasta el hartazgo, atravesando todas las categorías morales y legales posibles. Desde el aberrante flagelo de la pedofilia hasta el ejercicio de la coprofagia está todo. Y todo es todo, lo que consideramos habitual y tradicional, todas las formas tipificadas y ejercitadas de la perversión, porno animado japonés (hentai), sexo con embarazadas, sadomasoquismo alemán, homosexualidad en la tercera edad. Y como toda biblioteca cumple la función de servir como defensa ante el avance y el peligro del pensamiento único. Hay un sexo tradicional del que debe darse cuenta, un porno “normal”, “esperable” para un tipo de lector/consumidor/espectador normalizado. No obstante también hay un porno otro, alter, más cercano a prácticas y estéticas cotidianas. Es lógico que el advenimiento de cámaras digitales y celulares de gran capacidad técnica, permitiesen cumplir el deseo de ser/estar como aquellos y en el lugar de aquellos que protagonizan eso que millones de personas en todo el mundo y a cada hora consumen. Bernard Arcand[1] postulaba a mediados de los años 80 que la pornografía se adaptaría a las infraestructuras técnicas de la sociedad – como realmente lo hizo – y que en especial el porno amateur amenazaría con desplazar a la pornografía de corte industrial/capitalista. Arcand dice que la pornografía (sea como fuere que se desarrollara en un momento dado de la historia) siempre ha sido de uso exclusivo para las clases dominantes mientras que las clases subordinadas solo tenían para sí historias y canciones picarescas para sublimar la tensión sexual latente. La red ha desdibujado prácticamente esas fronteras de clase.
Todos los grandes portales de pornografía cuentan con la categoría “amateur” dentro de su oferta de contenidos. De hecho, es una de las principales. El portal argentino Poringa.net en el mes de diciembre de 2012 brindó, a requerimiento de varios medios gráficos, algunas estadísticas en las que se destacaba que el 80% de información que circula por sus servidores proviene de fotografías y videos subidos por los propios usuarios, quienes protagonizan ese material.
Es un dato de la realidad: A la gran mayoría de los internautas que consumen esporádica o cotidianamente pornografía les gusta ver aquella que deja de lado los cuerpos esculturales entronizados por el canon de belleza. Se vuelcan por aquellas producciones que exponen en primer plano cuerpos tan comunes y corrientes como los propios. La identificación con el cuerpo que vemos en el monitor es fundamental para la erotización. La perfección de los cuerpos profesionales genera distanciamiento y producen un enunciado peligroso: sólo los bellos pueden disfrutar de su sexualidad y obtener placer. La búsqueda de porno amateur podría ser la subversión a esa consigna.
Hay morbo, sí. Es la posibilidad remota de ver alguien del barrio, a alguien conocido la que mueve parte de ese desear ver cómo cogen los que cogen como yo. Y si los otros cogen y se filman y se fotografían cual estrellas del porno industrial ¿por qué uno no?
Este fenómeno no puede ser entendido si no es a la luz de la crisis del criterio y el nacimiento de la cultura 2.0. En la red nadie tiene la verdad, no hay una forma única de relacionarse, de expresarse, de mostrar (se). Todos tienen voz. Si alguien quiere que su sitio sea visto, debe permitir réplicas, comentarios, participaciones. Si se ofrece pornografía, debe permitirse indefectiblemente que los usuarios envíen sus producciones.
El porno amateur es precario. Sus debilidades técnicas son parte de su encanto adictivo. La imagen pixelada, el escenario mal iluminado, el sonido real saturando los gemidos. Ese film de ocasión, rodado en los momentos libres de la vida cotidiana con un celular nos brinda una serie de datos descriptivos: el sexo no es estéticamente bello, la cama no es el único lugar posible, la reproducción de la especie, para que se entienda de una vez, no es el fin del sexo, sólo una consecuencia más de su práctica lúdica. A diferencia del porno industrial, el sexo en imagen comprimida para la web tiene la pobre espectacularidad de la memoria.
