Desde lo políticamente correcto muchas veces se proclama una integración educativa que no es tal. Ni bien se rasca la superficie de ese pensamiento las buenas intenciones se desgranan en una serie de preconceptos que acaban cristalizando aquello que se intentaba cambiar. Una reflexión, pero también una experiencia sobre las enormes dificultades que depara la integración y lo mucho que beneficia al tejido social.

 

Considero importante aclarar algunas cuestiones personales antes de comenzar a desarrollar este artículo, para no herir la susceptibilidad del lector. Por ejemplo, que suelo ser un poco sarcástica cuando una situación me genera un grado alto de frustración o de impotencia, que, y mucho más importante, que mi trabajo con niños con trastornos de neurodesarrollo –tal vez con un inicio un poco azaroso– se ha convertido al día de hoy en el eje de mi pasión, de mi investigación y de mi ejercicio profesional.

¿Por dónde empezar a hablar de inclusión?

Suele pasar que, pese a las resoluciones, a los proyectos educativos y a otras peroratas administrativas o legales, una vez que se logra que el niño con necesidades educativas especiales llegue al aula todos se miran las caras de desconcierto y se preguntan: “¿Y ahora qué hacemos?” Porque raramente los docentes y demás agentes educativos cuentan con formación específica sobre cómo atender las necesidades que los niños con proyecto de integración requieren. Muchas veces sostienen que atender estas diferencias los aleja de ocuparse de las necesidades de los demás alumnos, como si los chicos neurotípicos, por no tener un diagnóstico, fueran todos igualitos y aprendieran exactamente de la misma manera, con los mismos recursos y estrategias.

Y nuestro niño en lucha por inclusión e igualdad de derecho para recibir una educación de calidad, como requiere de otras ideas, de otros tiempos y de otras estrategias educativas y pedagógicas, queda ahí en esa especie de limbo educativo, donde no se lo “excluye”, pero tampoco se lo contempla desde su realidad y sus necesidades. Claro está que todos los niños tienen necesidades específicas para aprender, pero muchas veces esos niños logran acomodarse al modelo único que se propone en la escuela.

¿Bastan las buenas intenciones?

El problema es tan de fondo que, a veces, la dificultad de comprender las diferencias hace que quede realmente muy lejos la posibilidad de abrir espacios útiles. Para ser más clara, propongo un ejemplo, situación: jornada de trabajo sobre inclusión en cuarto grado de una escuela; el docente propone trabajar sobre la importancia de contemplar las diferencias y valorarlas. Estrategia: leer un cuento con la participación de los padres invitados. La actividad está muy bien, salvo por el detalle de que, entre los veintiséis chicos neurotípicos, hay una niña con un diagnóstico de Trastorno del espectro autista (TEA) de grado severo con escasa comunicación verbal, pero con mucho predominio de la comprensión visual y manejo de comunicación con imágenes. Una linda la actividad para casi todos. Casi, porque esa alumna no la pudo realizar, dado que el cuento se transmitía exclusivamente de manera verbal, no tenía imágenes, ni actuaciones, ni referencias gráficas. De haberlas tenido, hubiera sido divertida también para ella. En fin, situaciones como estas hay miles, incluso hay más despiadadas, porque doy fe de que, en la del ejemplo, no faltó buena voluntad, sino una profunda valorización de las diferencias y flexibilidad y creatividad para ponerlas en juego como recurso y no como obstáculo.

Claro que muchos dirán que si ese niño tiene necesidades tan diferentes, que vaya a una escuela donde se pueda atender esa disparidad. Y estoy totalmente de acuerdo con que cada niño debe recibir un marco de educación acorde a sus necesidades, pero, en este caso, la opción de la escuela “especial” está más relacionada a que la escuela estándar no está capacitada ni tiene tiempo para atender esas necesidades, por lo que es mejor plantear: “Que se encargue otro tipo de escuela o que vuelva a la escuela estándar cuando pueda ser más parecido al resto.

Generalmente, se piensa que el objetivo de la inclusión es ayudar al niño “diferente”, pero en realidad la inclusión no es solo para el chico que se incluye, sino, fundamentalmente, para todos los demás también: para los docentes, para los directivos, para los chicos y para toda la comunidad educativa en general. El problema es que esto no suele darse tan así, ya que muchas veces se tiende a ver la integración como un favor, como una especie de caridad que se tiene con ese chico y su familia, para que se sientan parte, iguales a los otros. Como si te dijeran: “Vení, pasá, parate en ese rincón y hacé de cuenta que sos uno más de nuestra comunidad”. Nada más alejado de la inclusión. Inclusión es asumir que somos todos diferentes y, en lugar de disimular, ignorar o minimizar la diferencia, enriquecernos de ella. Diferentes entre nosotros, iguales ante el derecho de recibir una educación de calidad.

El primer día que llegué a mi trabajo de acompañante externo –como un acompañante terapéutico, pero en el ámbito educativo específicamente –, recién salida de la facultad, pensaba que esto de la integración era una idea piola, pero rara. Pensaba que era bueno que chicos con «otras necesidades» fueran a la escuela con sus hermanos, con sus vecinos y con los demás pibes del barrio. Raro, para mí, porque en toda la primaria jamás vi a un chico «diferente» en mi escuela. Yo crecí en una comunidad donde los grandes nos decían, con su mejor intención, que no miráramos al chico en silla de ruedas porque lo hacíamos sentir incómodo. Y esa curiosidad que me daba lo diferente, de saber cómo era andar en esa silla, cómo se sentiría, si tendría algo de divertido, quedaba opacada por la vergüenza de querer mirar cuando eso podría ser de mala educación. “No lo mires”, me decían, como si me fuera a convertir en piedra. Lo loco es que realmente las intenciones eran buenas, los grandes sentían que si los mirábamos, les hacíamos notar la diferencia y que darse cuenta de que eran diferentes a nosotros los iba a poner tristes. ¡Como si no se diera cuenta el pibe que andaba en silla de ruedas! Como si su diferencia fuera algo que debería ocultar o disimular y, por supuesto, avergonzarse de ella por no ser normal como los otros. Insisto, locura total; pero de todos los días. Los chicos diferentes iban a escuelas diferentes, donde se supone que recibían lo que necesitaban para ser educados, pero en un lugar donde no se mezclaran con los que nos educamos como corresponde, en escuela “común” con chicos normales.

La razón no siempre la tienen los que saben

Lo lindo de todo esto es que la realidad, así como muchas veces te decepciona, te sorprende. Porque frente a la desorientación de los grandes, también me crucé con la espontaneidad de los pibes. Y noté que, sobre todo cuando son muy chiquitos, cuando tal vez aún no tienen del todo instalado ese prejuicio de los adultos, los chicos miran, preguntan, investigan, se acercan, comparten, se enojan, ayudan, se ríen, se asustan, se animan, vuelven a preguntar, se amigan…, básicamente incluyen.

Y sí, queda claro que la inclusión escolar es aún una utopía. Una realidad de la que estamos demasiado lejos. Pero, como una vez una mamá muy inspiradora me dijo: “Se trata de hacer una huella, Naty, para que los que vengan después tengan por donde caminar”. Y entendí que es así, que tal vez no hoy, tal vez no mañana, si seguimos luchando por dejar de tenerle tanto miedo a lo diferente, si en vez de girar la cara miramos, entonces va a dejar de ser tan complicado y podremos vivir juntos, enriqueciéndonos de ser tan distintos■

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