También tiene sus peligros. La posesión del archivo donde dos o más personas tienen sexo entre sí da un lugar de poder. Los sitios que alojan este tipo de contenidos reciben a diario solicitudes de baja de archivos por considerarse violatorios de la intimidad de individuos determinados, casi siempre mujeres, que descubren que sus ex parejas han elegido ese modo de venganza: el de la transformación de un momento de placer en un dolor de cabeza.
El sexo amateur que puede descargarse en la red reproduce los mismos prejuicios de género que el porno industrial. Las mujeres son las protagonistas de la escena, es su cuerpo el que se expone y es su rostro el que suele verse. La cámara siempre es el ojo masculino que recorre el cuerpo penetrado. Siempre es el placer del hombre el que está puesto en escena. Es la mujer la que mira a la cara del celular con un pene en la boca, es la mujer la que expone sus orificios para la reproducción en streaming. El falocentrismo en su faceta más primitiva y fundacional. Y el primer plano de los genitales no es tan sólo una limitación técnica (una cámara precaria en manos de un cameraman que es además sujeto cuasi omnisciente de la escena) es una regla del género: luego de una breve muestra del escenario y el contexto, la exposición del sexo sufre una reducción apabullante hacia la genitalidad. No es ya un encuentro entre seres humanos con deseos, pasiones e historias. Es el choque entre órganos despersonalizados, desindividualizados. Por eso es una práctica fílmica tan extendida. Si todos los pitos y las conchas comparten un aire de familia, no hay responsabilidad alguna por lo que hagan, por su deseo, por sus pasiones ni por sus historias.
¿No es pornografía amateur esas fotos de perfil en las que hombres y mujeres se muestran semidesnudos? ¿No fungen las redes sociales como facilitadores de encuentros sexuales? Por más que se vean los rostros y el otro pertenezca a la vaga categoría de “contacto” el interlocutor es un desconocido, incluso conociéndolo en el mundo real. Sin la tensión ni la presión de lo paratextual (gestos, miradas, contextos) se le puede decir lo que se piensa, lo que se quiere y se tiene en mente. Es más fácil y franca la propuesta sexual cuando está mediada por una interfaz de bits. Y esto está dado porque aún no hemos comprendido que lo que ocurre en la red tiene consecuencias en el mundo real. Si propongo sexo en un chat y me lo niegan, eso no ocurrió. Si lo aceptan, el mundo virtual ha echado a rodar algo en el otro, en el que realmente importa.
Hombres, mujeres y trans se sacan fotos desnudas, solos o acompañados, dejándose penetrar o penetrando. Luego, lo suben a internet y al terminar el post preguntan: “¿Qué les parece?”. Los comentarios son de toda laya y color. Se suceden propuestas y juicios estéticos. Toda la corporeidad del/la protagonista es mentada en sus más mínimos detalles. ¿Hay forma de sentirse deseado de esa manera? La asepsia de todo riesgo inmediato le da una vuelta de tuerca a lo que, hasta el momento, consideramos como exposición sexual. El exhibicionismo y el voyerismo han trocado su naturaleza. La red ha pasado a ser una variante de aquellos lugares en Amsterdam o California a los que se puede ir a ver a otros masturbándose o haciendo el amor del otro lado de un cristal. El otro en vivo y en directo pero mediado, mediatizado. Todo puedes mirarlo pero sólo tócate a ti mismo.
Es un error pensar que el porno amateur es un fetiche de moda en internet. Siempre estuvo ahí. El capitalismo necesitó de la revolución industrial para desplegar sus fuerzas contenidas. Del mismo modo, el deseo de filmarse y exponer la propia sexualidad en el foro mundial necesitó de la revolución de las comunicaciones y los gadgets para expresarse libremente. Como sociedad global de producción de contenidos estamos en condiciones de generar, distribuir y abastecer el consumo de pornografía amateur de toda la humanidad en esta generación y en la siguiente. Está ahí, colgada para los que la desean y la buscan, para los que se arrepintieron y quieren olvidarla, para los que quieran satisfacer su ego y su deseo de ser la fantasía húmeda de millones de desconocidos, a un click y sólo a un click de distancia■